jueves, 20 de noviembre de 2025

ENTREGA 62

 

 Al acabar la jornada, cuando los turistas se iban con el barquero y me quedaba allí sola hasta el crepúsculo, que él volvía luego a buscarme ―a mí y a las que había en las otras islas―, me metía en el mar, me metía en el agua y me quedaba todo lo que podía. No nadaba, no buceaba, no hacía nada, hacía el muerto, si acaso, y a veces casi me quedaba dormida. Me dejaba arrastrar por la corriente propia de la orilla, me iba mar adentro, y desde allí veía el ocaso, aquel ocaso que era todos los días igual…

Allí comenzó mi comunión con el océano, pero es que en aquella playa olía terriblemente a mar, y no en todos los sitios huele a mar. En Maracaibo, por ejemplo, y su mar negro, y hay mucho, no huele a mar sino a detergente y alquitrán, a aguarrás y manzanito. En la isla, sin embargo, en mi islita, todo olía enormemente a mar, y cuando me bañaba, no sé si decírselo a ustedes…, me daban ganas de bebérmelo, no lo podía evitar, ¿se lo creen? Cuando estaba dentro sentía ganas de bebérmelo todo, tenía necesidad de bebérmelo entero, muy muy lentamente… ¡Yo podría beberte entero, océano mío, de tanto que te quiero…!

Eso es lo que te inspira la solitaria superficie del mar, el océano para ti sola, y toda esa historia de atardeceres y flujos que pueblan las orillas de sus playas, porque, ¿adónde me llevaríais si pudierais, corrientes de la ribera…?

El niño, el barquero, me parecía tan guapo que una noche, antes de volver al hotel y después de pensármelo mucho, me desnudé delante de él a ver qué sucedía. Me desnudé muy despacio. Me quité la falda, luego me quité la franelita y el pañuelo, y luego, como le veía muy atento, me quité todo lo demás y me eché sobre la arena. Él no dijo nada ni hizo nada, pero yo sé que le gustó porque al día siguiente volvió antes, nos estuvimos mirando a los ojos y nos bañamos juntos. Él no era mudo, aunque lo pareciera, pero lo cierto es que no había mucho que decir, el asunto estaba claro, así que al tercer día me empezó a apetecer, de repente, pasar a mayores, y lo cogí por la mano. Él se dejó hacer todo. Lo llevé hasta el agua, lo metí dentro, y yo con él, y primero estuvimos mordiéndonos, al principio flojo y luego más fuerte, y al final acabamos tirados en la orilla haciendo el amor. El niño era como una seda, en la vida he visto algo más suave. Sus abrazos eran sólo un poco más fuertes que la brisa del mar, que las olas que rompían en la orilla y nos mojaban una y otra vez…

Sí, todo esto que cuento es literal, es la mayor de las verdades. Yo dejé mi virginidad en aquella islita, se la llevaron las olas del mar. No tengo ni idea de cómo se llamaba, pero eso no importa. Menos me hubiera gustado que tal suceso hubiera tenido lugar en el excusado de una discoteca o la habitación interior de un hotel, que era lo habitual, lo que hacía todo el mundo. Lo que yo hice fue mucho más divertido, y más sano, que también es importante.

Aquella primera noche teníamos que haber ido a buscar a las otras negras, como hacíamos habitualmente, pero llegamos tardísimo y nos ganamos una regañina de campeonato, aunque a nosotros nos daba la risa y durante ella, durante el boche, nos mirábamos a los ojos como si hubiéramos estado en el Paraíso. Los demás días fuimos más formales porque ellas no tenían la culpa de nada.

De mi época de colegio me acordaba, claro, y de mi padre y mis hermanos, tampoco había transcurrido tanto tiempo, pero entonces me daba la impresión de que aquello debió de ser en otra encarnación; me parecía que todo aquello había sucedido en otro hemisferio, y eso que no estaba tan lejos, sólo a unos cuantos centenares de kilómetros. Siempre pensaba en cuándo podría volver a casa a ver a Liria, a Cati y a Jonás, y en qué estarían haciendo, pero allí nunca se acababa la temporada, y como en realidad acababa de llegar y no quería quedarme sin aquel empleo tan bueno, procuré no pensar en ello. Lo que hice, un día, fue mandarles una postal. Era una postal en la que, al fondo, se veía mi islita. Se veía a lo lejos pero yo la señalé con el bolígrafo, y tampoco dije gran cosa. Del barquerito no dije nada ―pensé, eso ya lo contaré más adelante―, y les puse mi dirección para que ellos pudieran contestarme, pero al ir a escribir la suya, la de nuestra casa, me di cuenta de que no estaba segura de cuál era, aunque de todas formas se la envié.

Sí, me acordaba mucho de mi vida anterior, de la maestra a la que cortaron el cuello, del ciclón que nos echó la casa abajo, ¿cómo no me iba acordar?, de los pájaros del bosque, de nuestro padre sangrando por las muñecas, de los lápices de colores, ¿cuándo os volveré a ver, hermanos míos?, y hasta de mi etapa de mendiga, y cuando recordaba esto último sonreía. Aquello no había durado mucho, sólo dos meses o tres, y aunque se conseguía bastante dinero, más que allí cocinando, el lugar no admitía comparación porque yo entonces estaba rodeada por completo de mar.

ENTREGA 62

   Al acabar la jornada, cuando los turistas se iban con el barquero y me quedaba allí sola hasta el crepúsculo, que él volvía luego a bus...