jueves, 17 de julio de 2025

ENTREGA 28

 

 

DIES IRÆ

 

En el país en que residíamos, que no importa cuál era, podría haber sido cualquiera, aconteció algo a lo que llamaban golpe de estado y de la noche a la mañana todo cambió. Seguramente allí, en el campo, en la selva, no se notó tanto como en las ciudades, pero de repente empezó a haber hombres malos en el camino, gente vestida de soldados con armas y muchos camiones por los lugares en donde nunca había habido nadie. Ni cuando se murió mi madre, ni cuando, luego, alguien mató a la maestra, se dieron tanta prisa por llegar e intervenir en nuestra vida diaria.

Nosotros, quiero decir, la gente de aquella localidad remota a la que yo pertenecía, nos enteramos por una televisión extranjera, nuestra única fuente de información, y porque en la que habitualmente veíamos, la de mi país, cesaron de pronto todos aquellos programas de lentejuelas y amoríos desenfrenados, que constituían el grueso de la programación, y fueron sustituidos por una foto, la imagen oficial de nuestro bienamado presidente, el justo entre los justos. Luego, el segundo día, esta imagen desapareció para dar paso a la de otro individuo, un mulato sin afeitar con gafas negras y distintivos de su orden que inspiraba poquísima confianza. Algunos, en el pueblo, dijeron que aquello a nosotros no nos afectaba, que estábamos demasiado lejos y éramos demasiado insignificantes para ser tenidos en cuenta, pero en eso se equivocaron.

Una noche, cuando estábamos durmiendo, el estruendo de muchos motores de explosión, anuncio de nuevos comportamientos, nos despertó a todos. Aquella noche no sucedió nada, aparte de que no dormimos más sino que estuvimos mirando por las ventanas, pero a la mañana siguiente, en la encrucijada, había un jeep con soldados que no nos dejaron pasar y nos hicieron volver a casa; como nosotros éramos tres niños que íbamos a la escuela, no nos hicieron nada, pero a mí no me gustaron ni su aspecto ni sus ademanes, y eso que era muy pequeña. Luego instauraron lo que se conoce como toque de queda, que yo no sabía lo que significaba aunque me enteré en seguida. No se podía salir de casa desde que anochecía hasta que amanecía, pero algunas personas debían de hacer caso omiso porque de vez en cuando se oían disparos, unas veces lejanos y otras más cercanos. Una vez se oyeron justo al lado de casa y nosotros nos tiramos al suelo. Debe de ser una reacción instintiva, porque yo no había visto hacerlo nunca y fue lo primero que se me ocurrió.

Antes nuestro padre, y Jonás algunos días después, fueron al pueblo a buscar comida porque teníamos poca, sólo teníamos fruta pero nada de arroz ni maíz, que era lo que más comíamos. Algo consiguieron, aunque no mucho, y durante todo el tiempo que duró la ocupación, que a lo mejor fueron días o a lo mejor semanas o incluso meses, yo eso no lo sé porque los recuerdos de la infancia son siempre muy confusos, comimos lo que pudimos. Comimos funche y muchas cosas raras que no habíamos probado nunca, frutas de la selva que Jonás, que era un volatinero avezado, disputaba a los animales de las cercanías, y también algunas de nuestras gallinas, que al principio, el primer día, nuestro padre escondió no se sabía dónde, amén de ciertos lagartos e iguanas ―incluidos basiliscos― que son de delicado sabor. Sin embargo, aparte de ello, podías comer lo que quisieras pues el suelo estaba lleno de objetos de todo tipo, vivos y no tan vivos, y si tenías hambre te podías tragar los que te diera la gana. A mí lo que más me gustaba eran las hormigas y las cagadas secas de las gallinas. Como tienen mucho calcio yo me las comía a puñados, aunque esto ya lo había hecho antes, e incluso sin golpe de estado.

Una de aquellas tardes, estando yo sola en casa porque Liria y Cati habían ido a coger agua al bosque, llegó un camión lleno de hombres armados que anduvieron un rato por allí dando voces y mirando a los árboles. No sé qué vieron que se pusieron a disparar, y a juzgar por lo que duró el tumulto debieron de vaciar los cargadores. Luego se fueron riendo, se montaron en el camión y desaparecieron entre la polvareda del camino. Cuando se fueron y se apagaron los ecos de la visita me eché a llorar, allí, en medio, sentada en el suelo, y no sé cuanto tiempo estuve en aquel trance. Después, como Liria y Cati no volvían, me entró mucho miedo, y a pesar de que Liria me había dicho que no saliera de casa, me fui a buscarlos, porque yo sabía de sobra en dónde estaban. Corriendo como si me persiguieran recorrí el espacio que me separaba del bosque y me interné en él por el camino que conocía desde que podía recordar. En llegar hasta el arroyo sólo se tardaban unos minutos, pero yo creo que los recorrí en segundos. Al llegar al lugar al que iba, jadeante, atemorizada, aquel claro entre árboles en donde había una poza profunda, misteriosa y frecuentada por animales, lo encontré desierto. ¡No había nadie! Miré a mi alrededor y grité, ¡Liria!, ¡Cati!, pero sólo el eco, el eco de la selva, que también existe, y de qué manera, me devolvió los gritos, ¡Liria…!, ¡Cati…! Yo volví a gritar, esta vez más flojo, con más cuidado y prestando atención a los posibles ruidos, y en aquel momento, justo en aquel momento, antes incluso de que el eco me respondiera, ¡trac…!, ¡trac trac trac!, nuevos disparos volvieron a oírse por allí cerca, por allí detrás, en la dirección que me había traído. Luego, uno de aquellos pesados automóviles transitó por la carretera…

Era tarde, muy tarde, el sol se acababa de ocultar y yo me sentía muy sola, pero a casa no quería volver, y menos después de los tiros que acababa de oír. Busqué un escondrijo entre los matorrales y estuve largo rato muy quieta, atenta a los posibles ruidos. Mientras la luz se iba el cielo se tiñó de los colores del crepúsculo y los animales nocturnos saludaron la llegada de la noche, pero no oí nada que me decidiera a salir del lugar en el que me había metido. Después, por mucho que presté oído, no oí más disparos ni voces que yo reconociera y me llamaran, y al cabo de un rato una gran luna blanca, una luna enorme, comenzó a levantarse más allá de la arboleda e iluminar todo cuanto me rodeaba…

lunes, 14 de julio de 2025

ENTREGA 27

 

Cuando salíamos de la habitación, el tío Aldy se encaró con Claudia y le dijo,

―Siempre que hagas una cosa así, mírate al espejo.

Claudia, que debía de encontrarse muy bien, no lo entendió.

―¿Por qué? ―preguntó―. ¿Te encuentras más guapa? ―y el tío Aldy se rió.

―No, mujer… Porque se te queda la nariz manchada y lo nota todo el mundo.

A partir de aquel momento Claudia se pasó la tarde mirándose en todos los espejos y sorbiendo sin parar.

El parque al que fuimos, el zoo, era enorme. Estaba en una selva de verdad, o por lo menos eso parecía ―aunque yo vi una cabina de teléfono debajo de un árbol―, y las alteraciones químicas se revelaron importantes, tan importantes que recorrimos un par de veces el recinto completo a velocidad vertiginosa y sin dejar de hablar, de forma que cuando salimos, con la foto de rigor en la mano, el tío Aldy nos preguntó,

―Seguro que tenéis un hambre feroz… ―y los tres dijimos,

―¡Síiii…, muchísima! ―y entramos en un restaurante que había en la misma puerta y desde el que se dominaba el parque, la selva.

Los platos que servían tenían nombres de animales, loro amarillo al ron, paca antillana adobada, lomo de tapir al horno, etc., pero yo creo que todo era mentira. Yo pedí mono araña, coaita; bueno, coaita… Seguro que era pollo del de los antibióticos convenientemente aderezado con salsa de frutas tropicales. Desde luego tenía textura de tal, y sabía a algo entre azúcar y vinagre, pero me gustó porque lo que había en el plato era muy bonito y nos lo trajo una camarera mulata guapísma. Aquella tarde lo pasamos bien, aunque por la noche pensé que todo se reducía a las añagazas de la industria turística: selva urbanizada, comida de colores y chicas guapas.

La abuela, asimismo, se perdió algún día ―niños, una también debe atender a sus asuntos―, pero qué clase de asuntos eran aquellos a los que fue a atender la abuela Tente, lo ignoro por completo, aunque estuvo fuera un par de días, y el tío Aldy no paraba, se alquiló un coche y no paraba, tan pronto estaba en Cartagena como en Bucaramanga, pormenores que conocíamos porque hablábamos con él por teléfono.

Estuvimos en otros lugares, como Buenaventura, en las orillas del océano Pacífico, en la selva ecuatorial y en Cartagena de Indias, una ciudad antigua en donde hacía muchísimo calor, aunque nosotros pasamos la mayor parte del tiempo en la playa. A todo aquello nos acompañaron las primas, también algún primo, y tíos y tías y demás parientes que se comportaron de la forma más obsequiosa, y no sólo con la abuela, que era el centro de todas las reuniones ―como siempre―, sino con todos y cada uno de nosotros.

En las conversaciones hablaron de sus antiguas fincas, del estado de las cosas en aquella parte del mundo, de los cotidianos tiroteos…, pero yo, la verdad, ¿qué querrían oír quienes me escuchan…? A la edad que tenía, uno no suele enterarse de determinadas cuestiones, ni entender nada, y ni siquiera interesarse por ellas. Yo sólo veía transitar a aquellas chavalas ―en especial a mi prima segunda Vladimira, que me llevaba de la mano a todas partes― por calles y playas, y con unos trajes de baño que… En fin, para qué voy a seguir.

Aún podría contar mucho de nuestro viaje a Colombia, como que me costó infinito irme y durante meses contemplé con envidia las estelas de los aviones en el cielo, los aviones que podrían devolverme al Paraíso, pero me parece que eso nos apartaría del hilo de la narración. El viaje resultó una maravilla, como cualquiera puede imaginar, el intermedio perfecto en aquellos momentos aciagos, y más a mi edad y en mitad de un curso escolar, con todos mis condiscípulos pasando frío en nuestra ciudad de origen.

Cuando regresamos se hicieron presentes los recuerdos de tiempos pasados, y aunque sabía que no iban a volver, me entretuve viendo las antiguas películas que había hecho mi padre y escuchando algunas de las canciones que sabía que les habían gustado a los dos, sus preferidas, entre las que destacaba aquella que se llamaba Luna de Capri, que había oído múltiples veces desde pequeño y no olvidaré nunca.

jueves, 10 de julio de 2025

ENTREGA 26

 

Mi prima Beatriz, que habría bebido muchísimo vino, después de la tumultuosa comida se pasó el tiempo de los valses bailando con los novios en mitad del jardín, y Anita y yo nos sentamos en unas sillas que había debajo de un árbol. Parecíamos novios. Luego estuvimos bailando, riéndonos, porque allí había mucha gente…, y cuando los invitados empezaban a irse observé que la abuela Tente nos contemplaba con aquella peculiar mirada suya. Puede que la abuela fuera corta de vista, porque solía usar gafas, pero de lejos veía perfectamente. La abuela sólo me miró, no abrió la boca, pero desde lejos, desde su sitio en la mesa, me dijo,

―Eduguá, ¿tú también…? Eduguá, te estás haciendo mayor… Bueno, todo llega en esta vida, y todo pasa.

La abuela me miró y yo oí eso dentro de la cabeza, lo oí como si lo hubiera pronunciado. Yo ya sabía que la abuela hablaba con el pensamiento, pero aquella vez no pude entenderlo de forma más clara.

Hasta aquí el lado cómico de la existencia, pero luego transcurrió un año, y sin previo aviso sucedió la tragedia. Mis padres, nuestros padres, murieron en un accidente de coche. Ellos solían viajar, unas veces a Europa, otras a América, y de aquella última no los vimos volver, sólo los ataúdes que velamos y después enterramos.

Hubo gritos, desmayos, carreras, lloros y lágrimas, pues nuestra casa se cubrió con el negro velo de la desventura, y en la familia el suceso cayó como una bomba. Yo nunca había visto llorar a la abuela ni al tío Aldy, ni siquiera al tío Eduardo, y sin embargo aquella vez les vi hacerlo a todos juntos, un espectáculo que no contribuyó a levantar los ánimos. Hasta el Cacho, que siempre había sido el más despegado, estuvo una semana sin salir de casa, casi sin salir de su cuarto, y nos miraba a los demás como mira un perro que de repente se ha quedado sin dueño.

Luego, cuando transcurrieron dos o tres semanas y parecía que las aguas se remansaban, la abuela tomó las riendas y decidió que había que poner remedio a aquella situación, así que tuvo uno de sus habituales arranques y empezó a pensar…, o a lo mejor no, a lo mejor no tuvo que hacer ningún esfuerzo y se le ocurrió así, de sopetón, porque la abuela, eso lo supe desde siempre, tenía una imaginación muy viva y era de ideas súbitas, y lo que se le ocurrió aquella vez fue llevarnos de viaje.

―¿No os gustaría que nos fuéramos a dar una vueltita por esos mundos? Yo no estoy muy para viajes, pero me parece que es lo mejor que podríamos hacer. Eduguá, ¿tú no quieres venir? Sí, ¿verdad?

… pero la abuela no tenía en la cabeza ir a pasar quince días a la costa o a alguna de las fincas, ni mucho menos, porque ella siempre fue imprevisible. Lo que se le ocurrió en aquellas circunstancias extraordinarias fue ir a su tierra, cruzar el charco y llevarnos a Colombia, así conoceréis cómo es aquello, yo no me voy a morir sin habéroslo enseñado.

Fuimos los tres, Claudia, el Cacho y yo, guiados por la abuela y el tío Aldy, quién se añadió al viaje. Claudia sólo llevaba un año casada, pero semejante circunstancia no le influyó en absoluto. El pobre Pedro, como había comenzado a trabajar en un sitio muy bueno hacía poco tiempo, se perdió la excursión. Vino a despedirnos al aeropuerto e hizo un montón de recomendaciones de última hora a su mujer, quién, como buena matemática y mientras los demás nos reíamos, se lo quitó de encima con gestos adustos. Al final Pedro se quedó allí, en medio de la sala de embarque, al lado de unos guardias que no le dejaban pasar, diciéndonos adiós con un pañuelo, y una cara…

Lo primero que me llamó la atención de las tierras de ultramar fueron los zumos de frutas, porque allí todo el mundo bebía zumos recién exprimidos en cuanto se presentaba la ocasión, y lo segundo, mis primas, mis primas lejanas, a quienes no conocía y me dejaron apabullado; alguna vez debían de haber estado en Europa, pero yo era pequeño y no me había enterado; ni me acordaba de ellas. Nuestras primas lejanas, de todas formas, no eran tan lejanas, porque lo eran en segundo o tercer grado. Puede que no mucho, pero código genético compartíamos, y eso siempre se nota. Lo que sucedía era que ellas, aunque fueran de mi edad, eran unas mujeronas, porque lo de vivir en el ecuador acelera el crecimiento, y es que Colombia, a pesar de lo que cree la gente, no es un país tropical sino mucho más que eso: es un país ecuatorial. Había una, en particular, de nombre Vladimira ―porque su padre era ruso―, que se parecía muchísimo a la abuela Tente, sólo que en joven, y hasta tenía su mismo pelo rubio y rizado.

En aquel país, al contrario de lo que sucedía en el nuestro, no podías hacer lo que te diera la gana. Para salir a la calle era preciso ir acompañado, y por la noche sólo en coche; de algunas casas, que solían ser de familiares, al hotel, y del hotel a otras casas. En el hotel, para que se vea cómo era lo que cuento, la puerta de la habitación era doble, doble y blindada, y eso que era un hotel de los buenos, con unas vistas fantásticas. La ciudad, contemplada desde la piscina de la azotea, parecía una ciudad europea, sobre todo por el tráfico de helicópteros pesados, y en la lejanía, en la falda de humeantes colinas, se adivinaban ingentes cantidades de barrios populosos en donde decían que no se podía entrar. Menos mal que también se veían montañas por todas partes, la gran cordillera de los Andes, en medio de la cual nos encontrábamos.

Una tarde fuimos a un zoológico de animales indígenas, porque, como dije en páginas anteriores, la mayor afición del tío Aldy eran los animales. Antes de salir nos reunió a los tres en su habitación del hotel y nos dijo,

―Hoy vais a probar el producto nacional de Colombia. Atención a esto que es cosa fina.

El tío Aldy, muy ceremoniosamente, sacó un bote de plástico, lo abrió con todo cuidado y esparció una especie de polvo encima de una mesa de mármol. Luego se entretuvo en alinearlo. Claudia, que le observaba con peculiar expresión, de repente dijo,

―Pero, tío, ¡si eso es muy malo…!

… y el tío Aldy no le hizo el menor caso. La miró con su eterna cara de guasa y replicó,

―No, mujer. Lo que es muy malo son las mierdas que os metéis vosotros en Europa. No te preocupes, que con esto no te va a suceder nada ―y dicho y hecho, sacó un billete nuevecito y predicó con el ejemplo.

Luego lo hizo el Cacho, y lo hizo tan bien y con tanta soltura que se descubrió por completo, y después Claudia.

Yo no sabía qué decir, pero al fin pregunté,

―¿Puedo probar? ―y el tío Aldy dijo,

―Por supuesto, pero que no se entere tu abuela.

lunes, 7 de julio de 2025

ENTREGA 25

 

 

LA TRAGICOMEDIA DE LA VIDA

 

Aquel año, cuando yo tenía doce, se casó Claudia, y si yo tenía doce, Claudia tendría veintitrés. Se casó con Pedro, claro está, que llevaba dos años casi viviendo en casa, porque Claudia era una persona muy coherente y no se hubiera casado con ningún otro, y de la época de la boda, la única que hubo en la familia, aún recuerdo detalles.

La abuela Tente estaba muy orgullosa. Para ella parecía ser muy importante aquella ceremonia y a todos nos dijo,

―En el país de los malabares hay una maravillosa costumbre: la novia es llevada en volandas por un dios gigantesco. Es un dios negro, claro está, porque en el país de los malabares se aprecia tanto a los negros que los diablos son blancos y los dioses negros.

… y también habría que tener en cuenta que Claudia era la mayor de sus cinco nietos. La verdad es que los tíos no habían tenido muchos hijos, no se podía decir que fueran muy prolíficos.

Pero antes había que hacer una fiesta, fue idea de la jefa.

―¿Una boda…? No, las bodas suelen ser muy aburridas. Lo que tenemos que hacer es una fiesta en el campo, una fiesta con baile y todo el mundo disfrazado…

… y en cuanto la especie comenzó a correr entre la familia, a todos les pareció de perlas.

Fue Claudia quien, al principio, no quería, aunque cuando pasaron unos días intervino la abuela. Fue ella la que dijo,

―La haremos. Es una buena ocasión para hacer una fiesta de verdad, niña mía, y a mí ya me quedan pocas oportunidades para ir a fiestas como Dios manda.

… así que entre la abuela, Claudia y el tío Aldy, organizaron un festejo monumental; se pusieron de acuerdo rápido, sólo con mirarse a los ojos, y no crean que el programa fue el habitual en un acto de estos.

En aquella fiesta nocturna cenamos corzo con salsa cumberland, tarta de chocolate y peras y helado de tiramisú; el chocolate negro era una de las pasiones que compartía toda la familia y no se podía soslayar. El tío Aldy y la abuela eran unos maestros y allí sólo cocinaron ellos, no dejaron a nadie tocar nada, la abuela desde su silla, aunque, eso sí, con varias ayudantas para fregar y picar; estuvieron dos días enteros metidos en la cocina e hicieron una cena pantagruélica. El corzo que prepararon no eran trozos de carne como esos que se ven por ahí, no. Era caldo dorado de corzo, para empezar; luego, un estofado etéreo y gaseoso, como si lo hubieran servido con un sifón; a continuación rodajas de una cosa rojiza, más hacia el centro, y a modo de remate la silla esparrillada, que era lo que llevaba la salsa cumberland. ¿No he dicho que yo pertenecía a una familia de artistas? Bueno, pues lo digo ahora.

Y además fuimos todos disfrazados, esa fue una condición ineludible, así lo quisimos, la abuela, Claudia, el tío Aldy, incluso la jefa. El que no se disfrace no entra, ni cena ni baila, que fue lo que le dijeron a Pedro para que lo transmitiera a la familia y amigos, a los allegados, y no falló nadie, en la vida he visto gente tan rara.

Claudia se disfrazó de hada, con gorro de punta, vestido transparente y varita mágica electrificada, o por lo menos estuvo toda la noche dando calambres en el culo a quien se le puso delante, en especial a sus futuros suegros, y el Cacho, que no se esmeró tanto, se limitó a ponerse el uniforme de su equipo de baloncesto. Se esmeró poco pero le quedaba bien, y como llevaba balón, estuvo toda la noche botándolo y pasándoselo entre las piernas, ante el asombro de las primas y unos sobrinos de Pedro que nunca habían visto a nadie hacer aquello.

La abuela se trastocó en Beethoven, con levita negra, tupé y una careta de goma que se quitó en seguida, pero cuando tocaba el piano ―y tocó a Bach, antes de la cena tocó algunos de sus Preludios e Invenciones―, vista de espaldas parecía Beethoven de mayor, y eso que Beethoven era bajo, y el tío Aldy (¿de qué se iba a disfrazar el tío Aldy?) de pirata con parche, pata de palo, muleta, pañuelo y guacamayo azul y rojo en el hombro.

El jefe alquiló un traje de jefe de estación, con gorra de cinta roja, y la jefa se vistió de chacha, con cofia y todo; la ropa era de verdad porque se la dejaron las muchachas de casa de la abuela, que eran las que solían ir más entonadas. Beatriz fue de albañil, de algo entre albañil y torero, que debía de ser su arquetipo, y Anita de colegiala. Además, había otros personajes, un terrorista (era el tío Juan), una rubia rizosa de la edad media que parecía Madame Butterfly, extraterrestres, un negro, médicos…

Un hada, uno que juega al baloncesto, Beethoven, un pirata, un jefe de estación, una criada, un albañil torero, una colegiala y un terrorista, así es mi familia.

La noche la pasamos allí, en un antiguo palacio desvencijado (transcurría la primavera), y al día siguiente tuvo lugar la ceremonia que es inherente a estos actos. Todos íbamos muy elegantes, la abuela, los jefes, todos, y no digamos ya Claudia. Claudia, aquella vez, se vistió de Blancanieves. Se puso un vestido blanco de vuelo y zapatos de tacón, y el pelo lleno de flores. A la boda no llevó a los enanitos, pero fue lo único que le faltó.

La abuela, en vez de enanitos, llevó a un gigante, el dios gigante de los malabares que nos había anunciado. La abuela, como andaba cada vez peor, fue en una silla de ruedas y contrató a un negro de dos metros, al que hizo vestirse de rey mago, para que la condujera; la abuela siempre fue muy dada al espectáculo. El negro era uno de los que entrenaban al baloncesto con el equipo del colegio.

Al final, como era uno de los testigos, tuve que firmar. Fue precisamente Claudia quien me había enseñado a escribir, así que dejé constancia de ello y anoté, Para Claudia, que me enseñó a escribir, Eduguá, como si fuese una dedicatoria en un libro. Yo no sé si aquello valdría, pero fue lo que hice.

 


jueves, 3 de julio de 2025

ENTREGA 24

 

Aquel año, el primero en que yo asistí a tal institución, la escuela, lo pasé muy bien, pero luego, al año siguiente, cuando se acabó el invernazo, él no volvió y en su lugar nos pusieron a alguien de lo más vulgar, o eso me pareció. Era una negra, una negra como Liria, como yo o como tantas otras que había por allí, sólo que mondonguera, una negra tirando a gorda ―lo que era raro, porque por allí no había muchas― que vino de tierras lejanas, de más allá del mar, a lo mejor de África, aunque no creo, y que no hablaba de los seres que pueblan el universo sino de lo mal que nos comportábamos; siempre protestaba, y su frase preferida era, cierre la puerta. Yo creo que aquella negra no era muy negra porque siempre tenía frío, así que pensé que a lo mejor se había pintado. Yo le miraba debajo del pelo porque me había enterado de que hay blancos que se pintan de negro, pero nunca descubrí nada. Cuando se acababa la jornada decía, buenas tardes, niños, hasta mañana, y se levantaba y se quedaba en pie como enseriada hasta que todos habíamos salido. Lo que hacía luego no lo puedo decir porque no lo sé, pero lo que sí sé es que de repente dejó de gustarme ir a la escuela y siempre que podía no entraba, me quedaba fuera esperando a que salieran las otras niñas, me quedaba muchísimo rato, tanto que a veces me dormía, y a la maestra no le importaba.

Una noche, un poco antes de acabar aquel ciclo estacional, por motivos sobre los que no tengo ni idea alguien entró en su habitación, en la de la maestra, y primero le hizo eso que suelen hacer algunos hombres incapaces, ustedes ya me entienden, y luego le segó el cuello con un machete de los que se usan para cortar la caña, uno de esos gigantescos cuchillos curvados; eso nos contó Jonás, que se había enterado en el pueblo, pero yo, que era muy pequeña, me imagino que no lo entendería. Como el cuchillo se quedó allí, al lado de la maestra, los guardias, los policías y los hombres malos, dieron muchas vueltas, a veces con él en la mano, y se hartaron de preguntar a todo el mundo, pero yo creo que no consiguieron nada y que aquel suceso nunca se aclaró. Virgilio ―o quizá era Horacio, no me acuerdo―, el tonto del pueblo, un náufrago de la civilización, un blanco billetero que era medio yegua y vivía en la selva de la caridad del cielo, alguien que no tenía a nadie y a quien tiraban piedras los hombres de su misma raza, fue el chivo expiatorio del asunto. Dijeron que se inculpó, y yo creo ―lo creo ahora, cuando soy mayor― que si lo hizo fue porque seguramente prefería estar en la cárcel que en la jungla, aunque vaya usted a saber lo que sucedió en realidad ya que los niños no entendemos de estas cosas, pero el caso fue que se lo llevaron y nunca volvimos a verlo.

De resultas de aquello la escuela se cerró y al año siguiente tuvimos que ir a la que había en el pueblo próximo, al otro lado de la quebrada. Como íbamos todos juntos, andando por la mañana temprano, volvíamos al mediodía, casi siempre cantando, y nuestros maestros no eran todo lo antipáticos que yo creí que iban a ser, pude seguir mi instrucción sin mayores impedimentos. Además, allí casi siempre estábamos bajo techado, no en mitad del bosque como en la escuela anterior, y a mí aquello me pareció muy importante, muy serio, por más que ahora piense lo contrario.

Una tarde en que volvíamos de la escuela, que íbamos sólo Jonás y yo, llevábamos el burro cargado y mal estibado por las prisas. Llevábamos fruta, porque los viajes a la escuela a veces se aprovechaban para traer mercancías al almacén del poblado, nuestro poblado, puesto que allí casi todos los viajes se aprovechaban para hacer lo que hubiera que hacer, y el burro se negó a caminar por aquel sendero estrecho, una de esas veredas cortadas a pico sobre el barranco. Tenía miedo a desriscarse porque casi toda la fruta la llevaba a un lado, y no quiso ni entrar en el camino; se plantó y se puso a dar coces. Jonás intentó que anduviera tirando de él, pero como no lo consiguió, lo que hizo fue ponerle bien la carga, se la cambió de sitio, y luego, al ir a colocarle los arreos, le mordió en la mano. El mordisco sonó duro, sonó bestia, yo lo oí y no pude por menos de pegar un respingo; le rompió los huesos y le dejó la mano destrozada, sangrando por entero. Era un burro grande, medio salvaje y con el pelo muy largo, debía de ser un garañón, y además ya era tarde, íbamos tarde, se estaba haciendo de noche y comenzó a soplar un viento frío, así que no nos quedó más remedio que volver al pueblo como pudimos. Ya faltaba poco, pero en la selva no es conveniente dejar que se te eche la noche encima, caminito del indio que junta el valle con las estrellas… En la selva habitan muchos animales de intereses encontrados, y cuando la oscuridad hace su aparición, y en el trópico los crepúsculos son muy cortos, es mejor que no te coja en descubierto. Jonás se montó encima porque casi no podía andar, y yo fui detrás, dándole palos con una vara, y él tirando coces, pero como Jonás lo sujetó por las bridas con mano de hierro ―la que le quedaba libre, porque la otra la llevaba colgando―, no me dio ni una vez, aunque alguna me pasó cerca; si me llega a dar me tumba o algo peor, no sé qué hubiera sucedido. Lo que más nos costó fue cruzar la quebrada, pero al final lo conseguimos. Llegamos a casa y nuestro padre y Liria curaron a Jonás, le lavaron con agua del pozo, le pusieron una tela limpia y él se durmió mientras los demás le mirábamos muy asustados. Luego el burro desapareció, nuestro padre se lo vendió a alguien del pueblo, y Jonás estuvo durante largo tiempo con el brazo en cabestrillo. Ya ven ustedes que la vida, a veces, no era todo lo fácil que cuento.

ENTREGA 28

    DIES IRÆ   En el país en que residíamos, que no importa cuál era, podría haber sido cualquiera, aconteció algo a lo que llamaban...