lunes, 30 de junio de 2025

ENTREGA 23

 

A los cinco años tuve una amiga de mi edad que se llamaba María de la O. Yo la llamaba O y ella me llamaba negra, seguramente porque sólo era mulata. Oye, negra; así decía.

―Oye, negra…

O y yo estábamos bajo una palmera, pero no por la parte de fuera sino por la de dentro, porque algunas palmeras tienen las raíces asomando entre la tierra, lo que sirve para hacer unas casas fantásticas. O y yo, en nuestra casa terrera, teníamos habitaciones.

―Qué.

―Desde aquí hasta allá es mi chamba.

―¿Tu chamba?

―Sí, y desde aquí hasta ahí, hasta la puerta, la tuya.

―¿Y si llueve?

―Pues si llueve… te dejo entrar en la mía.

―Bueno.

Nosotras amueblábamos aquello con materiales de derribo.

―Aquí ponemos la cocina. Hacemos un agujero en el suelo…

―¿Un agujero? ¿Y para qué sirve un agujero?

María de la O me miró incrédula.

―Pues es donde se pone el fuego.

―¡Ah!, bueno.

O, mi amiga, tenía ciertos conocimientos que a mí nunca se me habían ocurrido.

―El fuego de los monos…

―¿De qué monos?

―Pues de los monos. ¿Tú no sabes que los monos inventaron el fuego?

A mí aquello me sonó raro.

―¿Sí? ¿Quién te lo ha dicho?

O entornó los ojos, pero siguió con sus tareas domésticas.

―Me lo ha contado el taita, mi abuelo, el que es negro, como tú, que es viejo y sabe muchas cosas…

―¿De África?

María de la O, mi amiga antillana, se quedó por un momento perdida.

―Bueno, sí. De África también.

En la vecindad, en mi aldea, mientras fui pequeña, al menos durante los primeros años que me fueron dados vivir, hubo una escuela gestionada por la gente extranjera de que hablé. En ella tuve mis primeros contactos con los lápices de colores, objetos mágicos de los que hay enorme diversidad, puesto que los hay duros y blandos, comestibles e indigestos, cortos y largos, gordos y finos, y eso sin hablar de los colores propiamente dichos. Nuestro maestro me debió de ver tal afición por ellos que un día me regaló una caja llena y me dijo, cuando te aburras te los puedes comer, y era verdad, al final me los comí casi todos, aunque les di algunos a Cati y a Liria y a un perrín huérfano que estuvo una temporada viviendo debajo de casa, entre los pilotes del suelo. Allí, entre los pilotes del suelo, también tenía yo una casa, una casa con inquilino.

―Yo me voy a la escuela pero tú pórtate bien, ¿eh?, que luego vuelvo y te busco algo para comer. ¿Quieres fruta? Es que aquí no hay nada más…

El perrín, que sólo estuvo una temporada, además de sato era canela y flaco; seguramente sólo era un cachorro. Movía el rabo desenfrenadamente, y yo le debía de gustar mucho porque cuando nos dormíamos, en una cama que era una tabla cubierta con una tela vieja y mugrienta, se arrimaba a mí, ronroneaba como un gato, y luego, cuando de verdad se quedaba dormido, soñaba y lloraba como un niño. El perrín se pasaba la vida de excursión por el bosque cercano, pero en cuanto yo volvía aparecía ladrando como loco, dando saltos y moviendo el rabo como sólo los perros saben hacer.

Nuestro maestro, el de los lápices de colores, el primero que yo tuve, era un extraño ser al que nunca olvidaré. Era blanco y altísimo, más que mi padre, nuestro padre, y el pelo, que lo tenía rubio, le llegaba casi hasta la cintura. Al principio, los primeros días, se comportó moderadamente, pero luego, cuando comprobó que aquella caterva de seres de todos los colores y edades ―que éramos nosotros― era de confianza, nos daba las enseñanzas cantando, para lo que se acompañaba con una guitarra, aunque también tenía otras habilidades. Él fue el primero al que oí hablar de los cuerpos celestes, de los dioses del cielo, el Sol, la Luna y las estrellas, y las múltiples enseñanzas que de su existencia se derivan. Construyó un reloj de sol con unas maderas y lo clavó en el gran árbol que hacía las veces de techumbre de la escuela, un árbol gigantesco en cuyas ramas anidaban los tucanes y los loros colorados, pájaros que aprendían y repetían cuanto se decía en aquella selvática asamblea. A veces silbaban y a veces parloteaban, y a veces organizaban tal estrépito que el maestro sacaba un fusil y disparaba dos tiros al aire, acontecimiento que devolvía de inmediato el silencio a nuestro bosque. El maestro, y esto sí que lo he pensado a veces, del mar no nos habló nunca, pero supongo que ello se debió a que él no era experto en tal tema ―puesto que nadie puede saberlo todo―, y a que nosotros vivíamos en una isla y se suponía que estábamos enterados de ello, por más que yo aún no tuviera ni idea de su existencia.

Algunos días nos llevó a casa, a Liria y a mí, cogidas de la mano, una de cada una. Por el camino, con grandes voces y ademanes grandilocuentes muy adecuados a su aspecto general, nos iba explicando los nombres de todos los árboles, de todas las plantas, de todas las flores y de todos los animales, aunque lo que más le gustaba eran las flores. Como el vivía al lado del barracón que usábamos para las clases, una tarde nos llevó a un montón de niños a su casa y nos enseñó una colección de esta clase de seres ―porque las flores también son seres― que tenía pegadas a miles de hojas de papel; en los papeles había escrito sus nombres, pero yo entonces no sabía leer. Además, vació la nevera y nos dio de merendar a todos.

 


jueves, 26 de junio de 2025

ENTREGA 22

 

INFANCIA EN LA SELVA

 

Mientras fui pequeña todos los días fueron iguales, nunca observé ninguna diferencia. En la latitud en que nací el cambio de estaciones es imperceptible, y durante el año días y noches se suceden sin tregua a razón de doce horas para cada uno de estos períodos, pero eso es compensado con creces por los desastres naturales, que allí son muy frecuentes. Mientras fui pequeña el mundo dio vueltas uniformemente, todos los días fueron iguales, lo sé muy bien, y casi nunca sucedió nada, si prescindimos de las catástrofes que he citado.

En la manigua, en la selva interior de aquella isla que me vio nacer, en nuestro pueblo de casas desvencijadas y cubiertas de techos de palmas, habitábamos una tribu de desheredados de todas las edades y colores, no se crea que éramos todos negros. Había gente con la piel amarilla, con la piel más o menos blanca, con la piel negra e incluso con la piel tirando a verde, y todas las mezclas posibles intermedias, y en cuanto a las edades, predominaban los niños y los viejos, porque los de edades intermedias solían desaparecer en cuanto tenían ocasión; todos se iban buscando su particular edén, aquel que estaba más allá de nuestro, por la selva, limitado horizonte.

Durante los primeros años en que tuve uso de razón hubo una escuela comedor manejada por varios blancos y blancas. Uno de ellos tenía la barba y el pelo rojos, y casi todos lo llevaban largo y usaban gafas. Eran gentes de países lejanos que de cuando en cuando aparecían y desaparecían. Se iban, y al cabo de los días regresaban con cajas repletas de objetos con los que nos obsequiaban, cajas que venían en camiones y que contenían otras cajas, las más de medicinas, pero a veces también de batidoras, ropa usada de colores desvaídos, libros viejos, paquetes de leche en polvo y latas de alimentos exóticos como alcachofas o grandes judías grasientas con salsa roja y extraño sabor a metal; lo de las batidoras tenía gracia porque no había mucho que batir, si acaso los mangos o las guanábanas, ni dónde enchufarlas. La única energía eléctrica provenía de un gran grupo electrógeno que había dentro de una de las naves, la que se usaba para los cánticos, pero este, el grupo, aquella máquina gigantesca y de ruido ronco, tampoco era de fiar porque periódicamente se averiaba, y entonces pasábamos los meses cantando en la nave gigante con velas de tabonuco ―a mí casi me gustaba más, lo de las velas siempre ha gustado mucho―, y los batidos los hacíamos a mano, mientras cantábamos, porque en aquel pueblo, el mío, cuando yo era pequeña cambiaron la tecnología, pusieron la luz eléctrica; eso lo vi yo hacer.

Una vez, cuando llegó uno de aquellos envíos, se armó gran revuelo en el pueblo porque se rumoreaba que un embajador de nuestro país había organizado una fiesta en las sínsoras para recaudar dinero ―dinero que nos enviaba― entre sus amigos los ricos, los ricos de jurutungo. Yo ni me figuraba cómo eran los ricos, me faltaban términos de comparación, aunque a veces pensaba que venían de Armenia, sí, ¿por qué no?, como aquellos legendarios Reyes de la canción que vinieron de Armenia… Los que salían en televisión no me parecían ricos, me parecían personas vulgares, por más que aparecieran disfrazados, y cuantos me rodeaban…, ¡no, desde luego que aquellos no eran de quienes se hablaba…!, así que, ¿qué podía ser aquello a lo que llamaban ricos?, y yo, que debía de tener cuatro o cinco años, pensaba y pensaba y veía a unos seres blancos, luminosos y casi transparentes, que vivían en bosques con el suelo de cristal y estaban rodeados por grupos de diminutos perros marrones y tusos que ladraban sin cesar pidiendo comida y daban saltos como si tuvieran muelles. El más rico de todos estaba en la cúspide de una colina lejana, verde, boscosa y coronada por nubes blancas, y llevaba pegado a sus espaldas a otro ser, este negro y gigantesco y vestido con una túnica de color de rosa, que sostenía una gran sombrilla futurista bajo la que se cobijaba el primero. ¡Aquel!, el que se cobijaba bajo la sombrilla, aquel sí que era un rico, pensaba yo, sobre todo por la cresta que lucía, una cresta de materia centelleante, y porque sus pies no tocaban el suelo, yo creo que levitaba, lo que tampoco debía de resultarle difícil porque bajo aquellos pies, que de blancos e inmaculados daban grima, había unas nubecillas hechas de estrellas y burbujas de jabón…

Lo que sucedió, en realidad, fue que tras mucho trajín al descargar los motetes, porque eran muy pesados, y alinearlos cuidadosamente en el pórtico de la nave grande, la de los cánticos, al abrirlos resultó que dentro sólo había piedras. Al principio nadie se lo creía y todos pensamos que era alguna clase de relajo, pero conforme iban saliendo más piedras la gente se empezó a encandilar, y la cara que se les quedó a los blancos que mandaban no es ni para describir, ni las expresiones que se oyeron entre ellos. El embajador de donde fuese quizás había hecho una fiesta para recaudar fondos, pero allí sólo vimos piedras. El desencanto fue generalizado y todos nos volvimos a casa con las manos en los bolsillos, eso los que los tenían. Luego, un día de aquellos, encontré una moneda en el suelo, entre el barro, una moneda reluciente y plateada, y la tuve guardada conmigo durante un año, aunque al final se me perdió. Yo a aquel año siempre lo llamé el año del dólar, fue uno de mis principales puntos de referencia, pero no sé si sería un dólar, seguramente no, porque, ¿qué iba a hacer allí un dólar?

En el pueblo en que nací vivía mucha gente. Vivían mis hermanos ―mis hermanitos―, mis amigos ―de los que tuve gran cantidad―, mi padre… Mi padre, nuestro padre, no era guajiro; era como un guajiro, sí, pero en negro. Sus pantalones eran de la tela casi blanca del saco de azúcar de caña. Los cortaba con unos patrones de papel mientras cantaba, pero como no sabía coser pegaba las costuras con supergén, se lo vi hacer muchas veces. En el culo le solía coincidir un letrero rojo y descolorido, aunque no sé qué ponía porque entonces no sabía leer, debían de ser códigos secretos de alguna marca comercial, y la camisa era por un estilo. A veces se ponía una prenda de color fucsia y aspecto brillante y luminoso, pero eso era ya en los días de mucho lujo y fiesta.

 

lunes, 23 de junio de 2025

ENTREGA 21

 

Beatriz y yo, entre risitas histéricas, desaparecimos por el pasillo y nos encerramos en mi cuarto. Anita se retorcía en la silla.

―¡Nooo…, noooo…!

Luego Beatriz y yo contemplamos nuestra obra. Ahora que la teníamos atada, y ciega, Beatriz no acababa de ver aquello claro. Beatriz siempre fue muy dada a razonar.

―Es que no es así, yo no digo esto…

Yo no acababa de entenderlo.

―¿Ah, no? ¿Pues cómo es…?

A Anita la desatamos, la hicimos levantarse, la tumbamos encima de la silla, la volvimos a atar, esta vez las muñecas a las patas de la silla, le levantamos las faldas y le empezamos a tocar el culo, cada uno por un lado. Beatriz, de repente, se lanzó y se puso a darle besos en las nalgas.

―¡Ay, ay…! ¡Así, mmmmmm…, así…, mmmmm…!

Bea y Anita vociferaban, y yo, allí de pie, mirando, me corrí, o algo parecido, sin saber cómo. Yo no sé si entonces ya me ocurrían tales fenómenos, pero no dije nada, disimulé. Me salió un manchón oscuro en los pantalones pero no me di ni cuenta. Fue Beatriz la que, de repente, lo vio.

―¡Ay…!, cochino. ¿Qué tienes ahí…?

Yo me tapé instintivamente.

―¡Se ha meado…, se ha meado…!

Luego, a los pocos días, volvimos a repetir el numerito, pero aquella vez ya íbamos a tiro hecho. Atamos a Anita a la silla, le bajamos las bragas y Beatriz sacó del bolsillo una barra de labios. Yo, cuando vi aquello, aluciné.

―¿De dónde has sacado eso?

―Se la he cogido a mamá.

Yo, que era muy miedoso, vi asomar el peligro.

―Se va a dar cuenta… Te la vas a cargar.

… pero Beatriz lo tenía todo calculado.

―¡Qué va! ¡Si luego se la pongo en su sitio!

Beatriz cogió a su hermana por los muslos, se los separó, sacó el rouge de la funda de metal, que era de un color rojo intenso, y se lo metió por detrás, como un supositorio. Anita pegó un respingo.

―¡Aaayyyy…!

―Calla, tonta, no chilles…

Anita, con el culo pintado de rojo, que parecía que la habían desvirgado, vociferaba tanto que yo, temiendo que los gritos llegaran a oídos de quien no tenía que llegar, me metí en el cuarto de baño y estuve allí veinte minutos, pegando la oreja a la puerta y oyendo jadeos y lloros. Cuando los ruidos cesaron, salí, y mis primas estaban todas modositas leyendo unos cuentos, Beatriz con la mirada aún brillante y Anita con cara de haber llorado. Beatriz me echó una mirada despectiva.

―¡Qué miedica…! ¡Pues luego le metí la funda!

Cuando aquello acabó, todos más corridos que una mona, Beatriz, que era la más marchosa de los tres, con la mano entre las piernas aún seguía con lo suyo.

―Anda, piensa una tortura…

A mí, cuando me tocó, que fue días después y estábamos en casa de la abuela, me metieron en la carbonera, me ataron a una silla, sentado y con las manos atrás, y me torturaron, según ellas. Lo de la tortura empezó en plan suave, se limitaron a desabrocharme los pantalones y bajármelos un poco, pero luego las cosas se fueron calentando, y me pegaron tal mano de bofetones ―porque las niñas de diez años, por si usted no lo sabía, cuando se ponen pueden dar unos tortazos considerables― que acabé llorando, ahora yo, y me puse a vociferar a voz en cuello. Mis primas se asustaron y salieron corriendo del cuarto. Yo me quedé allí, con los pantalones abajo, solo, atado, balbuceando y lloriqueando, sin saber qué hacer. Luego, después de muchos tirones, me solté y salí todo negro, sangrando por las muñecas y hecho un Cristo. Me metí en un cuarto de baño y estuve tanto rato que me quedé dormido. De los mayores, de los que ya se ha dicho que no controlaban mucho, nadie se enteró de lo que había sucedido. En el salón todo eran parabienes, porque al tío Juan le habían dado un premio literario y el whisky volaba más que corría.

Beatriz, con aquella melena lisa y negra, también tenía algo de india, unas cuantas partes ya le tocaban, y de negra, los morros por lo menos, pero por lo descarada parecía blanca. A su hermana la tenía aleccionada, aunque no estoy seguro de que entendiera algo. Beatriz, a falta de otras motivaciones, se divertía diciendo cosas como la que sigue.

―¿Sabes qué?

Yo picaba siempre.

―Qué…

―Pues que no es lo mismo dos metros de encaje negro…, que que te la encaje un negro de dos metros.

Yo ponía una cara muy adecuada al momento, a la circunstancia.

―¿Qué…?

Beatriz se reía y se dirigía a su hermana.

―¿No ves cómo no lo entiende, no lo ves?

Anita se reía a medias, se reía un poco por compromiso y me miraba de medio lado; yo creo que ella tampoco lo entendía. Anita, de mayor, estaba muy buena, mientras que Beatriz, que era la que estaba buena de pequeña, echó un culo importante. Esto suele suceder casi siempre.

jueves, 19 de junio de 2025

ENTREGA 20

 

A continuación subía la mano por la pierna hasta llegar a las bragas, sintiendo cómo alguien, sorpresa, se estremecía. La pierna se doblaba imperceptiblemente, lo que resultaba de lo más emocionante, pero no se oía ni un gemido, ni un suspiro. Cualquier ruido podía dar una pista, y el juego consistía en adivinar a quién se había pillado con todo aquello oscuro. Si las bragas eran las que yo esperaba, empezaba,

―Mmmm… Esta es… Mmmm…

… y comenzaba la exploración de culo. Yo me ponía como un verraco, podía estar así durante horas. Primero le tocaba las nalgas, le bajaba poco a poco las bragas y seguía por donde podía, le pasaba primero la mano y luego un dedo… Un día noté algo raro, raro y caliente. Como estaba todo oscuro, así, en un primer momento, no me di cuenta de lo que estaba sucediendo, aunque luego sí.

―(¿Qué es esto?) ―pensé de repente, y me puse en pie y encendí la luz: mi prima no se había lavado convenientemente.

―¡Mira que eres guarra…!

Anita se quedó cortadísima, y luego salió de debajo de la cama y se echó a llorar desconsoladamente. Allá fue Beatriz a consolarla.

―Pero…, ¿qué te pasa?

Anita lloraba a moco tendido.

―¡Que este me ha dicho…, uuuuhhhh…, uuhhh…, que me ha dicho…, uuuuhhhhh…!

Aquello, claro, no se volvió a repetir, pero desde entonces me torné muy precavido, y antes de meter la mano en lugares recónditos acostumbraba efectuar un reconocimiento olfativo previo y a distancia del asunto, aunque casi siempre olía a jabón.

―Hummm… Mmm…

Una tarde, con aquello de los olores y que casi no cabíamos en donde nos habíamos metido, un armario lleno de ropa, accidentalmente le pasé la lengua por la nalga derecha a Anita. Luego, llevado por los instintos del subconsciente, esos que, sin que nosotros lo sepamos, anidan en los entresijos del código genético, la mordí; no mucho, pero la mordí. Anita sintió algo dentro que nunca antes había sentido y se quedó aterrada. Se abrazó fuerte a un montón de ropa y respiró. Un instante después, al notar mis dientes, sintió el primer calambre de su vida. No fue un calambre muy bestia, no, ni muy largo, fue una cosa cortita, pero los jugos de su estómago se revolvieron y estuvo a punto de devolver la merienda completa. Afortunadamente cerró la boca, agachó la cabeza, apretó los puños y aguantó. Cuando el juego acabó, pálida como una muerta y temblorosa como un junco, no dijo nada y se fue al baño derecha. Cerró por dentro, que nunca lo hacía, y devolvió en el lavabo cuarto de litro de líquidos amarillos que pugnaban por salir. Luego se echó a llorar, y estuvo allí, sentada en una banqueta, un cuarto de hora. Fuera, su hermana y su primo, llamaban. Yo, que sólo me imaginaba a medias lo que había sucedido, me sentía atemorizado. ¿Y si se descubría todo…?

―Venga, boba, sal, que era una broma…

Por suerte no apareció nadie, pero el juego por aquel día se acabó. Yo me puse la chaqueta de flecos, el sombrero y las pistolas, y me dediqué a pegarles tiros. Beatriz, que llevaba el uniforme azul marino del colegio, fue la que más se enrolló.

―Venga, ¡mátame!

Yo disparaba y Beatriz se caía al suelo y se quedaba allí, con las piernas bien abiertas y las faldas subidas.

―¡Agghhhh…!

Beatriz, todo aquello, lo hacía de maravilla. Yo apoyaba el cañón de la pistola entre sus piernas y volvía a disparar.

―Muere…, muere…

Beatriz se ponía boca abajo, levantaba el culo y se contorsionaba. Yo me entusiasmaba con el juego, hasta que…

―¡Ay!, que me haces daño… ¡Pero mira que eres burro!

Beatriz se levantaba, se sentaba en la cama y se colocaba las faldas en su sitio. Luego, medio corrida, con las manos en el regazo y la mirada baja, decía lloriqueando,

―¡Burro, más que burro…! Ya no juego.

Con el tiempo descubrimos lo de atarse. La idea fue de Beatriz.

―¿Nos atamos?

Yo la miré aprensivo, aunque hubiera resultado difícil averiguar lo que pasó por mi cabeza.

―¿Cómo…?

A Beatriz le brillaban los ojos. Beatriz iba a lo seguro, a por el más débil.

―Pues…, atamos a Anita a la silla.

A mí el corazón me dio un vuelco.

―¡Eso!

Anita, muy en su papel, se resistía y retrocedía hacia el fondo del cuarto.

―¡No…, no…!

Beatriz respiraba hondamente y la cogía por las muñecas.

―Que sí, tonta, ya verás, ven…

Entre los dos la cogimos, cada uno por un brazo, la sentamos en una silla y le atamos las manos atrás, al respaldo. Los tobillos se los atamos a las patas de la silla. Yo miraba a mi prima la mayor como esperando órdenes.

―Y ahora, ¿qué hacemos?

La fantasía de Beatriz era desbordante.

―¡Vamos a taparle los ojos!

Beatriz y yo le vendamos los ojos con un trapo que cogimos en la cocina. La cocinera salió detrás de nosotros.

―¡Niños…! ¿Qué hacéis ahí? ¿Para qué queréis eso…?

lunes, 16 de junio de 2025

ENTREGA 19

 

- 2 -

CANTÁBILE

 

Ulises y las indias

Infancia en la selva

La tragicomedia de la vida

Dies iræ

Educación en la manada

Llegada de Louis y muerte de Tente

La negra descubre el mar

Aprendizajes por esos mundos

Canción de la inmigrante

Un verano

El campo y la ciudad

Nuevos personajes

La negra a los once años


 

ULISES Y LAS INDIAS

 

Por aquellos tiempos se empezó a hablar del Ulises, lo leí en el periódico. Ulises ya era algo, creo que uno de los asteroides troyanos, esas montañas que cortan la órbita de la Tierra y algún día, tarde o temprano, acabarán por estrellarse contra ella, pero la aparición del nuevo cuerpo, un cometa de corto período que, seguramente por su mínimo tamaño o negruzco aspecto, había pasado hasta entonces inadvertido, organizó tal revolución entre las diversas burocracias celestes que en vez de denominarlo Grigg-Skjellerup, Schwassman-Wachmann o algo por el estilo, esos nombres que nadie puede recordar, quitaron el nombre al asteroide y se lo dieron al nuevo objeto; todo el mundo sabía que de aquel cuerpo se iba a hablar mucho. A la pieza que les quedó suelta la renombraron como Harmonia III, y así se zanjó el asunto.

El descubrimiento de un cometa hasta el momento no observado no es un fenómeno raro. Todos los años se descubren alrededor de una docena, y el número total de estos, de los conocidos, ronda el millar, aunque se supone que en la nube de Öort, esa nube cometaria de fábula que según todos los indicios está en los confines del Sistema Solar, esperan a los futuros exploradores otros cien mil millones, y esto en cada sistema estelar.

Ulises era uno más, pero era un cometa muy apetecible. Como todos los cometas, era una montaña de roca, hielo y hollín; daba una vuelta al Sol cada siete años, y su núcleo medía algo menos de tres kilómetros de lado a lado. Nada más descubrirlo, quienes pensaban en estas cosas ―que tampoco eran tantos―, tuvieron la misma idea: sus parámetros orbitales eran tan adecuados que constituía el objeto perfecto para enviar una nave, posarla sobre él, tomar muestras de su helada superficie y volver a la Tierra; de esto se habló desde el principio. Tal aventura, que estaba en la mente de todos los cazadores de vida, se acentuó mediante los medios de comunicación, y en pocos años se diseñaron tal cantidad de planes que en cuanto la técnica necesaria para llevarlo a cabo con las mínimas garantías estuvo a punto, se hizo, aunque con esto no quiero decir que se llevara a cabo inmediatamente. La operación era engorrosa porque no se trataba sólo de mandar un aparato automático. Lo que los científicos querían era poner dos o tres personas sobre el errante bloque de hielo, y esta era una operación de envergadura, dado que nunca se había intentado algo semejante. Aunque hablaban mucho de ello, y continuamente hacían planes, a Marte aún no había ido nadie, por ejemplo ―y eso que era lo más fácil después de la Luna―, pero como había habido múltiples fallos en el programa automático, ninguna de las agencias que se dedicaban a tales menesteres se atrevía a dar el primer paso. Además, los políticos, por sus más y sus menos, por un quítame allá esas pajas, retardaron el proyecto en función de sus intereses, y al final, como suele suceder en tales casos, resultó que desde que descubrimos el Ulises, hasta que se intentó la aventura, transcurrieron la friolera de veinticuatro años.

Yo, a los once años, no tenía ni la más remota idea de lo que era un cometa, de esto me enteré de mayor, y aunque aquel llegaría a tener un gran significado en nuestras vidas, por aquellos entonces ninguno lo sospechábamos y no me interesó nada. Lo que a mí me interesaba en las fechas que narro era jugar a los indios ―aunque más bien habría que decir a las indias― con mis primas. Jugar, se puede jugar a muchas cosas. A la botella, al tren, a los médicos, a las tinieblas, etc., pero con mis primas, de pequeño, jugaba a los indios; luego ya vendrían otras historias. ¡Cómo no sería el asunto, que yo, para despistar, para que aquello no resultara tan evidente, al escondite prefería llamarlo los indios!, aunque no sé para qué me andaba con rodeos con Beatriz. Mis primas, además, no eran unas personas normales, ni mucho menos. Mis primas, ya que hablamos de ellas, en cuanto tuvieron edad suficiente iban al colegio a caballo. Vivían en una casa en la que había caballos, sí, y el colegio estaba cerca, pero así y todo no deja de ser algo extraordinario. A los caballos los amarraban en la puerta, y ellos las esperaban hasta que salían; debían de ser unos caballos muy buenos. En el colegio, los demás se harían cruces, que no es para menos.

―Venga, vamos a jugar a los indios.

Mis primas se apuntaban nada más oírlo.

―Eso. Venga.

―¿Quién la liga?

Aquí, yo, como era hombre, trataba de imponer mi criterio, aunque esto quizá sea decir mucho. Yo siempre apuntaba a Beatriz.

―Te la ligas tú, y nosotros nos escondemos.

Yo me iba a esconder con Anita, que a sus diez años era rubia y delgadita, vaporosa, y sin duda de ningún tipo me gustaba mucho más que su hermana. Bueno, Beatriz tampoco estaba mal. Era más burra, ya empezaban a salirle las tetas ―aunque de eso yo todavía no me enteraba―, pero, desde luego, mi preferida era Anita. Además, tenía la ventaja de que era un poco más pequeña que yo y siempre se le podía enseñar; calcule usted.

Beatriz, que a veces se sentía marginada, protestaba.

―¡Siempre la ligo yo…! Ahora te toca a ti.

Yo, para tener a todos contentos y que el juego no decayera, a veces me la quedaba. En aquellos casos lo que hacía era dar vueltas y más vueltas, como quien no sabe en dónde estaban metidas, y luego, cuando las encontraba, que solían estar tumbadas una encima de la otra debajo de alguna cama, ejecutar el numerito de la exploración bajo las faldas. Anita llevaba bragas de nylon, de las modernas, mientras que Beatriz, que era mayor, a veces las llevaba de perlé, de las antiguas, lo que a mí no me atraía nada.

―¡Qué horror!, qué mal gusto… ¡Qué antiguo!

Bueno, no lo decía, pero lo pensaba.

 

jueves, 12 de junio de 2025

ENTREGA 18

 

El cachalote

 

APARICIÓN DE UN CACHALOTE

 

Yo nací en el Atlántico norte una noche de tormenta, una noche invernal de rayos y truenos, de vientos a ciento setenta kilómetros por hora y olas de quince metros; olas en la superficie, se entiende. Debajo del agua, unos cincuenta metros por debajo de ella, las tormentas casi no se advierten, pero, según me han contado, aquella noche los rayos fueron tales que incluso allí se adivinaban los fogonazos. Los bancos de peces huían espantados y los cefalópodos se habían sumergido hasta donde a cada uno le permitía la presión hidrostática, ¡noche de orcas y tiburones…! El parto, al menos, fue un parto normal.

Yo, cuando nací, era un precioso y estilizado bebé de catodonte de marcado aspecto fusiforme, casi cinco metros de longitud y una vertical mancha blanca en la frente que había de conservar toda mi vida. Estas manchas no son habituales, y menos aún los cachalotes albinos por entero ―tanto es así que alguno de ellos ha pasado a la historia; piénsese en aquel al que los humanos llamaron Mocha Dick―, pero a mi me tocó, y como suelen ser signo de buena suerte, podríamos decir que la dilatada peripecia de mi vida empezó de la mejor manera. Además vine de cola, lo que evita complicaciones a la madre y al bebé, y al salir del claustro materno lo primero que hice fue subir a la superficie a respirar, claro, porque si no me hubiera ahogado. Subí con ella a aquella espaciosa superficie azotada por vientos que venían casi directamente del polo magnético y no hubo ningún problema, máxime que, en semejantes ocasiones, toda la manada ayuda, y no se crea que sólo las hembras, no. En las manadas de cachalotes, al revés de lo que sucede en muchas otras sociedades, ayuda todo el mundo.

El procedimiento, al principio, no es complicado, pues basta con aprender a mamar dentro del agua, pero esto, con ser fácil, tiene su aquel. Para ello, las diversas madres, que debido al acontecimiento suelen estar sumamente revolucionadas, te ayudan, te empujan y te sostienen para que alcances el pezón, pero como lo que tu madre hace es soltarte un descomunal chorro que te llega hasta la garganta (y digo descomunal porque cuando acabas de nacer eres muy pequeño), tú sólo tienes que abrir la boca y aspirar. Tragas algo de agua, no vas a tragar, pero también gran cantidad de grasa de la buena. El resto de las hembras, que nadan por allí observando el proceso, ya digo, hacen toda clase de comentarios de aprobación entre ellas y dan consejos a la madre.

―Doña Tal, más a la derecha.

―No, ahora no, espere un poco…

―¡Ahora, ahora!

Y tú, claro, venga a tragar…


lunes, 9 de junio de 2025

ENTREGA 17


La negra


 

LA NEGRA SALE A LA LUZ

 

Yo, quien con el tiempo llegaría a ser conocida como la negra, nací en mitad de un terremoto en una isla caribeña que era vecina de Borinquen… Bueno, no, en realidad era vecina de Borinquén, pero es que los nombres se pervierten; es una de las Antillas y está cerca de las islas Vírgenes, que también tienen un nombre muy bonito. Mi isla era una isla grande y montañosa, pero mientras fui pequeña no fue ninguna isla porque nosotros vivíamos recluidos en la manigua, en el interior, y nunca vi el mar. Aquel conglomerado de antiguas y derruidas naves de ladrillo y árboles gigantescos fue mi universo. Era un sitio en donde había poca comida, comida había la justa, y menos bienestar, uno de esos sitios en los que los seres humanos vegetan y sólo aparece en televisión, sólo se habla de él, cuando hay alguna catástrofe, y allí las suele haber: yo, de pequeña, vi varios huracanes en directo. Cada vez que llegaba uno había que rehacer el bohío, así que fue después de los huracanes que aprendí a hacer casas. También me hubiera gustado aprender a volar, pero a eso no me atreví nunca.

Cuando hay un terremoto, y no lo digo por el de mi nacimiento, lo digo por todos, el suelo se mueve como una de esas pistas de baile a las que mis amigas y yo íbamos en Maracaibo, los árboles se caen y el ruido es ensordecedor. Cuando mi madre me iba a tener, o sea, que iba a parirme, estaban en casa, una casa con el tejado de palmas, varias vecinas. Allí era costumbre que todo el barrio colaborara en dichas tareas, pues como fácilmente se puede comprender, no había mucho en qué divertirse. Los hombres tenían la cantina, pero las mujeres sólo el baile en noches de luna, aparte de la televisión, y aquello no dejaba de ser un acontecimiento, que un parto siempre es un parto. Habían traído gran cantidad de paños, aguas de colonia, palanganas y todas esas cosas, era la costumbre, y estaban allí esperando y hablando de lo de las contracciones y la dilatación, porque en el mundo en que nací existía la figura de la dilatadora. La dilatadora era una gorda que estaba sentada y no paraba de fumar. Sus principales funciones consistían en mirar, dar órdenes, toser y remangarse las faldas. Las dilatadoras siempre han sido muy dadas al teatro, a la tramoya, y suelen llevar unas faldas aparatosas y de mucho colorín para que nadie se olvide de que existen. La medicina cotidiana, por aquellos contornos y como se ve, era parecida a la que se practicaba en nuestra madre África mil o diez mil años antes. La llegada del siglo XXI, en nuestro mundo apenas se notó. En su momento se anunció con profusión, sí, y se hicieron muchas fiestas, pero, como de costumbre, a los de siempre no nos tocó nada. El champán y otras delicadezas se quedaron en donde solían quedarse tales manjares, los estómagos de todos sabemos quiénes, aunque nos dejaron verlo por la televisión.

Cuando la dilatación estuvo concluida y comenzaron las contracciones ―o a lo mejor es al revés; yo no lo sé porque nunca me han interesado estos asuntos de la ginecología más que de una manera colateral―, pues cuando parecía que el negocio iba a llevarse a efecto, es decir, que iba a nacer, empezó el terremoto. Los terremotos, aún antes de que se caiga nada, se conocen por el ruido. Suena un ruido lejano, muy fuerte, muy raro, sobre todo para quien nunca ha asistido a uno…, y como allí todo el mundo sabía lo que iba a suceder, las asistentes salieron corriendo. Mi padre ni siquiera estaba, estaba de rumba, dado que lo que cuento acaeció en fin de semana.

Ella, mi madre, por lo visto se puso a gritar, seguro que era que le dolía, porque de lo del terremoto lo más probable es que ni se enterara. Mis hermanitos, que eran todos seguidos y muy pequeños, empezaron a llorar en un rincón, aunque supongo que sería a vociferar, no sabrían qué hacer ni qué sucedía y lloraban, y entonces se cayó un árbol encima de la casa. Era un cocotero, de los que había varios, y uno se cayó, se desraizó y cayó encima, aplastó todas las palmas, las tiró dentro de la habitación y se quedó asomando por allá arriba, por el techo. Mi madre seguía gritando, y yo…, yo creo que ya estaba saliendo. Luego se desprendió un trozo de pared y le fue a caer a ella encima, a mí ni me tocó, y mis hermanitos echaron a correr. A mi madre le hizo una herida en un hombro y comenzó a sangrar, pero así y todo me cogió y me envolvió en uno de aquellos paños. No sé si haría algo más, aunque seguramente me dio un beso. Luego se debió de caer al suelo otra vez, porque cuando el terremoto amainó ―sólo fue un terremoto moderado, casi no duró nada― y volvieron las vecinas, me encontraron envuelta en algo encima del camastro, llena de sangre y con el cordón colgando. Mi madre estaba hecha polvo, sangraba por todas partes, sobre todo entre las piernas, así que no sé si fui yo quien la mató o fue el terremoto. Las vecinas se fueron al teléfono y llamaron a una ambulancia, de las que no había muchas, aunque alguna sí ―médico no, claro, al menos por las cercanías―, pero el terremoto había destrozado la carretera, había tirado piedras y árboles y no se podía pasar, por lo que la ambulancia no llegó nunca. A mi madre la llevaron a otra casa, y a mis hermanitos también. A mí me cuidaron entre todas, a las dos horas ya estaba vestifa y lavada, pero mi madre se murió aquella misma noche, perdió tanta sangre que se murió, se murió al amanecer. Las vecinas estuvieron con ella todo el tiempo, intentaron todos los métodos, pero mi madre se murió.

Al día siguiente volvió mi padre a casa y se encontró el desaguisado. Por lo visto lloró mucho, pero aquello ya no tenía remedio, nos habíamos quedado huérfanos. Mi padre era joven, y mi madre también debía de serlo cuando le llegó la hora, y nosotros…, nosotros éramos cuatro, todos muy pequeños, porque el mayor tenía seis años.

Yo, como es lógico, de todo esto no recuerdo nada, pero mi hermano el mayor, que era más negro todavía que yo, fue quien me lo contó. Mi hermano se llamaba Jonás. Entre algunos negros está muy extendida la costumbre de usar nombres bíblicos, pero de mayor se lo cambió y se llamaba Charles Ortiz, aunque lo de Ortiz no sé de dónde lo sacaría. A mí me pusieron Dominga, porque el día del terremoto era domingo.


ENTREGA 23

  A los cinco años tuve una amiga de mi edad que se llamaba María de la O. Yo la llamaba O y ella me llamaba negra , seguramente porque...