A los cinco años tuve una amiga de mi edad que se llamaba María de la O. Yo la llamaba O y ella me llamaba negra, seguramente porque sólo era mulata. Oye, negra; así decía.
―Oye, negra…
O y yo estábamos bajo una palmera, pero no por la parte de fuera sino por la de dentro, porque algunas palmeras tienen las raíces asomando entre la tierra, lo que sirve para hacer unas casas fantásticas. O y yo, en nuestra casa terrera, teníamos habitaciones.
―Qué.
―Desde aquí hasta allá es mi chamba.
―¿Tu chamba?
―Sí, y desde aquí hasta ahí, hasta la puerta, la tuya.
―¿Y si llueve?
―Pues si llueve… te dejo entrar en la mía.
―Bueno.
Nosotras amueblábamos aquello con materiales de derribo.
―Aquí ponemos la cocina. Hacemos un agujero en el suelo…
―¿Un agujero? ¿Y para qué sirve un agujero?
María de la O me miró incrédula.
―Pues es donde se pone el fuego.
―¡Ah!, bueno.
O, mi amiga, tenía ciertos conocimientos que a mí nunca se me habían ocurrido.
―El fuego de los monos…
―¿De qué monos?
―Pues de los monos. ¿Tú no sabes que los monos inventaron el fuego?
A mí aquello me sonó raro.
―¿Sí? ¿Quién te lo ha dicho?
O entornó los ojos, pero siguió con sus tareas domésticas.
―Me lo ha contado el taita, mi abuelo, el que es negro, como tú, que es viejo y sabe muchas cosas…
―¿De África?
María de la O, mi amiga antillana, se quedó por un momento perdida.
―Bueno, sí. De África también.
En la vecindad, en mi aldea, mientras fui pequeña, al menos durante los primeros años que me fueron dados vivir, hubo una escuela gestionada por la gente extranjera de que hablé. En ella tuve mis primeros contactos con los lápices de colores, objetos mágicos de los que hay enorme diversidad, puesto que los hay duros y blandos, comestibles e indigestos, cortos y largos, gordos y finos, y eso sin hablar de los colores propiamente dichos. Nuestro maestro me debió de ver tal afición por ellos que un día me regaló una caja llena y me dijo, cuando te aburras te los puedes comer, y era verdad, al final me los comí casi todos, aunque les di algunos a Cati y a Liria y a un perrín huérfano que estuvo una temporada viviendo debajo de casa, entre los pilotes del suelo. Allí, entre los pilotes del suelo, también tenía yo una casa, una casa con inquilino.
―Yo me voy a la escuela pero tú pórtate bien, ¿eh?, que luego vuelvo y te busco algo para comer. ¿Quieres fruta? Es que aquí no hay nada más…
El perrín, que sólo estuvo una temporada, además de sato era canela y flaco; seguramente sólo era un cachorro. Movía el rabo desenfrenadamente, y yo le debía de gustar mucho porque cuando nos dormíamos, en una cama que era una tabla cubierta con una tela vieja y mugrienta, se arrimaba a mí, ronroneaba como un gato, y luego, cuando de verdad se quedaba dormido, soñaba y lloraba como un niño. El perrín se pasaba la vida de excursión por el bosque cercano, pero en cuanto yo volvía aparecía ladrando como loco, dando saltos y moviendo el rabo como sólo los perros saben hacer.
Nuestro maestro, el de los lápices de colores, el primero que yo tuve, era un extraño ser al que nunca olvidaré. Era blanco y altísimo, más que mi padre, nuestro padre, y el pelo, que lo tenía rubio, le llegaba casi hasta la cintura. Al principio, los primeros días, se comportó moderadamente, pero luego, cuando comprobó que aquella caterva de seres de todos los colores y edades ―que éramos nosotros― era de confianza, nos daba las enseñanzas cantando, para lo que se acompañaba con una guitarra, aunque también tenía otras habilidades. Él fue el primero al que oí hablar de los cuerpos celestes, de los dioses del cielo, el Sol, la Luna y las estrellas, y las múltiples enseñanzas que de su existencia se derivan. Construyó un reloj de sol con unas maderas y lo clavó en el gran árbol que hacía las veces de techumbre de la escuela, un árbol gigantesco en cuyas ramas anidaban los tucanes y los loros colorados, pájaros que aprendían y repetían cuanto se decía en aquella selvática asamblea. A veces silbaban y a veces parloteaban, y a veces organizaban tal estrépito que el maestro sacaba un fusil y disparaba dos tiros al aire, acontecimiento que devolvía de inmediato el silencio a nuestro bosque. El maestro, y esto sí que lo he pensado a veces, del mar no nos habló nunca, pero supongo que ello se debió a que él no era experto en tal tema ―puesto que nadie puede saberlo todo―, y a que nosotros vivíamos en una isla y se suponía que estábamos enterados de ello, por más que yo aún no tuviera ni idea de su existencia.
Algunos días nos llevó a casa, a Liria y a mí, cogidas de la mano, una de cada una. Por el camino, con grandes voces y ademanes grandilocuentes muy adecuados a su aspecto general, nos iba explicando los nombres de todos los árboles, de todas las plantas, de todas las flores y de todos los animales, aunque lo que más le gustaba eran las flores. Como el vivía al lado del barracón que usábamos para las clases, una tarde nos llevó a un montón de niños a su casa y nos enseñó una colección de esta clase de seres ―porque las flores también son seres― que tenía pegadas a miles de hojas de papel; en los papeles había escrito sus nombres, pero yo entonces no sabía leer. Además, vació la nevera y nos dio de merendar a todos.