La negra
LA NEGRA SALE A LA LUZ
Yo, quien con el tiempo llegaría a ser conocida como la negra, nací en mitad de un terremoto en una isla caribeña que era vecina de Borinquen… Bueno, no, en realidad era vecina de Borinquén, pero es que los nombres se pervierten; es una de las Antillas y está cerca de las islas Vírgenes, que también tienen un nombre muy bonito. Mi isla era una isla grande y montañosa, pero mientras fui pequeña no fue ninguna isla porque nosotros vivíamos recluidos en la manigua, en el interior, y nunca vi el mar. Aquel conglomerado de antiguas y derruidas naves de ladrillo y árboles gigantescos fue mi universo. Era un sitio en donde había poca comida, comida había la justa, y menos bienestar, uno de esos sitios en los que los seres humanos vegetan y sólo aparece en televisión, sólo se habla de él, cuando hay alguna catástrofe, y allí las suele haber: yo, de pequeña, vi varios huracanes en directo. Cada vez que llegaba uno había que rehacer el bohío, así que fue después de los huracanes que aprendí a hacer casas. También me hubiera gustado aprender a volar, pero a eso no me atreví nunca.
Cuando hay un terremoto, y no lo digo por el de mi nacimiento, lo digo por todos, el suelo se mueve como una de esas pistas de baile a las que mis amigas y yo íbamos en Maracaibo, los árboles se caen y el ruido es ensordecedor. Cuando mi madre me iba a tener, o sea, que iba a parirme, estaban en casa, una casa con el tejado de palmas, varias vecinas. Allí era costumbre que todo el barrio colaborara en dichas tareas, pues como fácilmente se puede comprender, no había mucho en qué divertirse. Los hombres tenían la cantina, pero las mujeres sólo el baile en noches de luna, aparte de la televisión, y aquello no dejaba de ser un acontecimiento, que un parto siempre es un parto. Habían traído gran cantidad de paños, aguas de colonia, palanganas y todas esas cosas, era la costumbre, y estaban allí esperando y hablando de lo de las contracciones y la dilatación, porque en el mundo en que nací existía la figura de la dilatadora. La dilatadora era una gorda que estaba sentada y no paraba de fumar. Sus principales funciones consistían en mirar, dar órdenes, toser y remangarse las faldas. Las dilatadoras siempre han sido muy dadas al teatro, a la tramoya, y suelen llevar unas faldas aparatosas y de mucho colorín para que nadie se olvide de que existen. La medicina cotidiana, por aquellos contornos y como se ve, era parecida a la que se practicaba en nuestra madre África mil o diez mil años antes. La llegada del siglo XXI, en nuestro mundo apenas se notó. En su momento se anunció con profusión, sí, y se hicieron muchas fiestas, pero, como de costumbre, a los de siempre no nos tocó nada. El champán y otras delicadezas se quedaron en donde solían quedarse tales manjares, los estómagos de todos sabemos quiénes, aunque nos dejaron verlo por la televisión.
Cuando la dilatación estuvo concluida y comenzaron las contracciones ―o a lo mejor es al revés; yo no lo sé porque nunca me han interesado estos asuntos de la ginecología más que de una manera colateral―, pues cuando parecía que el negocio iba a llevarse a efecto, es decir, que iba a nacer, empezó el terremoto. Los terremotos, aún antes de que se caiga nada, se conocen por el ruido. Suena un ruido lejano, muy fuerte, muy raro, sobre todo para quien nunca ha asistido a uno…, y como allí todo el mundo sabía lo que iba a suceder, las asistentes salieron corriendo. Mi padre ni siquiera estaba, estaba de rumba, dado que lo que cuento acaeció en fin de semana.
Ella, mi madre, por lo visto se puso a gritar, seguro que era que le dolía, porque de lo del terremoto lo más probable es que ni se enterara. Mis hermanitos, que eran todos seguidos y muy pequeños, empezaron a llorar en un rincón, aunque supongo que sería a vociferar, no sabrían qué hacer ni qué sucedía y lloraban, y entonces se cayó un árbol encima de la casa. Era un cocotero, de los que había varios, y uno se cayó, se desraizó y cayó encima, aplastó todas las palmas, las tiró dentro de la habitación y se quedó asomando por allá arriba, por el techo. Mi madre seguía gritando, y yo…, yo creo que ya estaba saliendo. Luego se desprendió un trozo de pared y le fue a caer a ella encima, a mí ni me tocó, y mis hermanitos echaron a correr. A mi madre le hizo una herida en un hombro y comenzó a sangrar, pero así y todo me cogió y me envolvió en uno de aquellos paños. No sé si haría algo más, aunque seguramente me dio un beso. Luego se debió de caer al suelo otra vez, porque cuando el terremoto amainó ―sólo fue un terremoto moderado, casi no duró nada― y volvieron las vecinas, me encontraron envuelta en algo encima del camastro, llena de sangre y con el cordón colgando. Mi madre estaba hecha polvo, sangraba por todas partes, sobre todo entre las piernas, así que no sé si fui yo quien la mató o fue el terremoto. Las vecinas se fueron al teléfono y llamaron a una ambulancia, de las que no había muchas, aunque alguna sí ―médico no, claro, al menos por las cercanías―, pero el terremoto había destrozado la carretera, había tirado piedras y árboles y no se podía pasar, por lo que la ambulancia no llegó nunca. A mi madre la llevaron a otra casa, y a mis hermanitos también. A mí me cuidaron entre todas, a las dos horas ya estaba vestifa y lavada, pero mi madre se murió aquella misma noche, perdió tanta sangre que se murió, se murió al amanecer. Las vecinas estuvieron con ella todo el tiempo, intentaron todos los métodos, pero mi madre se murió.
Al día siguiente volvió mi padre a casa y se encontró el desaguisado. Por lo visto lloró mucho, pero aquello ya no tenía remedio, nos habíamos quedado huérfanos. Mi padre era joven, y mi madre también debía de serlo cuando le llegó la hora, y nosotros…, nosotros éramos cuatro, todos muy pequeños, porque el mayor tenía seis años.
Yo, como es lógico, de todo esto no recuerdo nada, pero mi hermano el mayor, que era más negro todavía que yo, fue quien me lo contó. Mi hermano se llamaba Jonás. Entre algunos negros está muy extendida la costumbre de usar nombres bíblicos, pero de mayor se lo cambió y se llamaba Charles Ortiz, aunque lo de Ortiz no sé de dónde lo sacaría. A mí me pusieron Dominga, porque el día del terremoto era domingo.