Aquel año, el primero en que yo asistí a tal institución, la escuela, lo pasé muy bien, pero luego, al año siguiente, cuando se acabó el invernazo, él no volvió y en su lugar nos pusieron a alguien de lo más vulgar, o eso me pareció. Era una negra, una negra como Liria, como yo o como tantas otras que había por allí, sólo que mondonguera, una negra tirando a gorda ―lo que era raro, porque por allí no había muchas― que vino de tierras lejanas, de más allá del mar, a lo mejor de África, aunque no creo, y que no hablaba de los seres que pueblan el universo sino de lo mal que nos comportábamos; siempre protestaba, y su frase preferida era, cierre la puerta. Yo creo que aquella negra no era muy negra porque siempre tenía frío, así que pensé que a lo mejor se había pintado. Yo le miraba debajo del pelo porque me había enterado de que hay blancos que se pintan de negro, pero nunca descubrí nada. Cuando se acababa la jornada decía, buenas tardes, niños, hasta mañana, y se levantaba y se quedaba en pie como enseriada hasta que todos habíamos salido. Lo que hacía luego no lo puedo decir porque no lo sé, pero lo que sí sé es que de repente dejó de gustarme ir a la escuela y siempre que podía no entraba, me quedaba fuera esperando a que salieran las otras niñas, me quedaba muchísimo rato, tanto que a veces me dormía, y a la maestra no le importaba.
Una noche, un poco antes de acabar aquel ciclo estacional, por motivos sobre los que no tengo ni idea alguien entró en su habitación, en la de la maestra, y primero le hizo eso que suelen hacer algunos hombres incapaces, ustedes ya me entienden, y luego le segó el cuello con un machete de los que se usan para cortar la caña, uno de esos gigantescos cuchillos curvados; eso nos contó Jonás, que se había enterado en el pueblo, pero yo, que era muy pequeña, me imagino que no lo entendería. Como el cuchillo se quedó allí, al lado de la maestra, los guardias, los policías y los hombres malos, dieron muchas vueltas, a veces con él en la mano, y se hartaron de preguntar a todo el mundo, pero yo creo que no consiguieron nada y que aquel suceso nunca se aclaró. Virgilio ―o quizá era Horacio, no me acuerdo―, el tonto del pueblo, un náufrago de la civilización, un blanco billetero que era medio yegua y vivía en la selva de la caridad del cielo, alguien que no tenía a nadie y a quien tiraban piedras los hombres de su misma raza, fue el chivo expiatorio del asunto. Dijeron que se inculpó, y yo creo ―lo creo ahora, cuando soy mayor― que si lo hizo fue porque seguramente prefería estar en la cárcel que en la jungla, aunque vaya usted a saber lo que sucedió en realidad ya que los niños no entendemos de estas cosas, pero el caso fue que se lo llevaron y nunca volvimos a verlo.
De resultas de aquello la escuela se cerró y al año siguiente tuvimos que ir a la que había en el pueblo próximo, al otro lado de la quebrada. Como íbamos todos juntos, andando por la mañana temprano, volvíamos al mediodía, casi siempre cantando, y nuestros maestros no eran todo lo antipáticos que yo creí que iban a ser, pude seguir mi instrucción sin mayores impedimentos. Además, allí casi siempre estábamos bajo techado, no en mitad del bosque como en la escuela anterior, y a mí aquello me pareció muy importante, muy serio, por más que ahora piense lo contrario.
Una tarde en que volvíamos de la escuela, que íbamos sólo Jonás y yo, llevábamos el burro cargado y mal estibado por las prisas. Llevábamos fruta, porque los viajes a la escuela a veces se aprovechaban para traer mercancías al almacén del poblado, nuestro poblado, puesto que allí casi todos los viajes se aprovechaban para hacer lo que hubiera que hacer, y el burro se negó a caminar por aquel sendero estrecho, una de esas veredas cortadas a pico sobre el barranco. Tenía miedo a desriscarse porque casi toda la fruta la llevaba a un lado, y no quiso ni entrar en el camino; se plantó y se puso a dar coces. Jonás intentó que anduviera tirando de él, pero como no lo consiguió, lo que hizo fue ponerle bien la carga, se la cambió de sitio, y luego, al ir a colocarle los arreos, le mordió en la mano. El mordisco sonó duro, sonó bestia, yo lo oí y no pude por menos de pegar un respingo; le rompió los huesos y le dejó la mano destrozada, sangrando por entero. Era un burro grande, medio salvaje y con el pelo muy largo, debía de ser un garañón, y además ya era tarde, íbamos tarde, se estaba haciendo de noche y comenzó a soplar un viento frío, así que no nos quedó más remedio que volver al pueblo como pudimos. Ya faltaba poco, pero en la selva no es conveniente dejar que se te eche la noche encima, caminito del indio que junta el valle con las estrellas… En la selva habitan muchos animales de intereses encontrados, y cuando la oscuridad hace su aparición, y en el trópico los crepúsculos son muy cortos, es mejor que no te coja en descubierto. Jonás se montó encima porque casi no podía andar, y yo fui detrás, dándole palos con una vara, y él tirando coces, pero como Jonás lo sujetó por las bridas con mano de hierro ―la que le quedaba libre, porque la otra la llevaba colgando―, no me dio ni una vez, aunque alguna me pasó cerca; si me llega a dar me tumba o algo peor, no sé qué hubiera sucedido. Lo que más nos costó fue cruzar la quebrada, pero al final lo conseguimos. Llegamos a casa y nuestro padre y Liria curaron a Jonás, le lavaron con agua del pozo, le pusieron una tela limpia y él se durmió mientras los demás le mirábamos muy asustados. Luego el burro desapareció, nuestro padre se lo vendió a alguien del pueblo, y Jonás estuvo durante largo tiempo con el brazo en cabestrillo. Ya ven ustedes que la vida, a veces, no era todo lo fácil que cuento.