jueves, 21 de agosto de 2025

ENTREGA 38

 

 

HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA

 

Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―y mi tía, por tanto― está muy interesada en educarnos, pues con el fin de evitar accidentes, en las manadas de cachalotes se llevan rígidamente los asuntos que conciernen a la primera enseñanza. Los individuos jóvenes (de menos de diez años) tenemos que hacer un aprendizaje, gimnasia y otras materias afines, desde pequeñitos, prácticamente desde que salimos del seno materno al agua salada, porque nuestra vida no es tan fácil como se cuenta. Debido a nuestro peso y enorme tamaño corre por ahí una leyenda que habla de la supuesta invulnerabilidad de mi especie, pero esto, con ser casi cierto, no lo es del todo. El Architeuthis princeps, por ejemplo, cefalópodo de considerable tamaño, es capaz de arrastrarnos a las profundidades. Semejante bicharraco, aunque resulta un manjar delicioso ―como todos los cefalópodos―, puede llegar a ser peligroso si se da la circunstancia de que se junten varios y colaboren en llevarte al fondo e impedirte salir a respirar. Estos bichos, que como dije constituyen una magnífica presa, son muy astutos y tienen un marcado carácter gregario, es decir, que actúan en comandita, llegando el caso de formar verdaderos ejércitos, en ocasión de los cuales encuentros lo mejor es salir resoplando hacia donde puedas. Después de todo podemos desplazarnos más rápido que ellos, y los architeuthis, que son seres de las profundidades, no se atreven, ni con mucho, a subir a la superficie.

Nosotros, mi primo y yo, con seis años, salimos de excursión, y ya pueden ustedes imaginar lo que es eso. Ver una luz cualquiera y dar media vuelta es todo uno; una cosa es nadar, o bucear, y otra encontrarse de frente con uno de los innumerables y fosforescentes monstruos marinos que pueblan el océano. Aquella tarde estábamos cerca de la superficie, porque este es el terreno más favorable y el único en el que el alto mando deja desenvolverse a individuos en edades tan tiernas, de forma que nos dedicábamos a saltar; a aprender a saltar, debería decir. Los saltos de los cachalotes, los saltos que damos fuera del agua, parecidos a los de los delfines ―pero, claro está, a otra escala―, obedecen a un sinnúmero de motivos y tienen gran cantidad de significados, por lo que es preciso dominarlos. De un cachalote que no salta lo más aproximado que podría decirse es que está enfermo.

Mi primo y yo, que aunque pequeños, teníamos un tamaño respetable, pasamos aquella tarde subiendo y bajando, saliendo del agua y volviéndonos a sumergir, mientras por las inmediaciones un trío de hembras en edades afines se ejercitaba en acrobacias parecidas. Aquello era una exhibición en toda regla. Mira, mira como salto, nos decían, y nosotros les contestábamos de igual manera o incluso más crecidos, eso no es nada, fijaos en esto, arriba, abajo, etc., y si vamos a decir la verdad ―hay que reconocerlo, pese a que más de uno esté en desacuerdo― diremos que las cachalotas saltan mejor, sobre todo cuando son jóvenes; quizá no salten tanto como los machos, pero lo hacen de manera mucho más armoniosa.

Al cabo de un rato ya estábamos los cinco retozando juntos en el fondo, en las praderas marinas (¿qué se esperaban ustedes?), practicando eso de ven para acá, persígueme, y muchos otros de los jugueteos propios de las edades tempranas. La manada, unos respirando y otros cazando, permanecía por allí arriba o por allá abajo, al otro lado del talud de la plataforma, y ya estaba empezando a caer la tarde y, por lo tanto, llegando la hora de recogerse, cuando sucedió algo a lo que en rigor debería llamar mi primera aventura, la primera aventura de mi vida juvenil: Hércules en la encrucijada.

Estábamos en una zona cercana a una costa con poco fondo, el fondo mínimo para ejecutar aquella clase de juegos, cuando, en una de las inmersiones, que no eran sino desenfrenadas persecuciones, me encontré de manos a boca no con quien yo pensaba, una cachalota de mi edad, no, eso es lo que yo creía, pero no. Bordeé un peñasco submarino, un peñasco de bordes pulidos y tapizado de anémonas, y algo me rozó la espalda, algo de suave tacto. Me volví, y de la impresión subsiguiente el corazón por un instante se me detuvo; sólo fue un instante, pero bastó. Ante mí se balanceaba uno de esos Octopus vulgaris de enorme cabeza, mirada penetrante y tentáculos plagados de ventosas, un bicho de unos diez metros de longitud, sobre poco más o menos. Cierto que yo medía algo más, y pesaba quizá el triple, pero yo era un bebé comparado con aquel monstruo que, aparentemente y a juzgar por su gesto, tenía más horas de navegación que Tom el de Nueva Zelanda. Los pulpos, además, tienen una mirada hipnótica, una mirada que no te dice nada acerca de las intenciones de su dueño, o mejor dicho, que te lo dice todo. Parece que ni ve, y antes de que puedas darte cuenta te ha prendido con sus tentáculos, se te ha subido encima, te ha enganchado inapelablemente y está royendo con su córnea boca lo primero que encuentra, y lo primero que suelen encontrar es, por lo general, el espiráculo. Estos bichos son de reacciones imprevisibles y nada tontos, más para un novato como yo era, y como debe de pesar un par de quintales, remontar vuelo hacia la superficie con él a cuestas suele ser difícil, en ocasiones imposible.

Qué hacía un bicho de tal tamaño en aquellas aguas poco profundas, y por qué se fijó precisamente en mí, eso no me lo pregunten, no tengo ni idea ni lo sabré nunca, pero del aletazo caudal que pegué sí que me acuerdo, pues debió de ser uno de los mayores esfuerzos que he hecho en mi vida. Salí disparado hacia lo alto, pero aunque estábamos en aguas poco profundas, estas no lo eran tanto como me hubiera gustado, porque lo que sí era seguro era que el pulpo no me iba a seguir hasta arriba, eso sí que hubiera sido contra natura. Los pulpos son enormemente recelosos y no suelen apartarse en demasía de sus refugios, refugios que, a veces, cuando no encuentran el lugar adecuado, una cueva o un montón de rocas en donde quepan con comodidad, construyen ellos mismos amontonando con sus brazos piedras y cieno del fondo, lo que, aunque pueda parecer raro, es la pura verdad, lo he visto más de una vez; buenos son los pulpos.

Aquel, sin embargo, debía de estar muy hambriento, o a lo mejor era viejo o estaba enfermo, quién puede saberlo, porque no es propio de estos suspicaces seres meterse de cabeza en la boca del tiburón y atacar a lo primero que encuentren. Un cachalote joven nunca está solo, y esto debía saberlo el pulpo de sobra, así que, ¿por qué hizo aquello? Yo no lo sé, pero el caso fue que, sin darme tiempo a pensar más, se movió fulgurantemente, se me subió encima, me atenazó como pudo y me puso unos cuantos brazos por encima de los ojos. Lo que yo veía, en medio de mi confusión, era un montón de barras, ¿podría decir que metálicas?, que me cerraban el paso…

ENTREGA 38

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