lunes, 7 de julio de 2025

ENTREGA 25

 

 

LA TRAGICOMEDIA DE LA VIDA

 

Aquel año, cuando yo tenía doce, se casó Claudia, y si yo tenía doce, Claudia tendría veintitrés. Se casó con Pedro, claro está, que llevaba dos años casi viviendo en casa, porque Claudia era una persona muy coherente y no se hubiera casado con ningún otro, y de la época de la boda, la única que hubo en la familia, aún recuerdo detalles.

La abuela Tente estaba muy orgullosa. Para ella parecía ser muy importante aquella ceremonia y a todos nos dijo,

―En el país de los malabares hay una maravillosa costumbre: la novia es llevada en volandas por un dios gigantesco. Es un dios negro, claro está, porque en el país de los malabares se aprecia tanto a los negros que los diablos son blancos y los dioses negros.

… y también habría que tener en cuenta que Claudia era la mayor de sus cinco nietos. La verdad es que los tíos no habían tenido muchos hijos, no se podía decir que fueran muy prolíficos.

Pero antes había que hacer una fiesta, fue idea de la jefa.

―¿Una boda…? No, las bodas suelen ser muy aburridas. Lo que tenemos que hacer es una fiesta en el campo, una fiesta con baile y todo el mundo disfrazado…

… y en cuanto la especie comenzó a correr entre la familia, a todos les pareció de perlas.

Fue Claudia quien, al principio, no quería, aunque cuando pasaron unos días intervino la abuela. Fue ella la que dijo,

―La haremos. Es una buena ocasión para hacer una fiesta de verdad, niña mía, y a mí ya me quedan pocas oportunidades para ir a fiestas como Dios manda.

… así que entre la abuela, Claudia y el tío Aldy, organizaron un festejo monumental; se pusieron de acuerdo rápido, sólo con mirarse a los ojos, y no crean que el programa fue el habitual en un acto de estos.

En aquella fiesta nocturna cenamos corzo con salsa cumberland, tarta de chocolate y peras y helado de tiramisú; el chocolate negro era una de las pasiones que compartía toda la familia y no se podía soslayar. El tío Aldy y la abuela eran unos maestros y allí sólo cocinaron ellos, no dejaron a nadie tocar nada, la abuela desde su silla, aunque, eso sí, con varias ayudantas para fregar y picar; estuvieron dos días enteros metidos en la cocina e hicieron una cena pantagruélica. El corzo que prepararon no eran trozos de carne como esos que se ven por ahí, no. Era caldo dorado de corzo, para empezar; luego, un estofado etéreo y gaseoso, como si lo hubieran servido con un sifón; a continuación rodajas de una cosa rojiza, más hacia el centro, y a modo de remate la silla esparrillada, que era lo que llevaba la salsa cumberland. ¿No he dicho que yo pertenecía a una familia de artistas? Bueno, pues lo digo ahora.

Y además fuimos todos disfrazados, esa fue una condición ineludible, así lo quisimos, la abuela, Claudia, el tío Aldy, incluso la jefa. El que no se disfrace no entra, ni cena ni baila, que fue lo que le dijeron a Pedro para que lo transmitiera a la familia y amigos, a los allegados, y no falló nadie, en la vida he visto gente tan rara.

Claudia se disfrazó de hada, con gorro de punta, vestido transparente y varita mágica electrificada, o por lo menos estuvo toda la noche dando calambres en el culo a quien se le puso delante, en especial a sus futuros suegros, y el Cacho, que no se esmeró tanto, se limitó a ponerse el uniforme de su equipo de baloncesto. Se esmeró poco pero le quedaba bien, y como llevaba balón, estuvo toda la noche botándolo y pasándoselo entre las piernas, ante el asombro de las primas y unos sobrinos de Pedro que nunca habían visto a nadie hacer aquello.

La abuela se trastocó en Beethoven, con levita negra, tupé y una careta de goma que se quitó en seguida, pero cuando tocaba el piano ―y tocó a Bach, antes de la cena tocó algunos de sus Preludios e Invenciones―, vista de espaldas parecía Beethoven de mayor, y eso que Beethoven era bajo, y el tío Aldy (¿de qué se iba a disfrazar el tío Aldy?) de pirata con parche, pata de palo, muleta, pañuelo y guacamayo azul y rojo en el hombro.

El jefe alquiló un traje de jefe de estación, con gorra de cinta roja, y la jefa se vistió de chacha, con cofia y todo; la ropa era de verdad porque se la dejaron las muchachas de casa de la abuela, que eran las que solían ir más entonadas. Beatriz fue de albañil, de algo entre albañil y torero, que debía de ser su arquetipo, y Anita de colegiala. Además, había otros personajes, un terrorista (era el tío Juan), una rubia rizosa de la edad media que parecía Madame Butterfly, extraterrestres, un negro, médicos…

Un hada, uno que juega al baloncesto, Beethoven, un pirata, un jefe de estación, una criada, un albañil torero, una colegiala y un terrorista, así es mi familia.

La noche la pasamos allí, en un antiguo palacio desvencijado (transcurría la primavera), y al día siguiente tuvo lugar la ceremonia que es inherente a estos actos. Todos íbamos muy elegantes, la abuela, los jefes, todos, y no digamos ya Claudia. Claudia, aquella vez, se vistió de Blancanieves. Se puso un vestido blanco de vuelo y zapatos de tacón, y el pelo lleno de flores. A la boda no llevó a los enanitos, pero fue lo único que le faltó.

La abuela, en vez de enanitos, llevó a un gigante, el dios gigante de los malabares que nos había anunciado. La abuela, como andaba cada vez peor, fue en una silla de ruedas y contrató a un negro de dos metros, al que hizo vestirse de rey mago, para que la condujera; la abuela siempre fue muy dada al espectáculo. El negro era uno de los que entrenaban al baloncesto con el equipo del colegio.

Al final, como era uno de los testigos, tuve que firmar. Fue precisamente Claudia quien me había enseñado a escribir, así que dejé constancia de ello y anoté, Para Claudia, que me enseñó a escribir, Eduguá, como si fuese una dedicatoria en un libro. Yo no sé si aquello valdría, pero fue lo que hice.

 


ENTREGA 25

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