DIES IRÆ
En el país en que residíamos, que no importa cuál era, podría haber sido cualquiera, aconteció algo a lo que llamaban golpe de estado y de la noche a la mañana todo cambió. Seguramente allí, en el campo, en la selva, no se notó tanto como en las ciudades, pero de repente empezó a haber hombres malos en el camino, gente vestida de soldados con armas y muchos camiones por los lugares en donde nunca había habido nadie. Ni cuando se murió mi madre, ni cuando, luego, alguien mató a la maestra, se dieron tanta prisa por llegar e intervenir en nuestra vida diaria.
Nosotros, quiero decir, la gente de aquella localidad remota a la que yo pertenecía, nos enteramos por una televisión extranjera, nuestra única fuente de información, y porque en la que habitualmente veíamos, la de mi país, cesaron de pronto todos aquellos programas de lentejuelas y amoríos desenfrenados, que constituían el grueso de la programación, y fueron sustituidos por una foto, la imagen oficial de nuestro bienamado presidente, el justo entre los justos. Luego, el segundo día, esta imagen desapareció para dar paso a la de otro individuo, un mulato sin afeitar con gafas negras y distintivos de su orden que inspiraba poquísima confianza. Algunos, en el pueblo, dijeron que aquello a nosotros no nos afectaba, que estábamos demasiado lejos y éramos demasiado insignificantes para ser tenidos en cuenta, pero en eso se equivocaron.
Una noche, cuando estábamos durmiendo, el estruendo de muchos motores de explosión, anuncio de nuevos comportamientos, nos despertó a todos. Aquella noche no sucedió nada, aparte de que no dormimos más sino que estuvimos mirando por las ventanas, pero a la mañana siguiente, en la encrucijada, había un jeep con soldados que no nos dejaron pasar y nos hicieron volver a casa; como nosotros éramos tres niños que íbamos a la escuela, no nos hicieron nada, pero a mí no me gustaron ni su aspecto ni sus ademanes, y eso que era muy pequeña. Luego instauraron lo que se conoce como toque de queda, que yo no sabía lo que significaba aunque me enteré en seguida. No se podía salir de casa desde que anochecía hasta que amanecía, pero algunas personas debían de hacer caso omiso porque de vez en cuando se oían disparos, unas veces lejanos y otras más cercanos. Una vez se oyeron justo al lado de casa y nosotros nos tiramos al suelo. Debe de ser una reacción instintiva, porque yo no había visto hacerlo nunca y fue lo primero que se me ocurrió.
Antes nuestro padre, y Jonás algunos días después, fueron al pueblo a buscar comida porque teníamos poca, sólo teníamos fruta pero nada de arroz ni maíz, que era lo que más comíamos. Algo consiguieron, aunque no mucho, y durante todo el tiempo que duró la ocupación, que a lo mejor fueron días o a lo mejor semanas o incluso meses, yo eso no lo sé porque los recuerdos de la infancia son siempre muy confusos, comimos lo que pudimos. Comimos funche y muchas cosas raras que no habíamos probado nunca, frutas de la selva que Jonás, que era un volatinero avezado, disputaba a los animales de las cercanías, y también algunas de nuestras gallinas, que al principio, el primer día, nuestro padre escondió no se sabía dónde, amén de ciertos lagartos e iguanas ―incluidos basiliscos― que son de delicado sabor. Sin embargo, aparte de ello, podías comer lo que quisieras pues el suelo estaba lleno de objetos de todo tipo, vivos y no tan vivos, y si tenías hambre te podías tragar los que te diera la gana. A mí lo que más me gustaba eran las hormigas y las cagadas secas de las gallinas. Como tienen mucho calcio yo me las comía a puñados, aunque esto ya lo había hecho antes, e incluso sin golpe de estado.
Una de aquellas tardes, estando yo sola en casa porque Liria y Cati habían ido a coger agua al bosque, llegó un camión lleno de hombres armados que anduvieron un rato por allí dando voces y mirando a los árboles. No sé qué vieron que se pusieron a disparar, y a juzgar por lo que duró el tumulto debieron de vaciar los cargadores. Luego se fueron riendo, se montaron en el camión y desaparecieron entre la polvareda del camino. Cuando se fueron y se apagaron los ecos de la visita me eché a llorar, allí, en medio, sentada en el suelo, y no sé cuanto tiempo estuve en aquel trance. Después, como Liria y Cati no volvían, me entró mucho miedo, y a pesar de que Liria me había dicho que no saliera de casa, me fui a buscarlos, porque yo sabía de sobra en dónde estaban. Corriendo como si me persiguieran recorrí el espacio que me separaba del bosque y me interné en él por el camino que conocía desde que podía recordar. En llegar hasta el arroyo sólo se tardaban unos minutos, pero yo creo que los recorrí en segundos. Al llegar al lugar al que iba, jadeante, atemorizada, aquel claro entre árboles en donde había una poza profunda, misteriosa y frecuentada por animales, lo encontré desierto. ¡No había nadie! Miré a mi alrededor y grité, ¡Liria!, ¡Cati!, pero sólo el eco, el eco de la selva, que también existe, y de qué manera, me devolvió los gritos, ¡Liria…!, ¡Cati…! Yo volví a gritar, esta vez más flojo, con más cuidado y prestando atención a los posibles ruidos, y en aquel momento, justo en aquel momento, antes incluso de que el eco me respondiera, ¡trac…!, ¡trac trac trac!, nuevos disparos volvieron a oírse por allí cerca, por allí detrás, en la dirección que me había traído. Luego, uno de aquellos pesados automóviles transitó por la carretera…
Era tarde, muy tarde, el sol se acababa de ocultar y yo me sentía muy sola, pero a casa no quería volver, y menos después de los tiros que acababa de oír. Busqué un escondrijo entre los matorrales y estuve largo rato muy quieta, atenta a los posibles ruidos. Mientras la luz se iba el cielo se tiñó de los colores del crepúsculo y los animales nocturnos saludaron la llegada de la noche, pero no oí nada que me decidiera a salir del lugar en el que me había metido. Después, por mucho que presté oído, no oí más disparos ni voces que yo reconociera y me llamaran, y al cabo de un rato una gran luna blanca, una luna enorme, comenzó a levantarse más allá de la arboleda e iluminar todo cuanto me rodeaba…