lunes, 14 de julio de 2025

ENTREGA 27

 

Cuando salíamos de la habitación, el tío Aldy se encaró con Claudia y le dijo,

―Siempre que hagas una cosa así, mírate al espejo.

Claudia, que debía de encontrarse muy bien, no lo entendió.

―¿Por qué? ―preguntó―. ¿Te encuentras más guapa? ―y el tío Aldy se rió.

―No, mujer… Porque se te queda la nariz manchada y lo nota todo el mundo.

A partir de aquel momento Claudia se pasó la tarde mirándose en todos los espejos y sorbiendo sin parar.

El parque al que fuimos, el zoo, era enorme. Estaba en una selva de verdad, o por lo menos eso parecía ―aunque yo vi una cabina de teléfono debajo de un árbol―, y las alteraciones químicas se revelaron importantes, tan importantes que recorrimos un par de veces el recinto completo a velocidad vertiginosa y sin dejar de hablar, de forma que cuando salimos, con la foto de rigor en la mano, el tío Aldy nos preguntó,

―Seguro que tenéis un hambre feroz… ―y los tres dijimos,

―¡Síiii…, muchísima! ―y entramos en un restaurante que había en la misma puerta y desde el que se dominaba el parque, la selva.

Los platos que servían tenían nombres de animales, loro amarillo al ron, paca antillana adobada, lomo de tapir al horno, etc., pero yo creo que todo era mentira. Yo pedí mono araña, coaita; bueno, coaita… Seguro que era pollo del de los antibióticos convenientemente aderezado con salsa de frutas tropicales. Desde luego tenía textura de tal, y sabía a algo entre azúcar y vinagre, pero me gustó porque lo que había en el plato era muy bonito y nos lo trajo una camarera mulata guapísma. Aquella tarde lo pasamos bien, aunque por la noche pensé que todo se reducía a las añagazas de la industria turística: selva urbanizada, comida de colores y chicas guapas.

La abuela, asimismo, se perdió algún día ―niños, una también debe atender a sus asuntos―, pero qué clase de asuntos eran aquellos a los que fue a atender la abuela Tente, lo ignoro por completo, aunque estuvo fuera un par de días, y el tío Aldy no paraba, se alquiló un coche y no paraba, tan pronto estaba en Cartagena como en Bucaramanga, pormenores que conocíamos porque hablábamos con él por teléfono.

Estuvimos en otros lugares, como Buenaventura, en las orillas del océano Pacífico, en la selva ecuatorial y en Cartagena de Indias, una ciudad antigua en donde hacía muchísimo calor, aunque nosotros pasamos la mayor parte del tiempo en la playa. A todo aquello nos acompañaron las primas, también algún primo, y tíos y tías y demás parientes que se comportaron de la forma más obsequiosa, y no sólo con la abuela, que era el centro de todas las reuniones ―como siempre―, sino con todos y cada uno de nosotros.

En las conversaciones hablaron de sus antiguas fincas, del estado de las cosas en aquella parte del mundo, de los cotidianos tiroteos…, pero yo, la verdad, ¿qué querrían oír quienes me escuchan…? A la edad que tenía, uno no suele enterarse de determinadas cuestiones, ni entender nada, y ni siquiera interesarse por ellas. Yo sólo veía transitar a aquellas chavalas ―en especial a mi prima segunda Vladimira, que me llevaba de la mano a todas partes― por calles y playas, y con unos trajes de baño que… En fin, para qué voy a seguir.

Aún podría contar mucho de nuestro viaje a Colombia, como que me costó infinito irme y durante meses contemplé con envidia las estelas de los aviones en el cielo, los aviones que podrían devolverme al Paraíso, pero me parece que eso nos apartaría del hilo de la narración. El viaje resultó una maravilla, como cualquiera puede imaginar, el intermedio perfecto en aquellos momentos aciagos, y más a mi edad y en mitad de un curso escolar, con todos mis condiscípulos pasando frío en nuestra ciudad de origen.

Cuando regresamos se hicieron presentes los recuerdos de tiempos pasados, y aunque sabía que no iban a volver, me entretuve viendo las antiguas películas que había hecho mi padre y escuchando algunas de las canciones que sabía que les habían gustado a los dos, sus preferidas, entre las que destacaba aquella que se llamaba Luna de Capri, que había oído múltiples veces desde pequeño y no olvidaré nunca.

ENTREGA 27

  Cuando salíamos de la habitación, el tío Aldy se encaró con Claudia y le dijo, ―Siempre que hagas una cosa así, mírate al espejo. Cl...