Todo esto que digo debe de resultar en verdad tétrico y sombrío para una niña de cuatro años, aunque yo sólo lo recuerdo muy vagamente y como parte de un sueño, pero a mí no me sucedió nada. Tenía una gran preocupación, sí, tenía infinitas preocupaciones, pero como no me quedó más remedio, aquella noche dormí en la selva junto a los animales que cobija y bajo las raíces de un gigantesco árbol que sobresalían entre la tierra; para algo me tenía que servir el haber hecho tantas casitas en lugares parecidos.
La noche no fue mala. Pasé un poco de frío y oí muchos ruidos, ruidos propios de la selva, y durante ella algún animal medianamente grande reptó por las cercanías. Nada, sin embargo, vino a molestarme, y, aunque a ratos, algo dormí, seguramente porque tras tantos acontecimientos debía de estar muy cansada. Cuando amaneció salí de mi refugio y bajé hasta el arroyo. Bebí agua, contemplé mi imagen sorprendida ante la aparición y también miré a mi alrededor. Los gritos de los pájaros… Luego, cautamente, encaminé mis pasos hacia el bohío. No pensaba darme a conocer sino que iba a ir a mirar, a acechar, y si Liria y los demás no estaban, ¿qué haría…? Cuando ya casi vislumbraba el claro en donde estaba nuestra casa, al lado del camino, un grito me sobresaltó. ¡Nuestro padre me estaba llamando, lo reconocí al instante! Yo corrí, corrí hacia él sin importarme lo más mínimo las zarzas ni las ramas de los árboles, corrí golpeándome con todo, y cuando lo vi creí que me iba a poner bocabajo. Él también vino hasta mí corriendo y con la mano levantada, pero yo debía de tener tal aspecto que no hizo nada. Bajó la mano, se arrodilló y me abrazó mientras balbuceaba yo no sé qué cosas. Luego me levantó en vilo y me llevó en brazos todo el camino que nos quedaba hasta llegar a casa, y cuando llegamos salió Liria corriendo y gritando a nuestro encuentro. Después aparecieron Cati y Jonás…
Del desayuno y las friegas que me dieron no quiero decir nada, sólo que yo descubrí, aunque ya lo supiera, lo que nuestro padre nos quería a todos, porque estos asuntos del espíritu se aprecian más claramente en las circunstancias difíciles. Luego, después de mirarme mucho en el más absoluto silencio mientras comía lo que me daba Liria, salió afuera, y yo, que le estuve espiando por la ventana, lo vi muy preocupado apoyado en un árbol. Permaneció allí toda la mañana, aunque luego se sentó, y si no fui a consolarlo fue porque me daba miedo.
A los pocos días el que desapareció fue él, nuestro padre; fue al pueblo y no volvió, cuando anocheció no había llegado. Todos nos mirábamos sin decir nada porque sabíamos lo que significaba, aquella noche dormíamos solos, y nuestro padre, ¿dónde estaría…? Al día siguiente tampoco volvió, y Jonás, tras pensarlo durante un rato en el que se estuvo mordiendo los puños y dando golpes en las paredes, fue a buscarlo. Fue hasta el pueblo sin impedimento y allí estuvo preguntando a los conocidos. Le costó un poco, pero luego alguien le dijo que estaba en la casa de los militares, junto con otros varios. Jonás, aunque aquello fue una imprudencia, se dirigió derecho al cuartel y preguntó por él. Los militares, entonces, le hicieron pasar por ese pasillo en que seres sádicos y emborrachados te golpean con porras desde ambos lados, y todo por preguntar, y luego lo arrojaron a un calabozo y lo tuvieron allí un par de días sin darle ni de beber, y eso que era un niño, era alto pero era un niño, así que cuando volvió, al cabo de dos días en que fuimos nosotros tres los que nos estuvimos comiendo los puños y temblando, traía un aspecto sumamente descalabrado, moratones en la espalda y las piernas, o sea, cardenales y magulladuras por todo el cuerpo, tantos que la primera noche no pudo dormir y se pasó las horas muertas desvariando, dando quejidos y vueltas en la cama, y lo único que nos contó, en uno de los intermedios lúcidos que tuvo, fue que un vecino, uno de nuestros vecinos, aunque no de los más cercanos, estaba allí denunciando gente. Estaba allí enmascarado, con la cabeza dentro de una gran bolsa de papel con unos agujeros para los ojos y señalando gente de entre las filas de detenidos, pero él lo había reconocido por la ropa.
―Él no me vio a mí porque yo estaba en otra fila, pero no se me olvida. Si a nuestro padre le sucede algo…
A los pocos días nuestro padre volvió, volvió de noche y nosotros no lo vimos llegar porque estábamos durmiendo y él no nos despertó, pero a la mañana siguiente, cuando nos levantamos, nos dimos cuenta de todo, sobre todo de su cara enrojecida, que parecía una máscara de las de los bailes… Difícil es dejarle la cara roja a un negro, es verdad, pero a nuestro padre, alguien, no sé quién, se la dejó, y también tenía marcas en las muñecas, como de haber estado atado, o esposado…; esto lo observé escondida detrás de una cortina, y aunque él, cuando me vio, se metió las manos en los bolsillos e intentó poner la mejor cara que su estado le permitía, yo me di cuenta de todo. Aquellas señales, y su cara roja, fueron imágenes que vi de pequeña y no he olvidado. Mi gran simpatía por los militares, y ello lo hago extensivo a todos los cuerpos de seguridad, data de aquella época, aunque tampoco es que me queje porque después he conocido a gente a la que acontecieron sucesos infinitamente peores; comparado con lo de ellos, lo nuestro resultó ser una broma.
Lo que también puedo contar es que cuando aquello acabó, porque acabó como había empezado, de repente, y ya no hubo más desgracias ―los soldados y los camiones desaparecieron como por arte de magia, y la imagen de nuestro bienamado presidente, el justo entre los justos, volvió a llenar la pantalla de la televisión―, pues el vecino, el chivato, el de la bolsa de papel y otros varios, duraron menos que mangos maduros entre grupos de monos aulladores. El alicate, una mañana, apareció en el camino boca abajo, desangrado y muerto, y nunca se supo quién lo había hecho, aunque tampoco lo investigó nadie, claro, ¿quién lo iba a investigar? La mayoría de los policías había huido y durante las primeras semanas hubo mucho descontrol, y si no hubo más muertos fue porque aquello sucedió durante una época de lluvias y seguramente se les mojó la munición. Primero estuvo dos días pudriéndose al borde del camino, y luego, cuando algún carroñero había comenzado el banquete, alguien enterró sus restos y allí acabó todo. El que a hierro mata a hierro termina, es la vida, y esto ya lo hemos pensado todos demasiadas veces.
Yo estuve una temporada mirando inquisitivamente a Jonás, pero él era mayor y yo pequeña y esos enigmas son difíciles de desentrañar. Además, Jonás, cuando quería, disimulaba muy bien, lo sé de sobra pues le conocía desde siempre, pero, diciendo la verdad y ahora que lo pienso, no creo que fuera él quien lo hizo, que gente en demasía había en el pueblo para limpiarle el pico.
Yo, de pequeña, a los cinco o seis años, tenía una coleta rizada monumental, y después la tuve toda la vida. Me surgía de la coronilla, me la colocaba con una goma ―a lo que me enseñó Liria― y alcanzaba medio metro por encima de mi cabeza. A veces se ponía de punta, lo que probablemente obedecía a fenómenos de tipo eléctrico, y entonces se remontaba hasta la ionosfera, dependía de la temperatura ambiente. Todo esto es típico de algunas negras, y a mí me tocó.
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