Una de aquellas noches, la última vez que lo vi, ¡quién me iba a decir que aquella iba a ser la última vez que lo viera!, llegó a casa muy tarde y con los ojos rojos, parecían dos semáforos. Con seguridad que habría estado con Bill, y este le ponía bien, es decir, que le metía en el cuerpo tal cantidad de sustancias que su latente esquizofrenia alcanzaba niveles de hospital, así que entró dando gritos y portazos. Frankie (o Johnnie) venía con la libido desatada, como si de repente se hubiera vuelto loco. Yo estaba en la terraza, leyendo un libro que me había comprado y que a él no le gustaba nada.
―Lo único que te satisface ―me dijo una vez―, negra de mierda ―y eso que yo era muy guapa y alta y aún no había cumplido quince años―, son los idiomas extranjeros ―y apretaba los dientes.
Si hubiera podido me habría estrangulado, pero no podía, por lo menos de una manera cómoda. Frankie (o Johnnie) no era tan fuerte como para poder conmigo, y además tenía pánico a la ley de su nación.
―Este es un país de orden. A los delincuentes aquí sabemos cómo tratarlos, apréndetelo bien. Si me desobedeces, ya sabes dónde vas a acabar.
Desde los tiempos de la isla de los helados las cosas habían cambiado muchísimo, como se puede ver, y eso que sólo habían transcurrido unos meses, pero no voy a regalar a nadie con nuestras conversaciones, sobre todo que eran monólogos, los míos, porque él no decía más que groserías e insensateces.
Aquella noche, la última vez que lo vi, después de un nuevo discurso sobre los valores morales propios de la sociedad occidental, una vez que hubo descargado parte de su rabia en un mar de insultos, se empeñó en repetir la pantomima del parque, ya saben ustedes, él me dejaba allí, daba unas vueltas con el coche y volvía, yo tenía que hacerme la encontradiza y salir huyendo. Lo que sucedía a continuación no constaba en el programa, lo mismo podía haberme atropellado, porque cuando se cargaba mucho se ponía completamente fuera de sí, pero en aquella ocasión no hubo que lamentar ninguna desgracia personal. Dejé que me persiguiera unos cuantos minutos y luego me caí al borde de la carretera, jadeante, como él quería. (Yo no estaba cansada pero había que echarle teatro, y en aquellas ocasiones me acordaba mucho de mis hermanos; la razón no la conozco, pero el caso es que era así.) Luego detuvo el coche, se puso unos guantes negros ―este detalle describe bien al personaje―, se bajó, me cogió por los pelos y me arrastró dentro, me metió a empujones. También le vi la intención de darme una patada, pero se la paré con el tacón del zapato y él soltó un aullido porque se dio en la espinilla; todo esto en un parque nocturno y solitario. A continuación me tumbó en el asiento de atrás y se me tiró encima. No era de los que se molestaban en desvestirte. Te arrancaba la ropa que le estorbara, se te echaba encima, te agarraba por las muñecas y se meneaba como si le hubieran dado cuerda. Luego, acto seguido, a los dos minutos, aunque a veces a los quince segundos, dependiendo de lo descompuesto que estuviera, organizaba un concierto de aullidos que duraba otros quince segundos, sobre poco más o menos, tras lo cual dejaba caer pesadamente la cabeza sobre mi cuello y recuperaba el resuello con enormes aspavientos. Aquel día cumplió. Como debía de estar muy borracho, el tiempo de actuación estuvo entre dos y tres minutos, que era casi un récord, y cuando empezaron los chillidos…, ¡oí golpear con un objeto metálico en la ventanilla! El susto que me llevé fue de los que se tienen pocas veces. Entre el coro de gemidos miré hacia arriba, y fuera del coche vi una gorra de plato; luego, otra…
Los guardias nos sacaron a gritos, apuntándonos con las pistolas y a empellones, a él con los pantalones abajo y a mí con las faldas por la cintura y la entrepierna chorreando. Nos pusieron de espaldas, con las manos sobre el capó y las piernas separadas, y nos cachearon. Eso de que a veces patrullan mujeres policías puede que sea verdad, pero yo allí no vi ninguna. También hay que tener en cuenta que yo no tenía mucho que ocultar, y que aquellos dos gordos medio rubios con gafas oscuras debían de ser racistas porque casi ni me tocaron; seguramente les daba asco. Luego empezaron a hablar por teléfono y a pedirnos papeles y números. Frankie (¿o Johnnie?) sacó los suyos, y yo puse cara de póker y de hacer como que no entendía y me llevé la primera bofetada. A continuación canté todo. Como no tenía allí el pasaporte, que además era falso, dije medio lloriqueando que me llamaba de alguna extraña manera que no recuerdo, que tenía quince años y que aquel era mi novio. ¡Imagínese usted lo que pensarían de nosotros aquellos dos policías de un país en el que el simple hecho de pasear se mira muy sospechosamente!
Cualquiera que haya estado en los USA sabe que gran parte de este pueblo tiene extrañas ―extrañas, bárbaras y rancias― ideas sobre las cuestiones que afectan a la actividad sexual, y yo, que por aquellos entonces era totalmente novata en lo que a semejante clase de asuntos se refiere, acababa de decir lo peor que podía haber dicho, lo peor para él, se entiende, así que supongo que le acusarían de estupro, de violación, de pederastia, de fornicación ilegal o de abuso de poder, los gringos son muy dados a poner nombres a las cosas, allí el que la hace la paga, pero la verdad es que no sé qué le sucedió porque no lo he vuelto a ver.