Así comienza este libro:
EL PRINCIPIO
Aldy, el tío Aldy, era hermano de mi padre, y digo era porque murió hace algunos años de una pancreatitis fulminante; descanse en paz. Mi tío Aldy era el mayor de cuatro hermanos y el más bruto de los cuatro. El tío Aldy y sus tres hermanos, mi padre, el tío Eduardo ―que además era mi padrino― y el tío Juan, el pequeño, no trabajaron nunca porque no les hizo falta, pero ellos decían que si no lo habían hecho era porque estaba mal visto. Esta era la típica broma familiar, y cada vez que se traía a colación las carcajadas se oían tres o cuatro pisos por encima y por debajo. Los vecinos, cuando los había, no decían nada porque ya estaban acostumbrados.
Mi padre y sus tres hermanos heredaron tal cantidad de dinero de su padre, mi abuelo ―aunque en realidad fue de su madre, mi abuela, quien a su vez lo había heredado de su padre, mi bisabuelo―, que se pasaron la vida dando tumbos a lo largo y ancho del planeta, y eso porque entonces todavía no habían comenzado los viajes siderales, que si los hubiera habido habrían dejado sus huellas por todo el Sistema Solar.
Mi abuelo era de Burgos, de un pueblo de Burgos que está por la parte de la Bureba. Eran dos hermanos, mi abuelo y una chavala; de mayor debió de ser una señora, pero en las escasas fotos que había en casa, fotos de los años treinta del pasado siglo, no pasaba de ser una chavala. De joven se casó con un argentino medio italiano y se fue a vivir a Argentina, de donde nunca volvió. Los que sí volvieron fueron sus descendientes, y hoy en día siguen haciéndolo, aunque ya no los veo mucho. Cuando era pequeño, un verano sí y otro también aparecían por casa unas señoras desconocidas, e incluso hijos suyos que eran de la edad de mi padre y mis tíos, con un hablar meloso, muy simpáticos todos, que decían que venían a conocer a la familia, de la que nosotros éramos los únicos miembros europeos. Debían de ser unos pastas, porque contaban que allí, en su tierra, en Argentina, en una provincia del norte que se llama Misiones, tenían una finca con plantaciones de té que para recorrerla había que ir en avioneta, y cuando venían reunían a todos los que podían, tíos, sobrinos, etc., y nos llevaban a comer a sitios fantásticos, Lhardy, el Ritz, lugares de esos, cerraban un comedor y organizaban un banquete pantagruélico. Esto lo hacían todos los veranos. Luego se iban a Viena, a Italia, a Praga, se hartaban de hacer turismo. En Navidad mandaban christmas y fotos del verano, de los banquetes, en las que aparecíamos todos.
De mi abuelo, aparte de estos recuerdos familiares, poco puedo decir. Era músico, pianista, tenía barba, comía alubias y merluza todos los días y daba conciertos, es todo lo que sé, aunque la vena musical se transmitió a sus descendientes porque en la familia hubo unos cuantos músicos. El tío Juan pasó por una temporada en la que le dio por tocar la flauta, y tocaba bastante bien, y Pedrito, mi sobrino, fabricaba instrumentos; inventó un aparato que era medio guitarra y medio zanfoña, y lo tocaba a veces con los dedos y a veces incluso con arco. El Cacho Madera, mi hermano, también tocaba el piano, aunque en comisaría, y yo mismo estuve haciendo de hombre orquesta una temporada, pero de eso ya hablaremos cuando llegue el momento. De mi abuelo no me acuerdo en absoluto porque no llegué a tiempo de conocerle.
Mi abuela… De ella sí me acuerdo. Era colombiana, muy rara, negra arrubiada, medio india, medio criolla o medio cuarterona, nunca lo supe, nunca lo entendí, pero por lo visto es lo que en castellano se conoce como tentenelaire ―o algo por el estilo―, por lo que en la familia todo el mundo la llamaba Tente y asunto concluido. Mi abuela Tente era impresionante. Había llegado a medir más de uno noventa, y de mayor, aunque no tanto, seguía siendo muy alta. De joven había jugado a un deporte entonces no muy conocido, el baloncesto, e incluso fue campeona de algo en cierta ocasión. Su padre, o sea, mi bisabuelo, era un ricacho colombiano que decía que había hecho todo su dinero con el café, aunque cuando se bebían muchas copas, como en la tarde de Navidad, sus nietos se caían por el suelo de risa con la historia del café y los cafetales, sacaban unas maracas y acababan cantando a voz en cuello aquello de cuando la tarde languidece y bajan las sombras…, o sea, la de Moliendo café, o si no la de, ay mamá iné, ay mamá iné…, todo lo negro tomamo café. ¡Buenos eran mis tíos! La abuela Tente, que era muy alta y tenía unos hablares melodiosos, cuando la cabreaban sacaba a relucir el genio y se liaba a dar gritos. Llamaba a sus hijos inútiles, chapetones y zarrapastrosos, amenazaba con desheredarlos, y una vez, precisamente en una de aquellas comidas navideñas, hizo venir a casa a las seis de la tarde a un notario y se lió a redactar un nuevo documento en el que testaba a favor de cierta secta que existía entonces y de la que no voy a decir el nombre para no dar pistas. El notario, por cierto, que tenía el bigote blanco, hacía unas reverencias… ¡Y luego dicen de los notarios!
Mi abuela Tente… Bueno, ya hablaremos luego de ella. Yo estaba contando la historia de su primogénito, el tío Aldy, el hermano mayor de mi padre, pero ahora que lo pienso, tampoco era eso, me estoy expresando mal. La que estoy contando, en realidad, es mi historia, estoy empezando a contar mi historia, y mi historia, aunque resulte muy novelesco y como traído por los pelos, comenzó con un milenio, justo con el comienzo del tercer milenio según el cómputo occidental, porque yo nací ―aunque ya digo que parece un poco rebuscado― un cuarto de hora después de que comenzara, sí, y bien medido, medido según los cánones de nuestro habitual calendario gregoriano, ese que usamos todos los días. Lo de mi tío Aldy, que fue el causante de que yo naciera precisamente cuando nací, fue como sigue.
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Y ya sabéis, el lunes que viene sigue la cosa, y luego el jueves, y después el lunes..., y así sucesivamente hasta llegar al final, que será en octubre. No me diréis que esto no es una auténtica novela por entregas.