lunes, 21 de abril de 2025

ENTREGA 3

 

El tío Aldy sentía una gran afición por los animales. Su casa, un piso enorme con piscina en la terraza, estaba llena de gatos, de pájaros de todas clases, gorriones, palomas, perdices, unos en jaulas y otros sueltos, incluso tucanes y guacamayos multicolores, azules, verdes, rojos, guacamayos que volaban de un lado para otro, se posaban en las esquinas de los marcos de unos cuadros gigantescos que debían de valer un dineral y se peleaban continuamente; también de tortugas que vegetaban en el pasillo e iguanas enanas que se arrancaban las colas como si fueran lagartijas. Los perros los tenía en el campo, en varias fincas a las que a veces iba a cazar y en donde criaba faisanes, perdices, pollos, cerdos, venados y hasta bisontes. Sí, bisontes, bisontes que había traído de América del Norte, bisontes como los de las antiguas películas del oeste a los que intentó cruzar con vacas, aunque, según creo recordar, sin mucho éxito, porque en los cruces el vástago es muy gordo y al salir desgracia a la madre. Los cerdos del tío Aldy, por su parte, no eran como los cerdos negros de Indefatigable, que sólo comen aguacates y cuyos jamones lo más seguro es que sepan a guacamole, no; los cerdos del tío Aldy eran cerdos granilleros, cerdos de verdad, cerdos andaluces criados en el campo a base de bellotas y castañas.

Y, por supuesto, caballos. Los caballos, como le sucede a tanta gente, fueron su pasión. Llegó a tener un hipódromo en una finca, un hipódromo reglamentario, y clínica, clínica para los caballos, con quirófano. El quirófano se lo trajeron de Alemania, y por lo que oí luego, cuando me hice mayor, llegaban caballos para operarse de todas partes. En una finca con hipódromo y quirófano, ya se pueden imaginar, las instalaciones eran de las que no se ven. Cada caballo tenía su casita ―las llamaban boxes―, su cuidador, sus horas de paseo, su comida especial…, y para inaugurar tan abultada instalación organizó una fiesta que había de hacer época, una fiesta que debía ser recordada por los asistentes por los siglos de los siglos. Mi tío Aldy era un poco exagerado, desde luego, y bastante fantasma, pero por otro lado también hay que pensar que tenía dinero de sobra para permitírselo.

El tío Aldy, que quería pasar a la historia como fuera, inauguró aquellas vastas instalaciones, para que nadie lo olvidara, en una fecha señalada, el 31 de diciembre del año 2000. El programa que había ideado era completísimo, y del público asistente no digamos nada. Vinieron varios políticos de renombre nacional, ministros, un portavoz parlamentario, el delegado del gobierno de la provincia, algunos alcaldes de los pueblos vecinos, tres o cuatro vedettes de todos los sexos ―entre ellos, un cura que salía en la tele―, media docena de artistas adscritos a los diversos grupos de presión, otros cargos oficiales variados y, por supuesto, la familia en pleno, y todos ellos, como es lógico, acompañados de sus respectivas esposas, en su caso, o queridas y queridos, que de todo había.

A las once de la noche, dos horas antes del paso por el meridiano ―porque el tío Aldy era muy meticuloso y tenía la finca prácticamente encima del meridiano de Greenwich, aunque aquello fuera un poco de casualidad―, hubo una recepción de invitados con bebidas, e, imagino, otras clases de drogas, en la descomunal casa de la finca. Luego un concierto en el que se iba a tocar la Música para los Reales Fuegos Artificiales, acompañada, claro está, por los inevitables fuegos. A aquellos efectos había contratado a una orquesta que tocó la suite completa, sin dejar nada y haciendo las pausas como las escribió Haendel, y a una compañía que, encabezada por un francés con chistera, se iba a ocupar de lo de la pirotecnia. Acabada la música y los fuegos, una hora antes de lo de la medianoche oficial, los invitados entraban a cenar, pero, ¡sorpresa!, la cena iba a ser en una de las cuadras, la más grande, que aún no había sido ocupada por los caballos. Los invitados e invitadas debían uncirse al pesebre con la cebilla ―o como quiera que se llame semejante pieza―, y allí, amarrados como caballos, o como vacas, cenar; los camareros pasarían sirviendo a todo el mundo, etc. Así de bestia era mi tío Aldy. Sin embargo, tal proposición fue muy bien acogida por el público presente y nadie puso objeciones, más bien al contrario, aunque tampoco hay que perder de vista que el alcohol ―y las otras drogas, como decíamos―, habrían hecho su efecto.

―¡Hay que ver, qué original!

―Sí, ¡vaya manera de recibir al milenio…! ¡Qué maravilla!

La cena fue exquisita. Primero sirvieron ostras, ostras con champagne francés, ostras a punta de pala en fuentes descomunales que los camareros dejaban en los pesebres. Luego una cosa verde en copas de fantasía, sorbete de apio o una ridiculez de ese estilo, porque el tío Aldy había traído a un cocinero suizo de renombre para que dirigiera la operación y todo estaba saliendo a pedir de boca. A continuación una ensalada de fábula, entre cuyos ingredientes, si vamos a creer las tarjetas que se imprimieron y vi de mayor, contaba con lombarda, remolacha con rábanos silvestres, esterlet mariné, trufas cocidas en champagne, esturión ahumado, filetes de perdiz, caviar, lengua de reno y jamón de alce. ¡Allí no se andaban con tonterías! Después marisco, langostas, cigalas, percebes… Los camareros no paraban de dar vueltas y no se vio ni una sonrisa, aunque imagino que en la cocina el cachondeo sería total. Por fin, lenguas y solomillos de bisonte, para lo que se había hecho una verdadera matanza en la ganadería, pero claro, una ocasión es una ocasión.

Luego sonó un gong y el tío Aldy se desabrochó la cebilla, que no era fácil, y salió al estrado ante la expectación general. Le trajeron un micrófono en una bandeja y el tío Aldy habló. En su cara se adivinaba una cierta burla, aunque la mayoría de los presentes pensaron, seguramente, que ello se debía a aquel momento tan especial.

 

ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...