jueves, 5 de junio de 2025

ENTREGA 16

 

Romo se murió cuando tenía diez años, y a mí, particularmente, me dejó como huérfano. De qué se murió no me lo pregunten, yo no lo sé, nunca lo supe ni se lo pregunté al veterinario que le vio, pero por lo que le gustaba el chocolate negro, que en cuanto podía se comía las tabletas enteras, a lo mejor fue del hígado. El último año ya estaba medio pachucho, lo decía el jefe, este perro está enfermo, y en los últimos meses sus males se acentuaron. Cagaba en el recibidor ―lo que no había hecho nunca― con gran cabreo de la muchacha que le tocaba limpiarlo, caminaba con dificultad y no quería salir. Mi padre dijo una vez que lo mejor iba a ser llevarlo a que le dieran el pasaporte. Bueno, él no dijo el pasaporte; él dijo,

―A lo mejor habría que llevarlo al veterinario para que… ¿Me entiendes? ¿Tú qué crees?

El jefe hacía como que me consultaba, y quizá lo decía en serio puesto que el dueño de Romo era yo, pero el caso fue que no me decidí nunca, porque aunque algunos días estaba fatal y se metía en el último rincón, se escondía de la gente, luego se le pasaba y volvía a estar normal, más o menos normal.

Una mañana, al salir de mi cuarto, me lo encontré muerto en el pasillo, ante mi puerta, frío y echado. Con la mirada fija y extraviada y la boca abierta. Se había muerto y no había dicho nada, ni se había quejado; se murió solo y en silencio. Yo me arrodillé junto a él y le toqué. Romo, claro, no se movió porque hacía varias horas que se había quedado tan frío como el suelo… Aquel fue mi primer contacto con la muerte.

Esto me lo dijo una vez mi padre y no se me ha olvidado.

―Cuando yo era pequeño, cuando era como tú, no había ascensores ni hospitales, coches ni teléfonos; casi todo era campo.

Parece mentira lo que pueden cambiar las cosas en menos de cincuenta años, pero aquello fue hace tiempo porque luego han cambiado todavía muchísimo más, aunque él ya no lo viera.

Mi padre se casó de mayor, a los cuarenta años. Era un soñador y se pasó la vida esperando encontrar a la mujer de sus sueños, eso decía la abuela, pero el caso fue que tuvo suerte porque la encontró. Claro, que la jefa, por lo menos por las fotos… Cuando mi padre se iba a casar, el tío Aldy, que siempre se distinguió por lo heterodoxo, le decía, «pero, hombre, recapacita. ¿Tú no te das cuenta de que cuando tu mujer tenga cuarenta años tú vas a tener casi sesenta? ¿Qué vas a hacer entonces, eh? A ver, ¿qué vas a hacer entonces?», pero mi padre no hizo ningún caso de lo que le decían y se casó en una especie de fiesta multitudinaria de la que quedó harta constancia documental en forma de fotos y película que hizo él mismo. La boda debió de ser monumental, debió de ser un acontecimiento a juzgar por lo que vi de mayor, un álbum de fotos forrado de tela de florecitas y una película muy divertida que se llamaba, Historia de un año, en la que, al final, salía Claudia en brazos de la abuela Tente hecha un bebé horroroso, llorona, morena y gorda. No me explico cómo era tan guapa de mayor.

Mi abuelo, el padre de mi madre, el hijo de la semiapache, era asturiano. A mi padre, que no sabía nada de tradiciones asturianas, se le ocurrió indagar en las misteriosas razones por las que la sidra se tira desde lo alto en vez de servirla normalmente, y se llevó la siguiente contestación.

―Pues porque haz vasu ―le dijo quien había de ser su suegro.

Mi otra abuela, no Tente sino la madre de mi madre, también era asturiana, asturiana de verdad, de mucho tiempo atrás. Era de un pueblo de la costa que no voy a citar, y su familia había tenido barcos de pesca desde el siglo XIV, y en el siguiente, el XV, ya se lanzaron a pescar ballenas. A estos abuelos míos no los conocí porque se murieron antes de que yo naciera, pero en casa decían que la abuela había sido igual de guapa que la jefa. Lo que nadie entendía era lo de Drácula, el tío Rodrigo, aunque disimulaban.

En el pueblo de mi madre, María la superbuena, o sea, en el pueblo de la madre de mi madre, que ya no era un pueblo sino casi una ciudad, a los bocartes fritos los llamaban bocartes; si estaban metidos en vinagre y con mucho ajo y perejil picados por encima, boquerones, y si estaban dentro de una lata, descabezados, pelados, desespinados y chorreando aceite, anchoas. A partir de esto usted puede deducir de dónde era mi madre. De los bocartes, por cierto, no se supo nada más porque se acabaron y no volvimos a ver ninguno. Había de Sudáfrica y sitios parecidos, pero no eran lo mismo. A los de verdad no volvimos a verles el pelo, por decirlo así, y de quién se los estaba comiendo, tampoco conseguimos enterarnos. Serían los japoneses, que eran los que más pagaban por el pescado.


ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...