EDUGUÁ
Mis primeros recuerdos son de un perro que tuve de pequeño. Se llamaba Romo y nos criamos juntos. Era una mezcla de pastor alemán y algo raro, y me lo dio, como no podía ser de otra forma, el tío Aldy. Un día fuimos a ver una camada ―yo no me acuerdo de esto, me lo contó mi padre, pero he visto fotos del suceso, que es la ventaja de tener un padre aficionado a la fotografía― y elegí uno que tenía unas lanas crecidas, negras y marrones; yo tenía entonces tres años y me gustaban los bichos con el pelo largo, como a todos los niños. Romo era el típico perro listo que funcionaba a su aire. Abría picaportes, robaba comida de la cocina, se escapaba de casa en pos de las perras que le gustaban y todas esas cosas. Es decir, durante toda su vida fue un perro normal.
―Y tú, Romito, que eres tan guapo, ¿qué es eso que tienes en la pata? A ver, échate aquí…
Romo, sentado en el suelo, me miraba atentamente como si me entendiera y barría el piso con el rabo, y luego, cuando averiguaba lo que tenía en la pata, nos pegábamos tres o cuatro revolcones. Esto sucedió mientras fue pequeño, aunque de mayor, con su proverbial paciencia, también se dejaba hacer cualquier cosa, pero entonces tenía uñas aceradas, y tras algunas escaramuzas decidí que había que andarse con cuidado, porque yo, de pequeño, siempre fui muy precavido.
Cuando era pequeño la abuela me decía, Eduardo, ¿cómo te llamas?, y yo, con mi media lengua, contestaba, eguago. Toda la familia se reía a carcajadas porque, como dije, mis tíos eran muy dados a hacer mucho ruido a la menor oportunidad, se les veía la vena tropical. De eguago a el guarro no hay mucho, la verdad, así que yo me llamé toda mi vida Eduardo el guarro, lo que venía muy bien para que me distinguieran de mi tío. La abuela, después de todo esto, aún me puso otro nombre, un nombre que derivaba de lo anterior, la abuela era muy ocurrente: me llamaba Eduguá. Eduguá, niño, ven aquí; Eduguá, dame un beso; Eduguá, tráeme la labor, anda, niño, hazme el favor. La abuela nunca decía hijo, o nieto; siempre decía niño.
El quezalé, el Ramphastos cuvieri, es un tucán propio de Colombia del tamaño de un cuervo que se puede domesticar; la abuela tenía uno en una percha de loro. El quezalé es muy dado a repetir todo lo que oye, pero para eso hay que tenerlo desde pequeño. Otro pájaro de Colombia es el Ramphastos inca, pero a ese no sé cómo lo llaman. Siempre está bien tener pájaros en casa. A mí me gustan mucho más los tucanes y los guacamayos multicolores que los cuervos y las urracas, pero ya me doy cuenta de que no todo el mundo puede tenerlos, por lo menos en Europa.
EL CACHO MADERA
Yo me llamo Cacho Madera, yo fui de la generación del clic. En el colegio me decían Cachito y me cantaban aquella de cachito, cachito, cachito mío, que yo odiaba, y como era el más alto de la clase más de uno se llevó un guantazo, a pesar de lo cual siempre me ha gustado la música, aunque no el cha-cha-chá. La tata me decía cachito, cachito, etc., y luego la cosa llegó al colegio, me imagino que de la mano del guarro, aunque esto ya me sucedió de mayor.
Cuando era pequeño, mi padre me ponía delante varias cartas de forma que no pudiera verlas y me decía, coge el tres, o coge el seis, o coge el rey. Mi padre era muy aficionado a estos experimentos, y yo, a veces, pero muchas veces, muchas más de las que serían lógicas, cogía el tres, o cogía el seis, o cogía el rey. Para mí era lo normal, aunque luego me enteré de que lo llamaban telepatía.
Cuando era pequeño, delante de casa había un bosque de pinos piñoneros. En verano recogíamos piñones y nos los comíamos, pero otras veces los llevábamos a la cocina y la cocinera hacía unos empiñonados superiores. Yo, desde que descubrí lo de los empiñonados, no volví a comerme los piñones al pie del árbol; el guarro sí, el guarro era bastante tragón, sobre todo de niño.