LA FAMILIA
Este es mi hermano, pero nosotros también teníamos una hermana. Se llamaba Claudia y a mí me sacaba once años, al Cacho sólo seis. Claudia fue quien me enseñó a leer, a escribir y a sumar. Las mujeres, en toda edad y momento, alucinan con los niños pequeños, están todo el tiempo sobándolos y haciéndoles cosas, y Claudia sólo me tenía a mí, el Cacho ya no era pequeño, aunque también le gustaban las primas, Beatriz y Anita, las hijas del tío Eduardo, pero ellas vivían lejos y no las veíamos mucho.
Claudia era como una princesa, era como Blancanieves, aunque nunca se perdió en el bosque. Era alta y rubia y solía llevar flores en el pelo, y con semejante aspecto imagino que estará justificado que diga que parecía una princesa. A mí me enseñó a leer a los tres años y a escribir a los cuatro, porque por esa época yo aprendía rápido, y más con Claudia, que era de las que no te daban respiro. De mayor estudió disciplinas tremendas, ciencias exactas, y de pequeña, o de joven, ya se le notaban las tendencias.
En casa, en la de mis padres, la mía mientras fui pequeño, vivíamos ocho o nueve personas, dependía; a veces había tres muchachas y a veces cuatro, cocinera incluida. Los demás éramos los jefes y nosotros tres. Al revés de lo que sucedía en casa del tío Aldy, o en la de la abuela, animales no hubo muchos. Romo estuvo todo el tiempo, sí, pero los demás fueron muy pasajeros. Hubo pájaros multicolores, claro, que nos traía el tío Aldy, gatos, tortugas y hasta un caimán de no sé dónde, pero la afición desmedida por los bichos era más bien propia de la familia del jefe, y como a la jefa todo aquello no le hacía demasiada gracia, no duraron mucho.
La casa, eso sí, era grandísima. Allí cada uno tenía su cuarto, excepto Claudia que tenía dos; vamos, tres si contamos el vestidor. En cuanto tuvo diecisiete años y empezó a estudiar aquello suyo, lo de las matemáticas, se hizo con el cuarto de al lado, que era enorme y estaba poco menos que vacío, no se usaba nunca, y primero lo empapeló con papel de colores ―yo la ayudé― y luego lo llenó de máquinas, de ordenadores gigantescos, de ordenadores a lo bestia, y por las tardes tenían lugar grandes reuniones de condiscípulos suyos, de futuros matemáticos. Los amigos empezaron muy finos, pero en cuanto transcurrieron unos meses aquello se convirtió en una especie de academia de tipos desgreñados y ojerosos, siempre con papeles en la mano y bolígrafos en los bolsillos. El jefe entraba a veces y discutía con ellos, pero dejó de hacerlo porque decía que de todo aquello no entendía una palabra.
―Desde que yo estudiaba, todo esto ha cambiado mucho; vamos, muchísimo ―eso decía.
Yo por entonces sólo tenía seis años, o sea que de lo único que me enteraba era del aspecto general del asunto. Bebían mucho y fumaban a lo bestia. Organizaban unas meriendas brutales de cosas buenísimas, pan tostado con mantequilla, té, chocolate del negro, etc., y yo, con Romo detrás, siempre me apuntaba, pero del tema de las matemáticas casi nunca comprendí nada, como el jefe, aunque ellos me hacían toda clase de trucos y me dejaban deslumbrado.
A mí lo de las matemáticas siempre me pareció muy serio, muy importante, algo con lo que se podía hacer magia. Tú escribías cualquier número, el que quisieras, y el otro, el que te hacía el truco, otro número cualquiera, y debajo otra vez lo mismo. Esto se hacía varias veces, y al final sumabas y te salía el número de tu teléfono, o el de la matrícula del coche del jefe, siempre salían números que te sonaban de sobra, que conocías de memoria. Cuando era pequeño todo aquello me hizo cavilar muchísimo. El truco no era fácil de descubrir, y pasó mucho tiempo antes de que consiguiera darme cuenta de cómo era, pasaron decenios.
Para colmo, y pese a que esto pueda sonar un poco raro, en aquellas reuniones sólo se oía música del barroco, música de Vivaldi, Haendel, Rameau, Zelenka, Tartini, Bíber, Bach y tantos otros, y se dedicaban a descifrar, ayudados por los ordenadores, los patrones matemáticos de las partituras, porque, aunque muchos no se lo crean, las partituras no son sino patrones matemáticos. A Claudia nunca le dio por tocar nada, pero había un par de ellos que tocaban violonchelo y flauta, además tocaban bien, y claro, en aquella zona de la casa hubo numerosos conciertos vespertinos, y la abuela, que se interesaba por todo lo que se refiriera a la música, más de una vez asistió a ellos. De todo esto me doy cuenta ahora, cuando soy mayor, porque por aquel entonces no me enteraba de nada; simplemente me parecía magia.
En la parte de la casa en que mandaba Claudia, que ya digo que era grande, siempre estuvo todo limpísimo, reluciente, todo lo contrario que en el cuarto del Cacho, que era un desastrado total. Desastrado viene de astro, y el Cacho, que era rubio y muy alto, incluso de joven, nunca tuvo mucha estrella; eso también se dice y no es broma. El Cacho lo solía tener todo tirado. En vez de guardar la ropa en el armario la tenía repartida por las sillas, encima de la cama, entre los libros de las estanterías, las tablas de surf apoyadas en la pared, los balones de baloncesto, que era el deporte que practicaba, cogidos con una red, y metía las bicis en su cuarto. La jefa estuvo una temporada intentando poner orden, pero con el tiempo lo dejó. Yo creo que se dio cuenta de que es cierta esa ley de la termodinámica que dice que el desorden aumenta continuamente en la dirección de la flecha del tiempo, y esto, ahora que lo pienso, ha sido verdad siempre y no conviene perderlo de vista.