jueves, 24 de abril de 2025

ENTREGA 4

 

―Señoras, señores… ―empezó con su habitual sorna, aunque nadie se dio cuenta de nada―, son las doce menos cinco de la noche, y, como ustedes saben, vamos a cambiar de milenio de un momento a otro. Yo les ruego que esperen un instante mientras nos traen los postres…, porque ahora viene…, la última sorpresa… ¡La sorpresa del Milenio!

Los invitados, que debían de estar todos muy borrachos, prorrumpieron en aplausos entusiasmados en espera de la anunciada aparición, y mi tío depositó el micrófono en la bandeja. Entonces, con su mejor sonrisa y mientras la mayor parte de los presentes miraba hacia la puerta por la que entraban los camareros, sacó un mechero, se agachó y pegó fuego a media docena de tracas que, en secreto, había colocado el francés de la chistera y corrían bajo los pesebres a todo lo largo de la enorme cuadra.

Los invitados, amarrados como estaban, al principio no se dieron cuenta de lo que sucedía, pero luego, cuando comenzaron a sonar las explosiones, y no eran petarditos de feria, no, que eran como bombas de terroristas, el pánico se desató y más de uno estuvo a punto de morir estrangulado. ¡Allí fue Troya! Los gritos, las explosiones, los aullidos, los juramentos, los vanos intentos de desatarse, las patadas al aire, todo era lo mismo…

Mi madre, María, a quien en su juventud habían llamado María la superbuena ―y esto por razones obvias―, embarazada de siete meses de su tercer y último hijo, se desvaneció primero, se quedó colgando luego de la cebilla…, y a continuación me abortó, allí, en mitad, ante todo el mundo, aunque tampoco se hubiera podido decir que estaban todos mirando. Yo, de repente, empecé a salir entre sus piernas como si fuera un monstruo mientras las explosiones se sucedían a mi alrededor, y a lo mejor es por eso por lo que siempre he sido un poco sordo. Mi tío Eduardo, que era una mula, y además médico, aunque no ejerciera, al ver el panorama pegó tal tirón a la cebilla que la arrancó de la pared, y con ella al cuello se quitó la chaqueta, me envolvió y me sacó de allí; debió de ser por eso que le hicieron mi padrino y me pusieron su nombre. De mi madre se olvidó todo el mundo pero no le sucedió nada, perdió un poco de sangre pero no hubo más, aparte de que casi se estrangula. Mi madre estaba hecha de muy buena pasta, se notaba a distancia, y a los pocos días ya estaba como una rosa y dándome de mamar, o por lo menos eso se cuenta.

La gente, los que habían conseguido soltarse, los camareros, en fin, todos, porque aquello no se lo esperaba nadie, corrían e intentaban salir huyendo, y los escoltas de los diversos políticos, que estaban cenando en la cocina y entraron en cuanto sonó la primera explosión, empuñaban las pistolas mirando a todas partes y corrían de un lado a otro sin saber qué hacer ni qué decir.

―¡Señor gobernador, señor gobernador, por aquí, por aquí…! ―o bien― ¡señor ministro, póngase aquí, al suelo, al suelo…!

El señor gobernador, o el señor ministro, enfundados en sus trajes marrones eran llevados en volandas de un lado a otro, los políticos de menor rango huían bajo una lluvia de fuego y los diversos artistas aullaban en medio de la confusión; el cura que salía en la tele se cagó. Yo, todo esto, aunque estaba allí en medio, sólo lo conozco de oídas, claro. Y además, hubo dos heridos. Uno fue un camarero, a quien uno de los policías pegó un tiro en una pierna por moverse a destiempo, y el otro, o mejor, la otra, una de aquellas vedettes televisivas invitadas que casi se descoyuntó con la cebilla al intentar salir por donde no podía ser.

Mi tío Aldy, que lo tenía todo previsto, salió corriendo, se montó en su coche, un todo terreno descomunal que parecía un camión y en donde le esperaba una de sus legendarias amantes, se subió a la loma de enfrente, apagó las luces y, con unos prismáticos, estuvo dos horas riéndose y observando a distancia las secuelas de su elaborada y pesada broma. ¡Acabaron llegando hasta helicópteros! Luego sacó una botella de champagne ―y Dios sabrá qué más cosas―, encendió la calefacción y se pasó la noche cohabitando, por decirlo de una manera fina, pero es que no era para menos, ¡el cambio de Milenio…! Mi tío Aldy, por aquellos tiempos, ya tenía más de cincuenta años pero estaba muy bien conservado, lo que también ha sido siempre de familia.

Como había instalado una cámara para filmar lo que sucediera, de mayor tuve ocasión de ver mi nacimiento en directo, o al menos el revuelo que se produjo a mi alrededor, suceso que no está al alcance de todos. La cámara funcionó durante dos horas y nadie reparó en ella. Luego se apagó. Al cabo del tiempo, cuando ya era mayor, el tío Aldy me regaló la película.

―Toma, para ti, esto sí que es tuyo. Quédatela.

Yo conocía su existencia pero nunca la había visto, sólo había oído hablar de ella, así que aquello me gustó, claro, porque de los sucesos que tienen lugar cuando eres muy pequeño, luego, de mayor, no te acuerdas de nada.

―Vale.

El que más se enfadó fue mi padre, y por lo visto estuvo durante tres meses sin hablar a su hermano, y eso que mi padre también las había hecho pardas, como cuando cagó en el piano, dentro, que tocaba la abuela, que era un Steinway blanco de cola que casi no cabía en el salón, pero el tío Aldy, que se las sabía todas, se las ingenió para que aquello no fuera a más.

―Pero, hombre, ¡qué mala suerte…!, también es mala suerte…, ¡con lo que yo quiero a María! ¿Cómo iba a hacerle eso? ¿Quién iba a hacer algo así…?

… y lo que decía era verdad. El tío Aldy a mi madre la adoraba, y debió de ser una de las pocas mujeres que le gustaron ―porque que le gustaba estaba claro― a la que nunca tiró los tejos. Mi tío Aldy era un cafre para algunas cosas, pero así y todo también tenía sus normas. A mí siempre me cayó muy bien.

Y en cuanto a los políticos, las vedettes, los policías y todos los demás, el asunto se saldó de la forma más simple. Al final le pusieron una multa, que para mi tío era una multita, por algún peregrino motivo de esos que genéricamente se conocen como alteración del orden público. Está claro que no hay como pagar el impuesto revolucionario, y él lo pagaba, lo sé de buena tinta. A la vedette, en cambio, que casi se había descoyuntado y le había puesto un pleito, le echó tres o cuatro polvos, y aquí paz y después gloria.

Poca paz, ahora que lo digo, y menos gloria, es lo que nos depara la vida, pero eso no quita para que en toda ocasión y momento nos mostremos optimistas. Sí, porque desde los espacios etéreos, los infinitos espacios de allá arriba, alguien nos mira y de ello no tenemos ni idea. Disimulemos.


ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...