lunes, 2 de junio de 2025

ENTREGA 15

 

 

A LOS SIETE AÑOS
ME MANDARON AL COLEGIO

 A los siete años me mandaron al colegio. Yo no había ido nunca a jardines de la infancia ni sitios parecidos. Claudia y el Cacho Madera sí, pero yo no. Como era el pequeño, y en casa hubo cantidad de muchachas, la jefa se las ingenió para soportarme. Con los pequeños suelen darse fenómenos algo raros, tampoco demasiados.

Claudia y el jefe me habían enseñado a leer en cuanto tuve edad para ello. A los tres años ya leía el periódico de corrido, con gran regocijo de los presentes, y a los cuatro era capaz de escribir, por lo menos las cartas a los Reyes. Lo de sumar, restar y todo eso, siempre me pareció evidente, nunca tuve ninguna dificultad con los números, de forma que cuando llegué al colegio el único que sabía algo era yo, los demás estaban aprendiendo a escribir, y aquello fue para mí una situación inesperada: yo era el listo, aunque también había un tonto. El tonto del colegio ―esto se lo dije yo― creía que los actores de las películas se morían y luego resucitaban para la siguiente. El tonto del colegio, además, pensaba que la leche se fabricaba en alguna fábrica, no sabía lo de las vacas; a las vacas sólo las había visto en la televisión y no relacionaba una cosa con la otra. Eso ya no es ser tonto, eso es peor, aunque él no tuviera la culpa. El tonto del colegio, o bueno, el tonto de clase ―porque habría más de uno, aunque yo sólo conocí a aquel―, se llamaba Fede, Federico, y de mayor llegó casi a ministro. Ascendió mucho por la escala social, sí, pero no era lo suficientemente malo como para llegar hasta arriba del todo y se quedó un poco por encima de la mitad.

Claudia, que según me enteré de mayor, porque en su momento no me enteré de nada, había tenido un montón de novios y pretendientes, se ennovió en serio con uno que era un poco mayor que ella y se llamaba Pedro. Aún no era médico, pero iba a serlo con el tiempo. El tal Pedro era alto, más que Claudia, y aunque el Cacho y yo nos reíamos de él en las cenas ―de pequeños nosotros cenábamos aparte, en la cocina―, la verdad es que era simpático y hacían buena pareja. Yo le conocí en el portal de casa una noche que volvía del cinemóvil. Allí estaban los dos tortolitos, y les di un susto de cuidado. Claudia pegó un chillido y se soltó.

―¡Aaay!

Yo también me asusté y me quedé sin saber qué decir, mirándolos. ¡Ahí era nada, tu hermana besándose con un maromo!, eso lo vi perfectamente; se podían haber quedado en el coche. Claudia estaba medio enfadada y toda sofocada.

―Ay, hijo, ¡qué burro eres! Podías avisar…

Luego se arregló el pelo y dijo pomposamente,

―Este es Pedro…, mi novio.

Claudia, que es matemática, se puso algo colorada al decirlo, debía de ser al primero que se lo decía, y porque no le quedó más remedio. Yo le di la mano pero no abrí la boca, no sabía qué decir. Estábamos allí, mirándonos los tres, cuando se me ocurrió una de mis ideas.

¿Tú eres médico? ―le pregunté mirándole interrogativamente.

Pedro se echó un poco hacia atrás.

―Bueno, yo…

Claudia saltó.

―Sí, sí que lo es.

Yo vi el cielo abierto.

―Entonces…, ¿tú sabes eso de los sueños?

Pedro se atragantó y miró a Claudia.

―¿De los sueños…?

―Sí. ¿Por qué unos días se sueña y otros no?

Pedro carraspeó y volvió a mirar a Claudia. Luego empezó,

―Eeeh… Bueno, se sueña siempre… Lo que pasa es que unos días te acuerdas y otros no.

Yo miré a Claudia, y luego a él.

―Y tú, ¿sueñas?

Pedro volvió a quedarse parado. Yo creo que aquel día, el primero que nos vimos, ya le dejé impresionado para lo sucesivo. Claudia, que debía de andar con prisa, se sintió en la obligación de intervenir.

―¡Ay, hijo, es que eres atacante…!

Claudia, entonces, cuando tenía diecinueve o veinte años, atravesó por una época en la que utilizaba unos términos, unos neologismos, que nunca supe de dónde sacaba.

―Pero bueno, ¿tú sueñas o no?

―Bueno…, no mucho.

―¿No sueñas…? Pues yo sí. ¿Qué quiere decir cuando sueñas con chocolate?

Pedro, que con los años iba a ser oftalmólogo, no debía de haber leído La interpretación de los sueños. Vamos, en aquella época probablemente ni sospechaba su existencia; en todo caso, la leería después.

―Eeeehhh… ¿Cómo con chocolate?

―Bueno… Yo es que sueño que estoy en una confitería en la que sólo hay bombones de los buenos, de los negros, de los amargos, todo lleno de cestas de bombones, y dos señoras mayores en un mostrador, y yo les digo, ahora déme uno de esos, y luego otro de esos… ―y como no me contestaba, se me ocurrió otro.

―¡Ah!, y también sueño con el montacargas de la casa de la abuela. Que subo con las muchachas cuando vuelven de la compra, y en el suelo hay bolsas con verduras, y con tomates muy rojos…, pero muchos, unas bolsas muy grandes. Y detrás de la puerta de tijera se ve que la pared va hacia abajo, porque nosotros vamos hacia arriba…

Pedro me miraba pensativo, debía de estar inventándose algún diagnóstico, pero Claudia, que ya digo que se la notaba un poco impaciente, se le adelantó.

―Bueno, venga… ¡Súbete ya!

Yo me despedí porque estaba claro que de aquello no iba a sacar nada. Volví a darle la mano a Pedro y me subí, y por supuesto no dije una palabra a nadie, que de sobra sabía que de ciertos asuntos es mejor no hablar.

 

ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...