jueves, 29 de mayo de 2025

ENTREGA 14


A mí, de pequeño, me sucedían fenómenos muy raros, ya lo he escrito pero insisto en ello. No digo que tuviera facultades sobrenaturales, pero casi. Un día estábamos comiendo en casa de la abuela, era un domingo y algunos domingos íbamos a comer allí. A los pequeños nos ponían a comer en la mesa de la cocina. Los pequeños éramos Cacho Madera, nuestras primas Beatriz y Anita y yo. En casa de la abuela se comían unas cosas maravillosas, siempre había unos menús que parecía que era fiesta, y es que en casa de la abuela debía de ser fiesta siempre, no sólo en Navidad.

Uno de aquellos domingos tenía ante mí un volován recién hecho, del hojaldre que hacía la cocinera al estilo de los siglos anteriores y relleno de besamel con merluza. A mí, aquellos volovanes hechos en el horno, me parecían el colmo de las aspiraciones de cualquiera; me podía comer cuatro o cinco tan tranquilo, y no es que fueran de los pequeños, precisamente. Pues bien, estaba atacando con saña el primero, cuando, de repente, me supo a aceituna, inconfundiblemente a aceituna. Al pronto me quedé desconcertado, pero luego supe, como si lo hubiera leído en alguna parte, lo que tenía que hacer. Me levanté de la mesa y fui a la sala, en donde los mayores estaban empezando. Me planté allí, ante todo el mundo, y pregunté,

―¿Quién está comiendo aceitunas?

Todos me miraron sorprendidos, y luego entre ellos. La abuela se sacó un hueso de la boca, lo dejó en el plato y, como con miedo, dijo,

―Yo, niño. ¿Y por qué lo dices?

Yo me quedé allí en medio, sin saber qué contestar, y acto seguido me caí redondo al suelo, lo que creó bastante revuelo. Llamaron al médico que vivía debajo, y la abuela estuvo durante una temporada mirándome inquisitivamente. Cosas como aquella me sucedieron varias veces.

Los telépatas más significados de la familia eran la abuela y el tío Aldy. Yo creo que se comunicaban a distancia, aunque nunca querían hablar de ello. Mi padre también, pero no tanto, y sin embargo le gustaba mucho referirse a aquellas cuestiones. De los pequeños, el Cacho Madera y yo éramos los únicos con facultades sobrehumanas, los hombres, porque ni mi hermana ni mis primas tuvieron nunca ningún episodio de aquel tipo.

Mi prima Beatriz no era telépata, pero, en cambio, a los ocho años tenía la libido a flor de piel. Yo, a mis primas, como ellas nos llamaban los telépatas, las llamaba las teléputas. Esto no lo sabía nadie, claro, ni siquiera el Cacho Madera, era un secreto, aunque luego se enteró. La pobre Anita, que no tenía nada que ver, compartía el calificativo con su hermana.

Una tarde de domingo, en primavera, que habíamos ido a una de las innumerables fincas del tío Aldy, mi padre y el tío Eduardo, después de comer, decidieron que había que dar un paseo. Los que íbamos éramos los jefes, el tío Eduardo, el Cacho Madera, mis primas, Romo y yo. Mi hermana nunca venía con nosotros, pero es que ella ya era mayor, a mí me sacaba once años. Los mayores se sentaron en unas peñas, se pusieron a fumar y a los niños nos mandaron a jugar por ahí.

―Niños, que el campo es muy grande. ¡Hale…!

A veces también decían, ancha es Castilla.

Nosotros salimos corriendo, seguidos por Romo, y nos metimos entre otro grupo de piedras que había más allá. Una vez a cubierto se suscitó la primera cuestión.

―¿Qué hacemos? ―dijo Beatriz.

El Cacho Madera, que ya tenía once años, debía de sentirse como el jefe de la banda.

―¡Vamos a escondernos!

Anita estaba de acuerdo.

―¡Eso!

Yo no sé cuál era el motivo, pero mi prima Beatriz la había tomado conmigo. Quizá fueran aires maternales, o a lo mejor es que me veía muy desvalido. Beatriz, a sus escasos años, era una mandona.

―Nosotros nos vamos para allá. Y si nos llaman, no contestéis.

Beatriz me cogió de la mano con aquel aire de dominio que le iba a caracterizar toda su vida, y tirando, porque yo no veía muy claro aquello de las parejitas, me arrastró en dirección a los árboles. Romo nos siguió.

Beatriz iba a tiro hecho. En cuanto estuvimos solos me puso contra una peña y dijo,

―¿Hacemos lo que he visto en la tele?

Yo, que la veía venir, lo dije sin atreverme a mirarla.

―Bueno…

Beatriz me cogió la cabeza con las manos y, mirándome, posó sus labios sobre los míos y algo gordo comenzó a entrarme por la boca. Yo me asusté. ¿Qué era aquello…? Me eché hacia atrás bruscamente y me di con la cabeza en la piedra.

―¡Ay…!

Beatriz se quedó sorprendida y sin saber qué decir. Luego me soltó y se medio enfadó.

―¿Qué pasa? ―preguntó.

Yo no sabía qué decir y no dije nada. La miraba no muy de frente, por lo que pudiera ocurrir. Beatriz insistió,

―No, que hay que hacerlo así…

… y otra vez me agarró y volvió a besarme y a intentar meterme la lengua. Yo volví a retroceder, y aquello a Beatriz, que tenía muy poca paciencia, le empezó a cabrear.

―Que es que hay que hacerlo así, que se meten la lengua…, que me lo ha dicho una niña del colegio…

Beatriz me cogió de nuevo y se me montó encima, o poco menos. Además, aquella vez, casi chilló.

―¡Venga, que te dejes…!

Romo, cuyo punto de vista era el más justamente proporcionado, porque no se nos olvide que los perros lo huelen todo, se puso de patas y se subió a Beatriz ladrando. Luego le levantó la falda por detrás y le metió el morro entre las piernas. Ella, que estaba en plena exploración buco lingual, pegó un respingo, me soltó, se volvió al perro y empezó a reñirlo.

―¡Romo…!, eres muy malo…

Romo daba saltos y se dejaba querer. A él, como a todos los perros, lo que más le gustaba era que le hicieran caso.

―¿Sabes lo que me ha hecho?

Yo estaba volado.

―Me ha metido el morro por detrás…

A Beatriz le salía la palabra detrás divinamente. La decía muy matizada, con todas las letras, y mirándote a los ojos para que no te distrajeras.

Yo me aguanté el asco, bueno, una sensación de entre miedo y asco, y cuando llegué a casa me metí en el cuarto de baño y estuve lavándome la boca durante un cuarto de hora, con elixir y todo, y eso que no me la lavaba ni por recomendación, para desesperación de mi madre y las muchachas.

Otro día, hablando de cepillarse la boca, Beatriz me contó que por la noche se iba a la cama con el cepillo de dientes; yo ni me imaginaba cómo era aquello.

―¿Sabes qué…?

Yo, cuando veía a Beatriz con la mirada turbia, sobresaltada, que las manos se le iban entre las piernas, aunque lo hacía de una forma muy disimulada, me llegaba una especie de desazón a la que no sabía qué nombre dar.

―No… Qué…

Beatriz lo soltó como el que…

―Que yo duermo con el cepillo de dientes.

A mí aquello me pareció una idea fantástica y abrí los ojos ante tamaño descubrimiento.

―¿Síiii…?

―Sí. Me meto el mango.

Yo no acababa de verlo claro, como de costumbre.

―¿El mango…?

Mi prima Beatriz, la verdad, tenía muy poca paciencia con su primo el pequeño.

―Pues claro, ¡idiota…! Si es que no entiendes nada.

Yo no entendía nada, bien es cierto, no tenía ni la más remota idea de por dónde se lo metía, y como no entendía nada, porque pensaba que era por la boca ―que dormía con él en la boca―, también quise hacerlo. La jefa se enteró, avisada por la criada.

―Señora, que el niño quiere dormir con el cepillo de dientes.

Mi madre vino a ver qué ocurría y nos encontró discutiendo.

―Pero no…, es que tiene que ser al revés…

―Pero, Eduardo, ¿qué moda es esa del cepillo de dientes? ¿Quién te ha dicho a ti eso? ―y yo, infeliz de mí, canté de plano.

―Mamá, si me lo ha dicho Beatriz… ¡Que se mete el mango!

Mi madre, lógicamente, alucinó, pero no dijo nada. La jefa era muy discreta, y, además, hay cosas que es mejor no repetir.


ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...