El cachalote
APARICIÓN DE UN CACHALOTE
Yo nací en el Atlántico norte una noche de tormenta, una noche invernal de rayos y truenos, de vientos a ciento setenta kilómetros por hora y olas de quince metros; olas en la superficie, se entiende. Debajo del agua, unos cincuenta metros por debajo de ella, las tormentas casi no se advierten, pero, según me han contado, aquella noche los rayos fueron tales que incluso allí se adivinaban los fogonazos. Los bancos de peces huían espantados y los cefalópodos se habían sumergido hasta donde a cada uno le permitía la presión hidrostática, ¡noche de orcas y tiburones…! El parto, al menos, fue un parto normal.
Yo, cuando nací, era un precioso y estilizado bebé de catodonte de marcado aspecto fusiforme, casi cinco metros de longitud y una vertical mancha blanca en la frente que había de conservar toda mi vida. Estas manchas no son habituales, y menos aún los cachalotes albinos por entero ―tanto es así que alguno de ellos ha pasado a la historia; piénsese en aquel al que los humanos llamaron Mocha Dick―, pero a mi me tocó, y como suelen ser signo de buena suerte, podríamos decir que la dilatada peripecia de mi vida empezó de la mejor manera. Además vine de cola, lo que evita complicaciones a la madre y al bebé, y al salir del claustro materno lo primero que hice fue subir a la superficie a respirar, claro, porque si no me hubiera ahogado. Subí con ella a aquella espaciosa superficie azotada por vientos que venían casi directamente del polo magnético y no hubo ningún problema, máxime que, en semejantes ocasiones, toda la manada ayuda, y no se crea que sólo las hembras, no. En las manadas de cachalotes, al revés de lo que sucede en muchas otras sociedades, ayuda todo el mundo.
El procedimiento, al principio, no es complicado, pues basta con aprender a mamar dentro del agua, pero esto, con ser fácil, tiene su aquel. Para ello, las diversas madres, que debido al acontecimiento suelen estar sumamente revolucionadas, te ayudan, te empujan y te sostienen para que alcances el pezón, pero como lo que tu madre hace es soltarte un descomunal chorro que te llega hasta la garganta (y digo descomunal porque cuando acabas de nacer eres muy pequeño), tú sólo tienes que abrir la boca y aspirar. Tragas algo de agua, no vas a tragar, pero también gran cantidad de grasa de la buena. El resto de las hembras, que nadan por allí observando el proceso, ya digo, hacen toda clase de comentarios de aprobación entre ellas y dan consejos a la madre.
―Doña Tal, más a la derecha.
―No, ahora no, espere un poco…
―¡Ahora, ahora!
Y tú, claro, venga a tragar…