lunes, 16 de junio de 2025

ENTREGA 19

 

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CANTÁBILE

 

Ulises y las indias

Infancia en la selva

La tragicomedia de la vida

Dies iræ

Educación en la manada

Llegada de Louis y muerte de Tente

La negra descubre el mar

Aprendizajes por esos mundos

Canción de la inmigrante

Un verano

El campo y la ciudad

Nuevos personajes

La negra a los once años


 

ULISES Y LAS INDIAS

 

Por aquellos tiempos se empezó a hablar del Ulises, lo leí en el periódico. Ulises ya era algo, creo que uno de los asteroides troyanos, esas montañas que cortan la órbita de la Tierra y algún día, tarde o temprano, acabarán por estrellarse contra ella, pero la aparición del nuevo cuerpo, un cometa de corto período que, seguramente por su mínimo tamaño o negruzco aspecto, había pasado hasta entonces inadvertido, organizó tal revolución entre las diversas burocracias celestes que en vez de denominarlo Grigg-Skjellerup, Schwassman-Wachmann o algo por el estilo, esos nombres que nadie puede recordar, quitaron el nombre al asteroide y se lo dieron al nuevo objeto; todo el mundo sabía que de aquel cuerpo se iba a hablar mucho. A la pieza que les quedó suelta la renombraron como Harmonia III, y así se zanjó el asunto.

El descubrimiento de un cometa hasta el momento no observado no es un fenómeno raro. Todos los años se descubren alrededor de una docena, y el número total de estos, de los conocidos, ronda el millar, aunque se supone que en la nube de Öort, esa nube cometaria de fábula que según todos los indicios está en los confines del Sistema Solar, esperan a los futuros exploradores otros cien mil millones, y esto en cada sistema estelar.

Ulises era uno más, pero era un cometa muy apetecible. Como todos los cometas, era una montaña de roca, hielo y hollín; daba una vuelta al Sol cada siete años, y su núcleo medía algo menos de tres kilómetros de lado a lado. Nada más descubrirlo, quienes pensaban en estas cosas ―que tampoco eran tantos―, tuvieron la misma idea: sus parámetros orbitales eran tan adecuados que constituía el objeto perfecto para enviar una nave, posarla sobre él, tomar muestras de su helada superficie y volver a la Tierra; de esto se habló desde el principio. Tal aventura, que estaba en la mente de todos los cazadores de vida, se acentuó mediante los medios de comunicación, y en pocos años se diseñaron tal cantidad de planes que en cuanto la técnica necesaria para llevarlo a cabo con las mínimas garantías estuvo a punto, se hizo, aunque con esto no quiero decir que se llevara a cabo inmediatamente. La operación era engorrosa porque no se trataba sólo de mandar un aparato automático. Lo que los científicos querían era poner dos o tres personas sobre el errante bloque de hielo, y esta era una operación de envergadura, dado que nunca se había intentado algo semejante. Aunque hablaban mucho de ello, y continuamente hacían planes, a Marte aún no había ido nadie, por ejemplo ―y eso que era lo más fácil después de la Luna―, pero como había habido múltiples fallos en el programa automático, ninguna de las agencias que se dedicaban a tales menesteres se atrevía a dar el primer paso. Además, los políticos, por sus más y sus menos, por un quítame allá esas pajas, retardaron el proyecto en función de sus intereses, y al final, como suele suceder en tales casos, resultó que desde que descubrimos el Ulises, hasta que se intentó la aventura, transcurrieron la friolera de veinticuatro años.

Yo, a los once años, no tenía ni la más remota idea de lo que era un cometa, de esto me enteré de mayor, y aunque aquel llegaría a tener un gran significado en nuestras vidas, por aquellos entonces ninguno lo sospechábamos y no me interesó nada. Lo que a mí me interesaba en las fechas que narro era jugar a los indios ―aunque más bien habría que decir a las indias― con mis primas. Jugar, se puede jugar a muchas cosas. A la botella, al tren, a los médicos, a las tinieblas, etc., pero con mis primas, de pequeño, jugaba a los indios; luego ya vendrían otras historias. ¡Cómo no sería el asunto, que yo, para despistar, para que aquello no resultara tan evidente, al escondite prefería llamarlo los indios!, aunque no sé para qué me andaba con rodeos con Beatriz. Mis primas, además, no eran unas personas normales, ni mucho menos. Mis primas, ya que hablamos de ellas, en cuanto tuvieron edad suficiente iban al colegio a caballo. Vivían en una casa en la que había caballos, sí, y el colegio estaba cerca, pero así y todo no deja de ser algo extraordinario. A los caballos los amarraban en la puerta, y ellos las esperaban hasta que salían; debían de ser unos caballos muy buenos. En el colegio, los demás se harían cruces, que no es para menos.

―Venga, vamos a jugar a los indios.

Mis primas se apuntaban nada más oírlo.

―Eso. Venga.

―¿Quién la liga?

Aquí, yo, como era hombre, trataba de imponer mi criterio, aunque esto quizá sea decir mucho. Yo siempre apuntaba a Beatriz.

―Te la ligas tú, y nosotros nos escondemos.

Yo me iba a esconder con Anita, que a sus diez años era rubia y delgadita, vaporosa, y sin duda de ningún tipo me gustaba mucho más que su hermana. Bueno, Beatriz tampoco estaba mal. Era más burra, ya empezaban a salirle las tetas ―aunque de eso yo todavía no me enteraba―, pero, desde luego, mi preferida era Anita. Además, tenía la ventaja de que era un poco más pequeña que yo y siempre se le podía enseñar; calcule usted.

Beatriz, que a veces se sentía marginada, protestaba.

―¡Siempre la ligo yo…! Ahora te toca a ti.

Yo, para tener a todos contentos y que el juego no decayera, a veces me la quedaba. En aquellos casos lo que hacía era dar vueltas y más vueltas, como quien no sabe en dónde estaban metidas, y luego, cuando las encontraba, que solían estar tumbadas una encima de la otra debajo de alguna cama, ejecutar el numerito de la exploración bajo las faldas. Anita llevaba bragas de nylon, de las modernas, mientras que Beatriz, que era mayor, a veces las llevaba de perlé, de las antiguas, lo que a mí no me atraía nada.

―¡Qué horror!, qué mal gusto… ¡Qué antiguo!

Bueno, no lo decía, pero lo pensaba.

 

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