jueves, 31 de julio de 2025

ENTREGA 32

 

 

LLEGADA DE LOUIS Y MUERTE DE TENTE

 

El recién estrenado curso trajo varias novedades, la primera de las cuales consistió en la aparición de un nuevo condiscípulo en mi clase. Se llamaba Louis, era medio francés y estaba allí por animal ―pues le habían echado de su anterior colegio―, aunque, según supe luego, tenía a quien salir. Louis, por aquel entonces, decía,

―Si estás muy salido, vete de putas; en cuanto ves la primera se te pasa.

… y yo apostillo: cuando el padre de Louis (que era de quien había aprendido aquellas cosas) era pequeño, las putas eran espantosas, pero hoy en día estas cosas han cambiado mucho.

Louis y yo habíamos nacido el mismo mes y el mismo año, aunque no el mismo día, y como allí nos colocaban por edades ―en clase, me refiero―, fuimos compañeros de pupitre más de una temporada, situación que marca mucho. Louis era como yo, un poco más alto, y estaba bastante cachas. Al principio me miraba con cierto aire de superioridad, pero en cuanto vio que yo multiplicaba de memoria y ganaba los concursos que se hacían en clase de cálculo mental, se le bajaron los humos y empezó a considerarme persona. Esto, lo de las matemáticas, ya sabía yo que impresiona mucho a todo el mundo. Al principio, durante los primeros meses, tuvimos algún altercado por motivos que sólo se pueden comprender si se dice que los protagonistas teníamos alrededor de trece años, de forma que casi será mejor no referirse a ello, pero luego, en cuanto transcurrió algún tiempo, nos hicimos muy amigos. Yo nunca había tenido amigos, amigos en serio, y Louis fue el primero.

Hasta que empezó el curso, hasta que llegó septiembre, el Cacho y yo estuvimos viviendo con la abuela, y luego ella y Claudia organizaron las cosas en nuestra antigua casa para que aquello volviese a la normalidad. Como sólo iba a vivir el Cacho, la abuela le puso una de las criadas más antiguas que tenía ―una colombiana que debía de andar por la cincuentena― como ama de llaves. Se ocupaba de todo, hacía la comida, limpiaba, lavaba, planchaba y todo eso, porque el Cacho, a los dieciocho años, era muy presumido. A mí aquellos pormenores no me interesaron nunca, pero a él, cuando tenía la edad que dije, se le subieron los humos y lo llevaba a rajatabla. Los vaqueros se los tenían que planchar con la raya al revés, que ya es el colmo, y de las camisas no digamos nada. No sé dónde habría aprendido aquello, pero el caso fue que sucedió tal y como lo cuento, y yo, quizá porque la abuela no quería que viviera con él, o quizá para que le hiciera compañía, que eso es muy de abuelas, más de las listas, me dispuso un cuarto en su gran y solitaria casa y me quedé a vivir allí, pero como de aquella mansión y los lujosos detalles que la adornaban, amén de la calidad de los productos que salían de la cocina, ya he hablado, no insistiré sobre ello, aunque sí diré, ¡acontecimientos desgraciados y que vinieron todos seguidos!, que lo siguiente que sucedió aquel año fue que se murió, se murió la abuela, que estaba mal hacía tiempo. Estaba artrítica perdida y no andaba ni con dificultad. A la boda de Claudia fue en una silla de ruedas conducida por un negro que jugaba al baloncesto, y a Bogotá transportada por los espíritus. Aquello de Bogotá fue como eso que llaman la mejoría de la muerte, sí, porque allí mejoró mucho, e incluso anduvo, pero ahora pienso que fueron sus últimos suspiros. La cabeza, sin embargo, la tenía perfectamente.

―Eduguá ―me dijo una noche que estábamos cenando en el comedor de su casa, los dos solos, como hacíamos siempre y yo recordaba de cuando éramos muchos―. Y tú, ¿qué vas a hacer cuando yo no esté aquí?

Yo no supe qué responder.

―Abuela, no digas eso.

Ella siguió comiendo sus verduras y durante un momento no replicó nada, pero luego, de repente, dijo,

―¿Nunca oíste hablar de las luces azules?

Yo me quedé en blanco. ¿Las luces azules…?

―Sí, y no te lo digo en broma. A lo mejor algún día tú también ves luces azules

Yo me la quedé mirando.

―¿Yo…?

―Sí, tú. ¿No sabes que esas facultades se heredan? Tu padre y tus tíos las heredaron…, aunque ellos no les hayan sacado mucho partido. Sin embargo, tú, que has dado muestras de… ―y aquí hizo una pausa―, quizás algún día descubras algo que aún ni sospechas.

Hubo un largo silencio durante el que tuve miedo, y la abuela lo notó.

―Bueno, no me hagas caso ―y se rió y siguió comiendo y mirándome con satisfacción.

Luego, al cabo de un rato, cuando estábamos con el postre, a modo de colofón dijo,

―De todas formas…, ¿te acordarás cuando yo no esté de lo que te he dicho… acerca de esas luces?

Yo, que a aquella edad no podía centrar mis pensamientos, mucho menos mis sentimientos, y lo veía todo de un color rarísimo, y no azul precisamente, muy serio y mirando al plato contesté,

―Sí, abuela, claro. De eso me voy a acordar siempre.

 

ENTREGA 51

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