lunes, 4 de agosto de 2025

ENTREGA 33

 

 

A mí me llamó Claudia, mi hermana la lista, un sábado por la tarde, y me cogió completamente desprevenido. Yo no esperaba que fuera a suceder, a pesar de lo que me había dicho. En realidad no esperaba que fuera a suceder de ninguna manera, porque la abuela, desde mi punto de vista, era poco menos que inmortal, pero ahí me equivoqué.

Yo estaba en casa de Louis, en una casa que tenían sus padres en la costa, adonde habíamos ido unos días de vacaciones y de la que tuve que volver apresuradamente. Hice el viaje en tren sin poder dejar de pensarlo, la abuela se ha muerto, la abuela se ha muerto, y no lloré porque había más gente alrededor, pero me pasé el viaje mirando por la ventanilla y sin poder hacerlo a ningún otro lado. A mí, algunas veces, en algunas épocas, llegó a parecerme que había nacido para enterrar gente, para acompañar a las personas a su última morada, que dicen por ahí… Nunca me gustaron tales expresiones, pero por aquellos entonces se me ocurrían ideas grandilocuentes.

Cuando la abuela se murió ―esto me lo contó el Cacho, que lo había visto―, en el momento de morirse, en la casa, a su alrededor, tuvieron lugar toda clase de fenómenos paranormales. Llamaradas azules, ¡azules…!, fuegos fatuos, resplandores del espíritu, rayos y centellas…, y todo esto me lo creo, por supuesto, pero el Cacho, que lo había visto de cerca, no se lo creía y pensaba que eran suposiciones suyas o que lo había soñado. Otro indicio de que la abuela siempre fue harto especial, consistió en que en el funeral redoblaron las campanas de la iglesia, lo que yo nunca había oído. No tocaron a Bach porque no había suficientes campanas, pero se oyó algo muy conocido, algo muy lúgubre, algo que me sonó mucho. Yo no sé si estaba haciéndole señales a alguien desde el otro mundo, pero seguramente fue aquello lo que sucedió.

La segunda y última vez que me puse el famoso traje azul fue en el funeral de la abuela, y de las caras que vi deduje que en la familia ella había sido el alma de todo. Mi hermano estaba un tanto ojeroso, si bien puede que fuera por una novia que tenía y le traía a mal traer, pero se hacía el valiente y sonreía. Claudia lloraba sin ningún pudor, aunque no tanto como aquel día en que se murieron los jefes, y el tío Aldy envejeció diez años de la noche a la mañana. A mí me dijo,

―Como bien sabes, sólo te empiezas a hacer mayor el día en que te quedas sin padres.

Luego debió de pensar que se estaba poniendo muy serio y añadió,

―Bueno, sobrino, y ¿qué tal de novias?

Yo…, ¡qué iba a decir…! Nunca había tenido una novia, pero ya sabía que el tío Aldy lo sabía. En la familia se hablaba de todo, o sea que tampoco había que disimular.

―Hombre, tío, no tan bien como tú, pero se hace lo que se puede.

El tío Aldy me miró.

―Nunca tengas novias que te gusten mucho, ¿eh? Te complicarán la vida.

Yo no sé por qué dijo aquello, pero acertó. De mayor lo he pensado harto, y comprobado hasta la saciedad.

A la salida nos fuimos a comer a un restaurante de las afueras. Éramos diez, así que podría decir que lo hicimos estrictamente en familia. Los únicos no consanguíneos eran Pedro, el marido de Claudia, y la tía Beatriz, la mujer del tío Eduardo. Beatriz, mi prima la mayor, estaba desmadradísima, seguía gritando igual que dos años antes, o incluso más, y Anita, a quien hacía mucho que no veía y ya tenía trece, había crecido y semejaba una de esas chavalas que salen en los anuncios, daba la risa verla. Yo, nada más encontrármela, me puse hasta colorado.

―Esta no es mi prima. Yo no la conozco.

La pobre Anita miraba a su alrededor, miraba a los que nos rodeaban, y no sabía qué decir.

―¡Pero si soy yo…!

Claudia, Claudia la matemática, mi hermanita del alma, estaba embarazadísima y tenía un bombo de lo más aparente, le debían de faltar unos meses para soltarlo, y la tía Beatriz llevaba un sombrero que daba que pensar, un sombrero con una especie de salientes por la parte de la frente; dos, uno a cada lado. Por si el asunto no estuviera suficientemente claro, el Cacho, que estaba a mi lado ―y ambos frente a ella―, me lo estuvo explicando.

―¿Has visto? ―y me daba con el codo mientras se reía por la comisura de la boca.

Yo miré, pero no vi nada de particular. El Cacho bajó la voz y miró a su plato mientras decía,

―¡Se ha traído los cuernos!

Yo miré al tío Eduardo, mi padrino, que estaba al otro extremo de la mesa, perorando, según costumbre, con un vaso en la mano, y me pareció de repente que tenía una cara de cínico que no podía con ella. La verdad es que todo aquello me hizo mucha gracia.

La coraza que nos protege ―aunque no del pecado― se va construyendo con estos sucesos. Yo entonces no percibía esta coraza, pero de mayor he advertido su presencia en multitud de ocasiones y siempre me ha parecido algo maravilloso.

ENTREGA 51

    LA NEGRA A LOS ONCE AÑOS   A los once años tenía una pandilla de pibas, todas del colegio y de mi misma clase, con las que salía...