LA NEGRA DESCUBRE EL MAR
Yo me acuerdo de cuando un día Jonás me dijo, mira, hermanita, hoy vamos tú y yo a celebrar un rito; Jonás tenía once años y yo cinco; Jonás ahora es Charles. Fuimos caminando tres horas hasta el mar. Yo nunca había visto el mar, yo vi el mar por primera vez a los cinco años y me produjo una impresión fantástica. Llegamos a una playa, la playa era muy grande y llegabas por un desierto, se acababan los árboles y había un gran arenal de montañas de partículas. Subimos a una y nos tiramos desde arriba. Se oía un ruido muy raro pero yo no hice caso. A mí me gustaba lo de tirarme desde arriba porque nunca había visto la arena, y mucho menos en aquellas cantidades, de forma que estuve como una o dos horas subiendo y bajando por la pendiente. Luego Jonás me dijo, ¿no oyes ese ruido?, y sí, yo lo oía, era lo primero que había oído al llegar; pues eso es el mar, vamos a verlo. Atravesamos otras dos o tres montañas de arena y nos volvimos a tirar, y desde la última, desde arriba, de improviso vi todo aquello azul que se iba hasta el horizonte y se movía; aquí y allá estaba salpicado de objetos blancos que aparecían y desaparecían, y sobre su superficie volaban pájaros gritando…
Yo entonces vi el mar por primera vez y me caí sentada en el suelo, me quedé extasiada, entré en un estado de trance que nunca se me olvidará, ¡tan ancho!, ¡tan luminoso!, toda aquella agua centelleando y las nubes blancas allá arriba… Cuando vi el mar por vez primera me quedé maravillada, nunca se me hubiera ocurrido que podía existir algo así, tan distinto de lo que conocía, la tierra sin fin… Jonás me tiraba de la mano pero yo no podía moverme, tuve que permanecer quieta y restregarme los ojos. Dios santo, ¿qué era aquello? ¡Y cómo olía…!
Luego bajamos de la montaña de arena y fuimos hasta la orilla. Yo me acerqué con cuidado, con precaución, pero Jonás se reía y salió corriendo hacia ella, hermanita, no tengas miedo, es agua, agua salada, es muy buena y está llena de peces. Jonás entró corriendo en el agua, se tiró dentro y desapareció. Yo me quedé aterrada, ¿y si no salía…?, porque nunca había visto a nadie hacer una cosa semejante, y también corría mucho viento. Luego, como no salía, entré a buscarlo, y la verdad es que la primera impresión fue buenísima, juzgue usted: yo tenía cinco años, aquello era el Caribe, y la playa a la que fuimos estaba desierta; ya sé que ahora no suceden estas cosas, pero yo recuerdo cuando todavía era posible y lo cuento. La temperatura del agua, además, era la justa, no estaba fría pero tampoco caliente, y como yo, a pesar de ser mujer, casi nunca he tenido frío, estuve tres o cuatro horas a remojo. Para ser mi primer contacto con el mar tampoco fue extremo; en el futuro iba a estar dentro mucho más.
Jonás y yo estuvimos dando volatines, buceando, saltando las olas de la orilla y riéndonos, al final ya histéricamente, pues esas son las inclinaciones de los niños cuando no hay nadie cerca que los contenga. A las tres o cuatro horas, ya digo, tenía la piel arrugada y estaba hasta cansada, así que salimos del agua y estuvimos tirados en la orilla dejando que las olas que iban y venían nos mojaran y mojaran, y luego, cuando ya habíamos tenido suficiente y nos entró hambre, Jonás me explicó cómo se cogen esos bichos que están pegados a las rocas.
Debes cogerlos desprevenidos, pero si no lo logras puedes levantarlos con un hierro, con una navaja, con lo que tengas. Si no tienes nada puedes intentar hacerlo con las uñas, pero así es difícil porque te las rompes y casi no consigues coger ni uno. Luego los chupas, y con los dientes arrancas la parte que se come, que es salada y suave, en unos más que en otros. Si estás toda la mañana te llegas a comer muchísimos, y aunque no se te quita el hambre del todo, se te quita bastante. Jonás los despegaba a toda velocidad porque tenía una navaja. Al principio me los daba, pero luego me la dejó y aprendí yo a hacerlo. Estuve otras dos horas cogiendo todos los que veía, había muchísimos, y persiguiendo a las cocolías, pero corrían más que yo y no pude alcanzar ninguna.
Por la tarde, cuando ya estábamos muy cansados, apilamos palos que había en la arena, y Jonás, con una lupa que llevaba en el bolsillo ―era otro de sus tesoros, porque Jonás siempre llevaba los bolsillos llenos de tesoros; no sé de dónde los sacaba, pero el caso era que los tenía― hizo unas manipulaciones y prendió fuego a los palos, tuvo que soplar mucho, pero despuesito aquello estuvo ardiendo. Hicimos una hoguera muy grande, pero los palos debían de ser de mala calidad porque se quemaban en seguida, no duraban nada, había que estar todo el rato echando más, y luego, ya que estábamos allí, Jonás me enseñó a bailar alrededor de las llamas. Jonás era un negro de verdad; quiero decir que tenía esqueleto de negro, y por tanto movimientos de negro. Si Jonás hubiera vivido en la civilización en la que yo viví luego, hubiera sido jugador de baloncesto, o de fútbol; de tenis no creo, porque de tenis había pocos negros. Desde luego se movía muy bien, con mucho sentido musical, así que a lo mejor resulta que hubiera sido músico en vez de deportista, no sé, pero yo desde pequeña le imitaba. Liria también se movía muy bien, y yo también la imitaba, pero aquel día ella no estaba, estuvimos solos los dos puesto que por allí no iba nadie. Había muchísimas playas, unas pegadas a otras, seguidas, pero poca gente porque a las playas no iban más que los extranjeros, los naturales del país estaban muy ocupados; si no estaban trabajando, estaban en la cantina, eso los hombres, porque las mujeres no entraban en la cantina. Lo único que hacían las mujeres era trajinar. Bueno, trajinar, sentarse a la sombra y fumar, o por lo menos eso fue lo que yo vi. Además, a la playa, a aquellas playas, no se podía llegar más que andando, y los extranjeros no andan. Si no van montados en algún vehículo ni se mueven, aunque es verdad que suelen ser mayores. Niños extranjeros también hay, por supuesto, pero yo de pequeña nunca vi ninguno.
Cuando el sol comenzó a acercarse al horizonte, lanzamos una botella con un mensaje al mar. La botella la traía Jonás en el bolsillo. Era una botella pequeñita y gorda de cristal verde oscuro y con un tapón de corcho. El mensaje decía no sé qué, yo no sabía leer y estaba dentro de la botella, pero Jonás me lo explicó. El mensaje decía, alma del África lejana, llena mi pecho de candela…, cosas de esas. Eran palabras de una canción [1], pero me parece que Jonás la había copiado mal; él sí sabía escribir, aunque no muy bien. Luego la tiró y la vimos flotar allá a lo lejos, y por fin desaparecer. No es que se hundiera. Lo que sucedió fue que se alejó y dejamos de verla, el mar y el viento no la devolvieron, y al final Jonás me cogió de la mano y me llevó de vuelta hasta casa. Yo fui todo el camino pensando en el mar y sus olas, en el viento y los pájaros marinos… Me dio tiempo de sobra porque tardamos muchísimo, y cuando llegamos, él desapareció y no volví a verlo hasta varios días después. Cuando se tienen once años se puede hacer eso y bastante más, lo sé por experiencia.