APRENDIZAJES POR ESOS MUNDOS
El último año que estuve en el colegio fue cuando vivimos la aventura de la cárcel, o más bien del calabozo, la única vez en que yo he pisado uno de tales lugares, y todo sucedió porque, como conté, algunos fines de semana me iba con Louis ―en ocasiones acompañados por sus padres― a una casa que tenían en la costa y en donde nosotros nos imaginábamos que ligábamos, aunque otras veces eran Claudia y Pedro los que nos llevaban a un molino viejo que Pedro había comprado en el norte de nuestro país y estaba arreglando, a lo que nosotros le ayudamos en lo que pudimos. Claudia era la que entonces se ocupaba de mí, y las muchachas de la abuela, pero como yo me portaba bien y de algunas averías que hice ―averías menores― no se enteró nadie, casi siempre podía hacer lo que me viniera en gana.
Louis y yo, la vez que narro, teníamos nuestros propios planes y no fuimos a su casa de la costa, que era adonde se suponía que íbamos a ir. A donde fuimos fue a otra casa, una que su familia tenía en el campo, en las afueras de nuestra ciudad; cogimos un tren de dos pisos, uno de cercanías, y en breve entrábamos por la puerta. Allí no había nadie, no había ni guarda, sólo había unas alarmas pero Louis tenía las llaves, y en un garaje grandísimo estaba expuesta una colección de coches antiguos y otros no tan antiguos. Yo me quedé extasiado. A mi padre le gustaban las locomotoras, pero al padre de Louis lo que le gustaban eran los coches, al parecer.
―¿Cuál quieres? ―me dijo Louis, que estaba lanzado.
A mí el que más me gustó, después de mirarlos mucho, fue un Ford Meteor, un modelo con sesenta años, por lo menos, a cuestas. La verdad es que era bonito, y si no te fijabas mucho ni te dabas cuenta de que era antiguo. Era un haiga enorme de color mostaza y pintura metalizada, con un sofá, en vez de asientos, delante, y otro detrás; para dormir, perfecto, y con el cambio en el volante.
En aquel viaje, al principio, nada más salir, fue cuando nos sucedió lo de arrancar hacia atrás. Estuvo bien, y luego nos reímos mucho, pero estuvimos a punto de dárnosla bien dada. Resulta que cogimos el coche, lo sacamos, cerramos la casa, procuramos dejar todo como estaba, arrancamos y nos fuimos. En el primer semáforo al que llegamos, antes de meternos en una autopista, había un coche parado, un coche medio deportivo con dos pijos dentro con gafas de sol aerodinámicas, un chico y una chica. El que conducía era el chico. La chavala estaba hasta medio buena, aunque entonces nos gustaban todas, y a Louis más. Nosotros nos pusimos a su lado, les echamos una ojeada y ellos nos miraron. El intercambio de miradas estuvo muy claro, pero, por si acaso, Louis pegó un par de acelerones; el desafío estaba lanzado. Los del otro coche eran mayores que nosotros, pero entraron al trapo porque tontos los hay en todas partes; gente dispuesta a pegarse con el primero que pase, abunda; deben de ser influjos de la tele. Total, que se puso el semáforo verde y el del deportivo salió volando y echando humo azul por las ruedas. Nosotros también…, pero hacia atrás, porque con aquello del cambio en el volante no estaba muy claro cuál era la primera y cuál la marcha atrás. Sin embargo, no dimos a nadie, no había nadie detrás, aunque si llega a haberlo nos lo cargamos, porque el coche salió como un cohete.
Nos fuimos al sur. Nos fuimos al sur a ver chavalas, claro está, y si no, putas, que decía Louis.
―Hombre, putas…
―¿Cómo que no? Ya veremos lo que encontramos.
Hicimos un viaje fantástico, sin carnet ni nada, por supuesto, porque, ¿quién tiene carnet a los quince años?, pero Louis, que llevaba toda la vida conduciendo, conducía desde pequeño, se compró unas gafas de sol en una gasolinera, y así, visto de lejos, parecía un poco mayor. Nadie nos dijo nada ni tuvimos ningún incidente, y a las seis de la tarde enfilábamos la avenida principal de lo que se suponía que era la capital del puterío del sur; del puterío caro, además. Louis y yo íbamos lanzados, ya digo, porque a la citada edad todo el mundo va lanzado.
El lugar estaba desierto. Sí, había una gran avenida llena de palmeras y montones de flores de colores en los parterres, pero poquísimos coches y aún menos gente. A un lado de la avenida estaba el pueblo antiguo, el original, con algunas calles empinadas y mucho letrero de comida extranjera, y al otro, el nuevo, todo lleno de urbanizaciones cerradas a cal y canto y puertos deportivos con barcos tapados con lonas. Las tiendas, los bares, todo estaba cerrado, así que volvimos a la parte vieja.
Nada más llegar nos topamos con un grupo de moros disfrazados de occidentales, con chandals y cosas de esas, que estaban descansando sentados en el borde de una fuente de fantasía que había en medio de una placita.
―¿Chocolate?
Esto fue lo primero que nos dijeron. Louis se bajó del coche y estuvo hablando con ellos. Luego, con grandes aspavientos y una sonrisa de oreja a oreja, volvió y me echó una china encima mientras arrancaba. Era la primera que comprábamos en toda nuestra vida.
―¡Venga!, vamos a hacer uno.
Yo lo miré y lo olí y Dios sabrá lo que era, Dios sabrá a qué olía aquello. Bueno, Dios sabrá… ¡A mierda de burro! ¡A estiércol de caballería! A eso es a lo que olía el chocolate del decenio de los diez, aunque luego fue peor lo que nos mandaron. Luego olió a petróleo, a piel vieja de serpiente o a residuo nuclear, no sé, y es que hasta que no llegaron los de fuera, al cabo de muchos años, no se puso orden en estos asuntos.