Tras un rato de dar vueltas vimos a dos chavalas, dos chavalas del pueblo y nuestra edad que estaban, con enorme cara de aburrimiento, comiéndose unos helados sentadas en un banco. Louis paró a su lado y, desde el volante, les dijo,
―¿Os venís a dar una vuelta?
Las chavalas nos miraron, miraron el coche, se miraron entre ellas, y una, a media voz, dijo,
―Bueno…
Como es lógico, las dos se subieron atrás. Se sentaron en el gran sofá y empezaron las risitas histéricas. Louis arrancó conduciendo de una forma muy extraña, con una mano ostentosamente encima del volante y sacando el codo por la ventanilla… Luego, poniendo cara de duro, de mayor, les dijo,
―¿Queréis fumar?
… y les tiró con la china, se la echó al asiento de atrás. Las risitas histéricas arreciaron, pero dijeron que no y ni siquiera la tocaron, y como ellas no la querían, acabamos por guardarla en una caja de plástico que tenía bombillas y estaba en una bandeja. Según Louis, era el mejor sitio.
Cuando estábamos discutiendo acerca de dónde ir, si a un bar o a la playa a dar una vuelta, nos encontramos a la primera pareja de guardias de aquella tarde, dos guardias de carretera. Verlos aparecer ―y cómo levantaban la mano― y acabarse las risitas, fue todo uno. Paramos. Nos miraron y nos hicieron salir; ni nos pidieron los carnets ni nada por el estilo. Uno de ellos estuvo revolviendo dentro del coche, sacando papeles de las bolsas laterales y metiendo la mano entre los respaldos y los asientos de los sofás. Yo me preguntaba qué estaba haciendo, hasta que a aquel individuo se le escapó una velada exclamación de triunfo y volvió con algo en la mano. Yo, al principio, no me di cuenta de qué era, pero él, dirigiéndose a Louis, seguramente porque era el más alto, dijo,
―¿Qué es esto?
El guardia tenía en la palma de la mano la china que acabábamos de comprar. Louis me miró a mí y luego al guardia, y a continuación pronunció algo ininteligible. Dijo algo así como,
―Eeeehhhh…
El guardia se puso derecho, como firme, nos miró a los cuatro y, con voz de mando, dijo,
―Entren en el coche.
Nosotros obedecimos. Las chavalas estaban medio arrugadas y con gran cara de susto, aunque se metieron atrás. Yo pensé, bueno, ya la hemos armado…, pero no sucedió nada de lo que temía, no, ocurrió algo mucho más curioso. El guardia cerró la puerta de Louis, se separó dos pasos, y desde el centro de la carretera, con la china en una mano ―cogiéndola entre dos dedos para que la viéramos bien―, media sonrisa maquiavélica en la cara, haciendo inconfundibles gestos con la que le quedaba libre y acompañándose con la cabeza, dijo,
―Venga, ¡ya pueden seguir!
Louis dudó un poco, yo creo que aquello no se lo esperaba, pero luego reaccionó. Arrancó el coche y salimos disparados, y respirando. ¡Vaya con los guardias! Y yo que creía…
Las risas histéricas, a continuación, ya no fueron de dos sino de cuatro. Cuando llegamos a la playa, a un chiringuito cerrado, lleno de parasoles desvencijados y sillas medio tiradas, el ataque de risa fue imparable, y es que esto de las aventuras, sobre todo si acaban bien, hermana mucho. Vamos, a unos hermana mucho y a otros menos, porque el caso fue que al cabo de un rato, yo no sé ni cómo lo hizo, Louis se puso a morrear con una. Ella no quería, o hacía como que no quería, pero luego se debió de animar, y cuando los vi, algo después, estaban detrás del chiringuito, al sol, medio agarrados y, efectivamente, morreando; vamos, más o menos. Yo, en cambio, estaba en la parte de delante con la otra, sentados en sendas sillas de la terraza de aquel chiringuito cerrado, mirando al mar y a las palmeras azotadas por el viento y, como no sabíamos qué decir, no hablando de nada.
Así estaba el panorama cuando aparecieron otros dos guardias. Estos eran de los que van de azul, en moto y llenos de insignias y micrófonos, los municipales, y debía de ser que no tenían nada que hacer porque se llegaron hasta nosotros, quiero decir, hasta Louis y la chavala, que estaban en la parte de atrás, y estuvieron hablando con ellos. Luego, al cabo de un rato, vino Louis y me dijo,
―¿Te queda dinero?
… y yo saqué lo que tenía y se lo di. Louis volvió a donde los guardias, y cuando estos se fueron vino hasta nosotros con cara de guasa y ondeando un papel en la mano: le habían puesto una multa por andarse magreando en la vía pública… A veces lo he pensado, pero nunca he conseguido entender a qué vino aquello ni por qué hicieron los guardias lo que hicieron en lugar tan desierto, aunque supongo que con el dinero se irían a tomar unas copas. Luego esto Louis lo repitió mucho de mayor.
―A mí, de pequeño, me pusieron una multa por darme un beso en la calle con una holandesa, y la pagué.
En realidad no fue en la calle ni con una holandesa, fue en la playa y con una de un pueblo, pero eso es lo de menos.
Las chavalas, lógicamente, después de tanta relación con la autoridad se asustaron, y en cuanto volvimos al pueblo, en cuanto enfilamos la avenida principal, se apearon, se fueron riendo ―esa es la verdad, y los comentarios me los imagino― y desaparecieron.
Aquella tarde ya no sucedió nada más. Cenamos en una tasca, y bien ―quiero decir, comida buena, todo pescado recién frito―, y como tampoco había mucho más que hacer, porque aquel pueblo parecía un pueblo fantasma, nos metimos en el coche y nos quedamos tiesos.