lunes, 18 de agosto de 2025

ENTREGA 37

 

 A la mañana siguiente Louis estaba preocupado.

―Me parece que nos vamos a tener que ir a otro lado. Aquí nos tienen muy vistos, y con este coche damos demasiado cante.

Aquello fue dicho y hecho. Nos tomamos unas cocalocas en el único bar abierto de la playa y enfilamos la carretera de la autopista. Justo al salir, en la primera rotonda, ¡zas!, los guardias de la tarde anterior, los que se habían quedado con la china. Vernos aparecer y levantar la mano fue todo uno. Paramos, y uno de los guardias se acercó.

―Buenos días. La documentación del coche, por favor.

Mientras la encontrábamos, el guardia se dio una vuelta alrededor mirándolo todo y volvió sonriendo atravesadamente. Nosotros no teníamos ni idea de qué era la documentación de un coche, pero le dimos una carpeta que estaba llena de papeles y el guardia se puso a revolver en ella. Luego nos miró y dijo,

―Salgan del coche, por favor.

El guardia, al principio, se comportó muy educadamente, pero se le pasó en seguida, en cuanto llegó otro coche, un jeep con más guardias, y se bajaron varios; uno era una chavala, y rubia, aunque también llevaba metralleta. Uno de los nuevos parecía mandar sobre los demás. Con unos papeles en la mano dijo, ¡regístrenlos!, y ahí nos tienes a nosotros, con las manos encima del coche y siendo registrados en mitad de la autopista ante las miradas de los que pasaban, que, claro, debido a la presencia de tanto guardia pasaban muy despacio.

―¡Sáquense lo que lleven en los bolsillos!

Nosotros obedecimos. Louis llevaba por lo menos una cartera, pero yo ni eso. No llevaba más que dinero, y poco, lo justo.

―¿Usted no lleva documentación?

Yo meneé la cabeza. El guardia me miró inquisitivamente pero no dijo nada. En vez de eso dio otra vuelta alrededor del coche, y al regresar dijo,

―Este coche está denunciado como robado. Además, tiene un disparo en una aleta.

Louis y yo pusimos cara de póker. ¡Un tiro! ¡Como no se lo hubiera pegado el padre de Louis…!

―Vengan, vengan aquí… ¿Qué es eso?

Nosotros miramos y, sí, aquello tenía un agujero, pero cualquiera sabía de qué. Además era un agujero viejo, estaba hasta roñoso. El guardia nos miró y dijo,

―Me tienen que acompañar al cuartelillo. Entren en el coche y vayan detrás de mí.

… y allá fuimos todos en procesión. El coche de los guardias delante, nosotros detrás, y el jeep con los de las metralletas cerrando la caravana.

El cuartelillo…, ya se lo pueden imaginar ustedes. Era moderno, con muchas antenas en el tejado y rejas en las ventanas. Nos metieron en una especie de despacho en donde otro guardia, que no paró de bostezar durante todo el tiempo, estuvo mirándonos sin parar, paseando impaciente a ratos y saliendo y entrando.

―¿Se puede fumar? ―dijo Louis sacando el tabaco cuando ya llevábamos allí un par de horas.

―¡No! ―dijo el otro, y allí se acabó la conversación.

En ese plan, incluso sin comer ni nada que se le pareciera, estuvimos todo lo que quedaba de día, y cuando empezaba a anochecer, apareció un mandamás. El mandamás, aparte de que todo el mundo se ponía muy derecho delante de él, era joven y rubio y tenía la cara del malo de algunas películas, imagen que él cultivaba, no había más que verle. Llevaba unas extrañas insignias en la solapa del uniforme, porque seguramente había hecho muchos méritos, o muchos cursillos, y lo primero que hizo fue separarnos, uno a un despacho y otro a otro. Qué le dijo a Louis no lo sé, pero probablemente lo mismo que a mí; tonterías, ganas de hablar por hablar, o si no a ver cómo se entiende esto.

El tipo aquel empezó en plan impresionante, poniendo caras raras.

―Vamos a hablar en serio ―me dijo―. Lo primero, ¿dónde está la mercancía?

Yo, cuando oí esa palabra, mercancía, me imaginé en un estudio de cine. Yo era un actor, el rubio otro, las paredes eran el decorado, y la cámara…, bueno, la cámara estaría oculta detrás de algún cuadro de aquellos. El tipo me miraba como esperando una respuesta, pero yo no sabía ni por dónde empezar ni qué decirle. Como no sabía de qué hablaba ―aunque algo podía suponer―, opté por permanecer callado y torcer el gesto; a cada nueva pregunta ponía una cara más rara.

Luego, cuando llevábamos largo rato, abrió un cajón y sacó una carpeta de entre un montón de ellas; yo creo que sacó una a bulto. Blandiéndola amenazadoramente, y haciendo como que la hojeaba, se acercó y me dijo,

―Lo sabemos todo ―que es algo que siempre dicen en las películas; aquello le quitó mucha seriedad al asunto.

Yo, que estaba ciertamente asustado, y hambriento, pensé,

―¿Qué será lo que sabe este de mí, que no me ha visto en su vida? ―pero no abrí la boca, entre otros motivos porque la tenía completamente seca; me limité a poner cara de susto.

A continuación salió, estuvo fuera largo rato ―durante el que otro me estuvo vigilando y fumando ostentosamente―, y luego, cuando ya era de noche cerrada, volvió a entrar. Aquella vez llegó haciéndose el campechano, y como si fuera una confidencia me dijo,

―Lo habéis escondido muy bien, ¿eh?, pero no te preocupes. Aunque tengamos que desmontar el coche entero, lo acabaremos encontrando. Hoy, de momento, vais a dormir aquí. Mañana, a lo mejor dormís en otro lado… ―y tras la velada amenaza se sentó ante la gran mesa del despacho, empezó a escribir en un papel y, cambiando el tratamiento y mirándome torcidamente, añadió,

―¿Quiere usted avisar a alguien? ―porque debía de ser que lo del habeas corpus lo llevaban a rajatabla.

A mí, como era joven, la voz me salió del alma; casi hice un gallo.

―Sí, yo quiero llamar a mi tío.

El mandamás me miró y dijo,

―Llame desde ahí.

Yo, tras un titubeo, levanté el teléfono y marqué el número del tío Aldy, su número particular, que lo sabíamos pocos. Aquello tardó en ponerse en marcha, pero luego una voz de ultratumba me anunció lo de, por favor, deje un mensaje, etc., y yo, me imagino que con voz temblorosa, dije lo siguiente,

―Tío… Soy Eduardo… Que nos ha cogido la policía…, a Louis y a mí…, y estamos en (y aquí el nombre del pueblo)… A ver si puedes hacer algo ―y colgué.

Yo ya sabía que el tío Aldy iba a hacer mucho, no algo, y en cuanto pronuncié aquellas palabras me encontré más tranquilo, aunque tampoco del todo, porque no tenía ni idea de dónde podía estar el tío Aldy en aquel momento. El rubio se apresuró a tomar nota del número que había marcado, se lo guardó en el bolsillo y salió del cuarto.

En seguida entró otro, quien, con maneras más bien rudas, dijo,

―Venga conmigo.

Salimos al pasillo. Bajamos una escalera y llegamos a una especie de corredor iluminado débilmente por la luz amarillenta de una bombilla vieja y en el que había varias puertas grises y macizas. Abrió una de ellas, y allí estaba eso que se conoce como calabozo. Yo nunca había visto ninguno, excepto en el cine, pero no me extrañó: era como los de las películas. Era estrecho, más bien tirando a húmedo, y en uno de los laterales había una tabla adosada a la pared; debía de ser lo que se usaba de cama, y de sofá. La tabla estaba desnuda, no había mantas ni nada que se le pareciera, pero yo andaba en tal estado que me senté, y luego, poco a poco, me fui echando; al final estaba echado del todo. La tabla era dura pero no se estaba mal, y además no hacía nada de frío…

La puerta, que se había cerrado ruidosamente tras mi paso, era una puerta doble. Por la parte de fuera era de madera, de tablas macizas, y tenía una mirilla que seguramente sólo se podía abrir desde el exterior, pero por la de dentro había una reja de hierro de gruesos barrotes metálicos pintados de negro.

―¡Vaya plan! ―pensé, o algo así―. Y nosotros que estábamos de fin de semana…

¿Qué habría sucedido con Louis? No le había vuelto a ver, pero seguramente no andaría lejos… ¿Y el tío Aldy? ¿Habría recibido el mensaje que le dejé?

Como no tenía nada que hacer me dediqué a mirar al techo y a bostezar, y luego, poco a poco, me fui quedando adormecido, sopor del que sólo salí cuando, al cabo de mucho rato, se oyeron más ruidos, pasos, puertas lejanas y cosas por el estilo…, y luego nada. Aquello volvió a quedar silencioso.

En aquel duermevela estuve largo tiempo, horas seguramente, y de repente me puse a soñar, y a soñar con un pulpo. ¿Qué tendría que ver un pulpo con aquello…? El pulpo era grande y me miraba de forma muy oblicua. El pulpo tenía una gran cabeza de cachalote, se balanceaba como las bailarinas del Moulin Rouge y abría y cerraba la boca. Parecía que se dirigía a mí, pero luego retrocedía y expulsaba burbujas…

A mitad de la noche, cuando me empezó a entrar la angustia, me desperté sudoroso; ello dio paso a la taquicardia ―que poquísimas veces he experimentado―, y al cabo de un momento, no sé cómo ni por qué, estaba de pie, agarrado a los barrotes que había ante la puerta de madera y dando alaridos… La luz del techo, la amarillenta luz del techo, encima de mí, seguía encendida…

Por allí cerca no parecía haber nadie, y si lo hubo no dio señales de vida.

ENTREGA 62

   Al acabar la jornada, cuando los turistas se iban con el barquero y me quedaba allí sola hasta el crepúsculo, que él volvía luego a bus...