lunes, 1 de septiembre de 2025

ENTREGA 41

 

CANCIÓN DE LA INMIGRANTE

 

Cuando tenía siete años sucedió algo que iba a cambiar mi vida; no sé si mis hermanos podrían decir lo mismo porque no sé qué fue de ellos, pero a mí me la cambió. Lo que ocurrió fue que a mi padre, a nuestro padre― nuestro padre se llamaba Coriandro, esto aún no lo había dicho―, le tocó la lotería. Era una lotería instantánea. Tú comprabas un boleto, rascabas unos cuadraditos de colores, y si te tocaba allí lo ponía, allí mismo te ponías a dar saltos. Aquella lotería estaba muy extendida, todo el mundo jugaba, hasta los pobres se gastaban el dinero de la comida, e incluso el de la bebida, en ella. Había quien decía que era una estafa, lo decían todos, pero no por eso dejaban de jugar. Alguna vez le tocaba a alguien, y a mi padre le tocó lo de todos.

Cuando las personas que estaban con mi padre se dieron cuenta de lo que había sucedido se pusieron a dar voces, voces y saltos, y luego cogieron el teléfono y llamaron a alguna autoridad, aunque a los policías no, claro, porque los policías se hubieran quedado con el boleto. Como ya no estaban los maestros, debió de ser al del registro, y el del registro sí que vino, no como la ambulancia de mi madre. Vino casi tan deprisa como los soldados de los camiones, a toda velocidad, el del abarrote se lo explicó por teléfono y por la tarde ya estaba allí echando sonrisas a diestro y siniestro. Era un blanco con gafas y se portó bien, ya que por lo menos no se quedó con todo. Por lo que yo sé ahora, de mayor, podría haberlo hecho; no creo que hubiera sucedido nada.

A nuestro padre no le tocó mucho, ahora pienso que en realidad fue sólo un poco más que una miseria ―aunque para quien nada tiene cualquier cosa es muchísimo―, pero fuera poco o mucho, aquello originó varios sucesos. El primero, que nuestro padre casi se murió del guayo generalizado que tuvo lugar a continuación. Compró todas las botellas de licor que había por las cercanías e invitó al pueblo al completo. Hizo un combinado gigante, y durante tres días y tres noches todos estuvieron bebiendo y cantando sin parar, los tambores se oyeron en la selva durante tres días y tres noches, y menos mal que nuestro padre era joven, y los demás por un estilo, que si hubieran sido algo mayores seguro que se habrían muerto, pero no se murió nadie, por lo menos de la bebida. Lo que sí sucedió fue que al final, al tercer día, hubo peleas, salieron a relucir machetes y cuchillos y la bachata se saldó con varios heridos. Luego aparecieron los soldados y restablecieron el orden de la manera habitual, lo que también causó algunas desgracias, aunque yo no lo vi, sólo lo oí contar.

Luego, tras unos días en que tuvo que estar en la cama devolviendo líquidos de todos los colores y recuperándose, fue a la tienda y la compró entera, volvió a casa con varias carretillas llenas de comida. Los que le ayudaron a llevarlas llegaron cantando, como los anteriores, y organizaron un festín de los que no se recordaban y en el que participó todo el pueblo, parecía que se había casado alguien, de resultas del cual se puso otra vez todo el mundo malísimo, aunque no tanto como con lo de las bebidas. Al día siguiente parecía que había habido una batalla o nos había sobrevolado un ciclón. Todo estaba roto y se había llenado de bichos grandes y pequeños que se estaban comiendo las sobras, lo peor eran las hormigas, y a mí, que me gustaba mucho el mango pero durante mi corta vida sólo había comido mangos de burro, mangos de hilacha, me puse morada de tantos como comí y me dio un cólico que me tuvo en el catre varios días. ¡Qué malo es el cólico de mango…! Sin embargo, no por eso dejaron de gustarme, pues en el futuro todavía había de comerme muchos.

Cuando al fin nos recuperamos de tantos días de fiesta, nos reunió y nos dijo que se le había aparecido el arcángel San Gabriel y le había mostrado el camino, lo dijo así, y cuando lo decía le brillaban los ojos y accionaba con el dedo, parecía un predicador, y es que desde que a mi padre le tocó la lotería las cosas cambiaron insospechadamente. Todo el mundo era amigo nuestro y nos mudamos de casa, nos fuimos de la selva al poblado y durante una temporada vivimos en una casa grande que tenía el tejado de losas negras y un jardín limitado por una pared de piedra. Luego nos compró ropa, ropa de verdad, ropa de la buena, ropa llena de etiquetas y letreros como la que llevaban los pocos extranjeros que por allí pasaban, y a mi hermana Liria y a mí unos vestidos de colores con los que éramos la admiración del pueblo. A mi padre, a Coriandro, le quisieron hacer intendente de la zona, pero él no aceptó. Como entonces no tenía que trabajar, no iba a complicarse la vida.

Así pasamos aquella estación, jugando con los niños del pueblo en el jardín y nuestro padre rumiando y mirándonos como si nunca nos hubiera visto. Almorzábamos en una mesa grande y dormíamos en camas, cada uno en un cuarto porque la casa era enorme y había habitaciones de sobra, y a mí, como era la pequeña, me daba miedo. Yo siempre había dormido con mis hermanitos, y aquello de dormir sola, aunque la puerta estaba rota y la ventana no tenía cristal, no me gustaba, así que me iba con Liria. Liria no era tan negra como yo, era un poco más blanca, y de pequeña me cuidó mucho; luego no la he vuelto a ver.

Y además, tuvimos una criada. Era una vecina de las que habían sido amigas de mi madre, que venía a cuidarnos porque nuestro padre no estaba mucho en casa. Siempre estaba en el bodegón con los hombres, y dejaban las mesas llenas de botellas vacías de cerveza. Yo lo sé porque una noche fui a buscarlo con Liria y había mucha gente. Nos trataron muy bien, nos dieron chocolatinas, nos hicieron bromas, cantaron, porque cuando calla el cantor calla la vida, y luego nos fuimos a casa de la mano de nuestro padre que era muy alto y muy delgado. Aquella noche fue una de las más felices de mi vida. De mayor una no se acuerda de lo que sucedió cuando era pequeña, pero aquella noche nunca la olvidaré. Yo quería mucho a mi padre, para qué voy a decir otra cosa, y a mis hermanos, y a mi madre, aunque ya no estuviera con nosotros, y a su amiga, la que nos cuidaba, y a los árboles y a las hormigas. Yo, entonces, quería mucho a todo, la vida se había portado muy bien conmigo.

 

ENTREGA 41

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