EL CAMPO Y LA CIUDAD
Nuestro nuevo hogar, después de aquel viaje memorable a través del mar infinito, fue un platanal en una llanura. Allí a la llanura la llaman el llano, a veces los llanos. Nosotros vivíamos en un municipio que se llamaba Democracia, que hay que ver cómo es esto de los nombres. El platanal era un platanal gigantesco, ilimitado, un mar de plataneras. Las plataneras se extendían hasta el horizonte, hasta los cerros lejanos, que no era poco, y seguramente continuaban por donde no se las podía ver. En nuestra isla también había plataneras, yo las conocía de sobra, pero no tantas.
Mi padre, nuestro padre, trabajaba en aquellas plantaciones, y nosotros vivíamos en uno de los ranchitos que estaban adosados a las casas de los patrones, las casas grandes. Todas ellas estaban alrededor de un patio de tierra en el que jugábamos y por donde ―de vez en cuando, pues esto sólo sucedió alguna vez― salía el ama. Venía un gran coche negro a buscarla porque se iba de viaje, y cuando venía el coche negro, nosotras, las otras niñas y yo, nos poníamos por allí cerca para verla porque su aspecto era como para recordarlo. Era muy alta y siempre iba vestida de blanco, y en el corto espacio que mediaba entre la puerta de su casa y la del coche le daba tiempo a saludar a la peonada, acariciar a todos los niños que podía y darnos dinero. Nos daba monedas, que luego, cuando se había ido, contábamos y recontábamos hasta la extenuación. Era una visión sobrenatural.
La vida en aquel campo era parecida a la de la isla, aunque hacía más calor. La gente también era parecida. No exactamente igual porque allí había muchos más blancos que negros, mulatos los mismos, y chinos y de piel verde casi ninguno. Lo que había era un montón de niños con los que congeniamos en seguida, en particular con una niña que vivía en la casa de al lado. Era muy rara, una mudita que sólo hablaba por señas ―eso sí me gustó mucho―, y además blanca y rubia y con la cara llena de manchitas marrones; no le quedaba mal, esa es la verdad, pero a mi me extrañó porque nunca había visto una como ella. Y en cuanto a la comida, la vegetación o la tierra del suelo, eran muy parecidas. Habíamos hecho un largo viaje, sí, pero ni las costumbres ni las apariencias habían cambiado gran cosa. Casi todo siguió igual, si exceptuamos el hecho de que mientras estuvimos allí nunca vi el mar ni alcancé a oler sus típicos efluvios, que tan bien conocía. Yo le pregunté a Liria y ella me dijo,
―Es verdad, yo también lo echo en falta, pero no te apures porque dentro de poco lo volveremos a ver.
Nuestro padre a veces se iba y estaba unos días fuera, lo que se debía a que estaba buscando un trabajo en otro sitio, al que llamaban ciudad, según me contó Liria. A mí, aquel lugar, las plataneras, me gustaba, pero yo creo que me gustaba aún más la ciudad, y eso que sólo la conocía de oídas y de lo que, escasas veces, había visto en los aparatos de televisión, porque no se crea que yo fui aficionada a aquella pantalla por donde desfilaban mundos que no se podían tocar, no, todo lo contrario.
El motivo de ello fue que en los últimos tiempos en el pueblo de mi isla natal, durante la temporada en la que vivimos en la casa de altos, tuvimos uno de esos aparatos. Para nosotros, que nunca habíamos tenido uno cerca ―porque en nuestra casa de la selva casi nunca había corriente―, fue una gran novedad. El aparato era grande y despedía colores vivos, y eso para un niño es importante, pero una noche en que los cuatro veíamos una película de miedo con algunos amigos, sucedió algo inesperado. Yo estaba sentada en el suelo, agarrándome las rodillas y sin poder apartar la vista de las asechanzas que se cernían sobre aquella rubia que huía, no se sabía muy bien de qué, por ciénagas nocturnas y otros lugares parecidos, cuando un repentino impulso me indujo a ayudarla. ¡No iba a dejar que el monstruo de las mil cabezas se la comiera…! Además, ella no se había enterado porque lo tenía a su espalda, así que fui hasta el aparato, me agarré a él y grité, ¡mira!, ¡mira hacia atrás!, y al instante una chispa me envolvió de los pies a la cabeza y me lanzó en sentido contrario como si a causa de mi buena acción me hubiese sido concedida la facultad de volar. Aterricé desmayada encima de Liria, y el aparato, tras unos postreros ruidos, se fundió. Yo no tenía ni idea de lo que es una derivación eléctrica, pero desde entonces, ya se lo pueden imaginar ustedes, evité con el mayor cuidado transitar cerca de uno de aquellos demonios, y si alguna vez lo miraba era siempre de lejos, todo lo lejos que podía.
Allí también había escuela y nosotros fuimos a ella, fuimos casi de casualidad, porque estuvimos poco tiempo, pero fuimos. Después de toda aquella aventura que narré de nuestra antigua escuela en la isla, yo no había vuelto a pisar ninguna, y a veces la había echado en falta porque el asunto de los lápices de colores dejó en mí profundas huellas. En el platanal la escuela era mejor, más grande y ventilada. Nos pasábamos la vida jugando y nos daban leche al mediodía; eso sí que estaba bien.
La maestra vivía allí, en una de las casas. Era rubia y alta y debía de ser de fuera del país, pero hablaba nuestro idioma muy bien, con un acento cantarín que me gustaba mucho. Ella fue la que me enseñó a leer. Durante el año en que estuvimos allí nos enseñó a varios, aunque otros se negaron a aprender. Un día nos dijo,
―¡Si ya sois muy mayores…! A ver, los que sepan leer que se pongan a este lado ―y nos dividimos en dos grupos.
Cati y yo estábamos en el grupo más grande porque allí poca gente sabía leer ―y escribir aún menos―, pero nosotros nos apuntamos con enormes ganas, yo sobre todo. La maestra, que decía que había venido de más allá de las montañas, incluso de más allá del mar, a mí me hizo mucho caso ―a lo mejor porque era negra, y allí, como dije, no había demasiadas, y menos con una coleta como la mía; había más mulatos pelones― y me cogía la mano para que aprendiera a hacer la hache y la eme, que fueron las que más me costaron; las que menos la pe y la efe. La efe me gustaba tanto que pintaba efes por todas partes, y no sólo en los papeles, sino también en el suelo y las paredes de nuestra casa. Eso a Liria le enfadaba, pero nuestro padre, Coriandro, le dijo que me dejara hacerlo.
―No importa. Cuando yo era pequeño también pintaba en las paredes, y así aprendí a escribir. Las paredes, además, siempre se pueden volver a pintar.