jueves, 18 de septiembre de 2025

ENTREGA 46

 

Nuestro padre cenaba con nosotros todas las noches; Jonás era el que solía faltar, pero él ya era mayor. Los demás, sin embargo, sí lo hacíamos, e incluso colaborábamos para que todo saliera bien. Liria, que era la que cocinaba, se inventaba platos diferentes siempre que podía, porque en la ciudad no sucede como en el campo, que todos los días comes lo mismo. En la ciudad la variedad de productos es mayor y puedes estar comiendo cosas diferentes todos los días del año; si quieres, claro; si no, puedes seguir moliendo arroz y maíz y haciendo tortillas de colores. A Liria le enseñó una vecina a hacer el pabellón y me dejaba que hiciera las habichuelas, y como ellas eran lo que más le gustaba a nuestro padre, yo ponía todo mi empeño en que salieran como es debido. A mí también me gustaban muchísimo, y me comía todas las que podía; las caraotas no eran muy diferentes a nuestros fréjoles, y lo único que sucedía es que eran más pequeñas y de otro color. Luego, para acabar, siempre comíamos frutas. Al principio las pelábamos en la mesa, pero luego nos acordamos de que esto se podía hacer en la cocina ―nos acordamos porque lo habíamos visto hacer en el platanal― y lo picábamos todo hasta llenar una gran fuente de frutas variadas, aquello sí que estaba bueno ―a mí toda la vida me gustó muchísimo la fruta, y a lo mejor es por eso que he llegado a vieja―, y en la época de las lluvias, que era casi siempre, todo esto que he contado lo hacíamos con velas.

Cati era torpe, era desmañado, pero para algunas cosas era un adelantado. Yo con Cati jugaba de continuo, porque, aunque él era algo mayor, en ciertos aspectos parecía más pequeño. Jugábamos a la bola y jugábamos al caballito, y también jugábamos a las cartas y al tran tran. Un día empezamos a jugar al ferrocarril. Yo era la locomotora e iba delante, y él me agarraba por los tobillos, hacía de vagoneta, e iba detrás. El secreto consiste en acompasar bien los movimientos de las extremidades; así se puede recorrer un pasillo, por largo que sea, en instantes. Nosotros lo hacíamos muy bien y a toda velocidad porque lo teníamos muy ensayado. Aquel día habíamos hecho ya varios viajes. Yo no me cansaba nunca, pero Cati a lo mejor sí porque empezó a hacer el tonto y a empujarme, y no me soltaba. Al final me hizo un poco de daño, y yo ya me iba a enfadar, porque lo que quería era seguir jugando, cuando se me echó encima y me agarró por las manos, y no por los tobillos ―aquello sí que no me lo esperaba, nunca lo había hecho―, y cuando me tenía agarrada por las manos se puso un poco burro, no sé, debió de ser que le dio un apretón porque se me tiró encima, y en menos de lo que se tarda en contarlo, o sea, visto y no visto…, ya pueden ustedes suponer lo que ocurrió; fue algo fugaz, un instantáneo juego de niños ―pobre Cati, no puedo decir nada diferente, sobre todo ahora, cuando han transcurrido tantos años y lo veo desde aquí―, y yo me di cuenta de todo… Bueno, me di cuenta de que algo había sucedido, aunque no del porqué, no, eso entonces no lo sabía y ni siquiera lo imaginaba, y luego él se levantó y se debió de asustar mucho, se fue a otro cuarto mirándome de medio lado, y cuando fui a buscarlo lo encontré llorando sentado en el suelo. Cuando me asomé por la puerta me gritó, ¡vete, vete…!, y como yo entrara y me quedara a su lado, porque me daba mucha pena, me quiso pegar. Puso una cara muy rara e intentó darme en la cara, pero no pudo porque yo me aparté, y entonces comenzó a dar alaridos en medio de la habitación. Luego vino Liria y me preguntó qué le había hecho, no, yo nada, no sé qué le ha pasado, y como Liria me viera muy compungida, se fue refunfuñando.

El barrio en donde vivíamos era grande y de casas iguales, casas grises y sucias. Vivía mucha gente y todos trabajaban, allí no era como en el pueblo, pero luego, por la noche, sí era igual porque se iban a las pulperías, aunque allí había más, y dejaban las mesas llenas de botellas de cerveza. Las botellas casi no cabían en las mesas y en ocasiones se caían. A veces también había garetas, sobre todo cuando bajaban los del cerro, porque en el cerro había muchos grupos de personas de intereses opuestos y casi nunca se ponían de acuerdo.

Yo a las pulperías no fui nunca porque las niñas allí no entraban, ni los niños. A donde iba era a la botica que había enfrente de casa. Yo no sé si es que era una botica o que se llamaba así, pero, desde luego, era una tienda. Era como un gran mercado en donde se vendía y compraba todo. Miles y miles de artículos diferentes se agolpaban en sus oscuras y enormes estanterías, y los que no cabían se colocaban en el suelo formando torres. Había zapatos y comestibles, objetos de escritura, ropa, cuadros con marcos, cortinas y muebles. Las caraotas estaban en sacos de tela blanca formando filas y se cogían con una paleta de plástico, y el arroz y el maíz también. La señora Helena, que era la dueña, me daba bacalao seco y yo me iba chupándolo por la calle porque me gustaba mucho. En aquella tienda, por las noches, se celebraban reuniones de mujeres que gritaban y protestaban, por lo regular de lo caro que estaba todo. Los hombres se reunían en las pulperías, sobre todo en una que estaba debajo de nuestra casa, un poco más allá, pero las mujeres lo hacían en la botica, y una vez mandaron una carta al gobernador reclamando algo. Sin embargo, no les hicieron mucho caso porque era época de elecciones y los blancos y los verdes debían de estar ocupadísimos llevándose el dinero a sus casas. Aquello de la carta no se hizo en el mejor momento, y yo no quise meterme en nada porque vivíamos en una situación que era parecida a una dictadura militar ―lo que se notaba en los cruces de las calles― y yo tenía pánico a los militares, sobre todo después de lo que había visto, y oído, cuando era muy pequeña.

 

ENTREGA 56

  Así se manifestaba el Cacho, como los de las películas, y lo decía enfadadísimo y a gritos delante del abogado y del tío Aldy. El abogad...