Un día, sin avisarme, sin decirme nada, el día de mi santo ―que se celebra durante la época que llaman primavera―, me regalaron un vestido azul turquesa, azul como el mar, me dijeron ―me lo dijeron Liria y mi padre, nuestro padre―, y turquesa como el universo, el universo visto desde lejos, aunque esto último no me lo dijeron ellos sino que es una idea mucho más moderna. Era un vestido medio largo que me llegaba por debajo de las rodillas. Yo nunca había tenido un vestido. Casi siempre iba con pantalones cortos porque en aquel clima tampoco se podía poner una más ropa, aunque de pequeña, en la selva, andaba siempre desnuda, que es, desde luego, lo más cómodo. Yo era muy alta y delgada y nunca tenía frío, pero Liria sí, Liria a veces tenía frío y yo me reía un poco de ella, aunque luego dejé de hacerlo. Debajo del vestido me ponía un body blanco que me compró mi hermana y la gente me decía todo lo que se le ocurría. Las vecinas me llamaban guapetona y otros epítetos por el estilo ―a mí me gustaba que me dijeran aquello―, y los vecinos también, pero algún vecino, uno que vivía en el piso bajo, sobre todo, no me decía nada de eso sino que más bien rezongaba sordamente y me tiraba de las faldas, no estoy muy segura de si hacia arriba o hacia abajo, y yo ya sospechaba lo que le sucedía, sobre todo cuando me tiró de las faldas. Me pareció que era muy borracho. Por lo menos nunca miraba a los ojos, pero no porque no pudiera, yo creo que era que no quería. Miraba para otro lado, a las piernas o por ahí, y gruñía, y yo, cuando le veía, solía esconderme. Si bajaba por la escalera me volvía a casa, y si iba a subir, esperaba a que él se fuera. A mí no me daba miedo, pero si no hubiera actuado de aquella manera a lo mejor hubiera habido alguna clase de accidente. Un día Jonás se puso a gritarle y él se metió en su casa y cerró la puerta, y desde entonces no volvió a decirme nada, cuando me veía se iba, me miraba y se iba, debido a lo cual las vecinas me dijeron que anduviese con cuidado, niña, tú no sabes lo que son los hombres, tú no sabes nada, tú eres todavía muy pequeña, ¡qué suerte!, ese es un huevón a la vela, o sea, un hijoputa, hablando claro. Yo no sabía lo que eran los hombres, no, ni sabía lo que era un huevón ni la vela, un hijoputa tampoco, aunque algo entonces ya me imaginaba. Después de todo a mí no me costó demasiado darme cuenta de lo que son los hombres, sobre todo los jovencitos, pero de eso ya hablaremos luego. Unas espabilan antes y otras después, qué se le va a hacer, y por espabilar rápido tampoco te va a ir mejor en esta vida. Puede que yo fuera medio tonta de pequeña, es cierto, pero, unas con otras, la verdad es que no me puedo quejar.
Todo esto sucedió el primer año que estuvimos en Maracaibo, pero al año siguiente, cuando se acabó la época de las lluvias, nuestro padre nos mandó al colegio, a un colegio; a Jonás no; nos mandó a Liria, a Catilino y a mí. El colegio era de monjas, unas monjas que iban vestidas de negro, lo que no es decir mucho porque casi todas las monjas que yo he visto van vestidas de negro, y el colegio se llamaba el colegio de las esclavas. Este extraño nombre no obedecía a que muchas de las niñas fuéramos negras; yo al principio lo pensaba pero no era por eso, me enteré allí. Eran las monjas quienes eran esclavas, esclavas del Sagrado Corazón. El Sagrado Corazón de Jesús fue una figura muy importante para mí durante una temporada. Yo, durante una época de mi vida, fui a comulgar todos los primeros viernes de mes… La imaginería siempre me impresionó, sí, pero es que, además, nuestro padre nos había dicho que teníamos que hacer lo que nos dijeran, y lo que nos dijeron fue que el mundo es amor, pequeñas… Yo medía más que las de tres cursos por delante, pero me seguían llamando pequeña. El bendito y su voz de trueno se encargaban de recordárnoslo dos veces al día. Primero por la mañana, cuando llegábamos e íbamos a la misa diaria, y luego, por la tarde, que se rezaba el rosario y se asistía a la consagración, ceremonia que nunca comprendí. Yo juntaba las manos y miraba a lo alto… Al principio todo aquello me daba un poco de miedo, pero como nuestro padre nos había dicho que debíamos hacer caso de lo que nos dijeran, nosotros no decíamos nada y hacíamos lo que nos decían, obedecíamos.
Allí fue donde se descubrió que yo no había hecho la primera comunión, y se descubrió porque no me levantaba de mi sitio e iba a tomar la hostia ―vamos, quiero decir la forma― cuando era el momento, las demás niñas sí pero yo no, así que la tercera vez que lo hice, o sea, el tercer día, una de las monjas me llamó y me estuvo interrogando acerca de los sacramentos, y yo, como nunca había oído tal palabra, me quedé callada mirándola y no dije nada, no abrí la boca, así que llamaron a Liria y le estuvieron preguntando, se estuvieron informando. La pobre Liria se asustó mucho, y eso que ella ya era mayor, aunque dijo que sí, que bautizadas sí estábamos. Yo no tenía ni idea de qué era aquello, pero si Liria lo decía debía de ser verdad, y luego, por la noche, se lo preguntamos a nuestro padre y él sacó una especie de libreta y nos enseñó una foto en donde estábamos todos, los cinco. La foto debía de ser muy antigua porque yo era un bebé. Ahora me gustaría mucho tenerla, o una copia, por lo menos. Es la única que he visto en la que yo estaba de pequeña, pero a saber qué habrá sido de ella. Lo más seguro es que con los años se haya borrado, porque las fotos no suelen durar mucho, y menos en el trópico.