LA NEGRA A LOS ONCE AÑOS
A los once años tenía una pandilla de pibas, todas del colegio y de mi misma clase, con las que salía los fines de semana y también alguna vez entre semana. La mayoría eran catiras o mulatas, como Macu o Rosa, y la única negra era yo. Además era la más alta, aunque no la más bruta; la más bruta, con diferencia, era Rosa. Rosa era bachatera y agalluda hasta la consunción; utilizaba unas expresiones que nos escandalizaban a las demás, y sin embargo era buena y cariñosa y fiel. A su padre no le podía ni ver, pero con nosotras, y conmigo en particular, siempre fue como una seda. Ponía todo su dinero encima de la mesa ―y a veces tenía bastante; desde luego, bastante más que yo― y nos decía, hoy nos lo vamos a gastar todo en mojitos; así lo decía y así lo hacíamos. Nos tomábamos uno cada una, porque al principio éramos muy prudentes, y riendo y dando voces bajábamos a la playa, aunque estaba muy contaminada. La arena a veces parecía negra y tenía manchas de alquitrán, manchas muy gordas y repugnantes, pero nosotras nos pasábamos allí la tarde, primero entre las rocas del extremo y luego en mitad. Durante la estación de las lluvias la playa estaba desierta, sobre todo por las tardes, y se estaba bien. Nosotras nos hartábamos de hablar de los pavitos del colegio ―Rebeca, que era gallega, los llamaba niños― y de jugar al fútbol. Llevábamos un balón y estábamos mucho rato dándole patadas y tirando penaltis, y yo, como era la más grande, me ponía de portera. Jugábamos muy mal pero lo pasábamos muy bien, y a veces algunos que pasaban por allí bajaban a jugar con nosotras.
Una tarde en que volvíamos del colegio y aún era temprano para ir a casa, resultó que bajaron dos pavos y estuvieron un rato. Jugamos un partido contra ellos, ellos contra todas nosotras, y nos ganaron. Nosotras éramos más pero ellos jugaban bien, la daban de tacón y todo, se veía que habían jugado mucho, nos metieron un montón de goles y nosotras acabamos histéricas y jadeantes, y al acabar nos dijeron que nos invitaban a unas cervezas en una pulpería que conocían, un sitio que estaba calles más allá. Uno era mayor y alto e iba como bien vestido, con el pelo pegado, y ni al jugar se había despeinado, y el otro también era mayor, aunque no tanto, debía de tener trece o catorce años, y como nosotras estábamos muy cansadas y sudorosas, recogimos los libros, aunque yo sólo llevaba un cuaderno y un bolígrafo, y nos fuimos con ellos. La pulpería estaba cerca y era un antro oscuro en donde no había nadie, sólo el cantinero, que tenía un mandil de rayas y nos miró con cara de pocos amigos porque nosotras llegamos gritando. Los pavos pidieron cervezas y a mí me apeteció probarla porque había visto beber muchas y quería enterarme de cómo era su sabor, y luego pidieron arepas, medio riéndose, y el cantinero nos puso unas cuantas en un plato, aunque eran unas arepas raras. Estaban metidas en una fuente de barro con mucho líquido y olían fuerte, como a vinagre y otras cosas desconocidas, pero a mí no me extrañó porque estaba acostumbrada al ají caribe y después de lo del balón tenía hambre, así que me tragué una y mis amigas hicieron lo mismo, ¡uff!, ¿qué pasa…?, pero a Rebeca no le salían las palabras y tosió, y las demás por un estilo. Durante un momento nos contemplamos muertas de risa…
Los que nos habían llevado se habían dividido. El alto estaba apoyado en la barra, al lado del cantinero, y nos miraba, pero el otro, que era enano y contrahecho, aunque jugara bien al fútbol, se sentó en un taburete que había al lado, y sin pedir permiso ni nada cogió a Macu por la cintura e intentó sentarla encima de él. Ella pegó un respingo y Rosa un grito.
―¡Sanano, deja a mi amiga!
Meterse con Rosa, la reina de las Amazonas, era peligroso, pero aquel enano desguañangado no lo sabía, fungía de guapo y debía de creer que estaba haciendo alguna gracia, así que no hizo caso y agarró a Macu otra vez por la mano y tiró de ella, lo que ya fue excesivo para Rosa, nuestra amiga Rosa, que era de armas tomar.
―¡Mamahuevo, fuera las manos…! ―chilló, y uniendo la acción a las palabras se lanzó hacia su cuello, y como estaba en un taburete, se cayó al suelo, y Rosa encima.
Las demás, entre los chillidos que son de suponer, nos afanamos en levantarla, pero lo único que conseguimos fue caernos todas en montón, gritar aún más y atizar de lleno y en donde pudimos a aquel mentecato, y en mitad de todo el lío, el canijo, al que debíamos de haber hecho daño, se levantó y se revolvió y con la ira pintada en su cara vino hacia nosotras, pero como estaba entre todas, y le llovían las puñadas, tropezó y volvió a caerse al suelo, me empujó, se intentó agarrar, me levantó las faldas y casi me rompe el uniforme. A mí me dio tanta rabia que grité y acabamos en el suelo, yo aquella vez debajo…
Ante la tángana y los gritos mis amigas salieron corriendo y me dejaron encampanada, pero yo ni me enteré porque estaba histérica, disponiéndome a sacar a relucir mi furia y estrellarle la rodilla entre las piernas a aquel cerdo, y cuando conseguí levantarme y darme la vuelta, que lo veía todo raro y como entre nieblas… ―sí, eso me sucedió; de repente se me revolvió el estómago, no sé si del mejunje de la arepa o de la excitación, y los objetos se movían desproporcionadamente mientras por la boca me brotaba fuego―, al que me encontré fue al cantinero, que había salido de detrás de la barra y agarraba por el cuello al títere.
―¡Vete, vete de aquí, nina! ―decía nina, no niña, y muy serio e impaciente me señalaba la puerta mientras con el otro brazo sostenía por los pelos al canijo de los dientes de conejo.
El que quedaba, el alto, se reía pero no se había movido de su sitio, seguía allí apoyado aunque se había despeinado un poco, ya no tenía el pelo tan pegado, y el canijo, el pequeñajo, que estaba inmovilizado, ponía una cara horrible, con todos los dientes fuera, aunque no se atrevía a soltarse.
Yo miré a la puerta, y sin pensar en nada eché a correr hacia ella. Al salir no calculé bien y me estrellé contra el marco, de resultas de lo cual me hice mucho daño en el hombro derecho, y luego, como mis amigas habían desaparecido y no encontré a ninguna, ya fui todo el camino hasta casa con la mano en el hombro, medio corriendo, quejándome, devolviendo y lloriqueando. La poca gente con la que me crucé me miró muy extrañada. El uniforme se había llenado de polvo y por el camino se llenó de vomitonas, y además perdí el cuaderno y el bolígrafo; no sé qué sucedió con ellos, se debieron de quedar en la cantina.