jueves, 2 de octubre de 2025

ENTREGA 50

 

 

NUEVOS PERSONAJES

 

Pedrito, mi único sobrino, el hijo de Claudia, sentado en su silla de comer manoteaba desesperado, cerraba la boca y apretaba los labios, no entrarás por aquí, veneno de todos los días. Pedrito daba tales manotazos que acabó tirándolo todo.

Pedrito, mi sobrino, el hijo de Claudia, de pequeño estuvo algo malucho ―y eso que su padre era médico― y nadie supo por qué, no hubo manera de averiguarlo. No era nada grave, pero denotaba una apatía y una desgana impropia de la familia de la que descendía, por lo menos por el lado materno; la de Pedro, su padre, ya era otro cantar y yo de eso no sabía nada. Los tíos, alguna vez, tomaban el pelo a la pareja.

―¡Vaya cruce de genes! ―decían―. Pero ¿qué habéis hecho…? ―lo que a Claudia, que era de natural pacífico, la cabreaba solemnemente.

La consabida bandeja de colores estaba ante Pedrito. Era una bandeja de su tamaño, una bandeja de niño, pero su aspecto era el mismo que el de las que usaban los mayores, una bandeja llena de huecos a propósito y todos ellos rellenos de pasta de colorines, ¡comida de submarino! La bandeja era desechable, esto es, que después de comer se tiraba a la basura, y si sobraba algo también iba a la basura, porque a los animales domésticos, por lo menos a los que yo conocí, no les gustaba. Los niños, por entonces, y esta moda duró una temporada, sólo comían cosas como las descritas y nunca comida de verdad. Además, estaba muy mal visto, clínica y socialmente hablando.

Yo aún conocí la comida normal, la que no pasaba por las manos de las multinacionales, aunque en el colegio había probado bazofias por el estilo, e incluso peores. Claudia, que para sus quehaceres cotidianos era muy lógica ―como buena matemática―, para otros era tonta. Se creía lo que decía la televisión, por lo menos en algunas escenas. Claudia, con la cuchara de plástico en la mano, estaba desesperada.

―¡Yo no sé qué le pasa a este niño…! No le gusta el rojo…, no le gusta el verde…

―A lo mejor es ciego ―dije por decir algo, aunque esto bien podía ser una tontería, dado que la especialidad de su padre era la oftalmología.

Claudia, una vez más, se desesperaba.

―Por favor, Eduardo, si has venido a decir tonterías, vuélvete a casa. Ya tengo suficientes líos con estas cosas.

Yo, ¡claro!, no le hacía el menor caso. ¿Quién hace caso de sus hermanas mayores, y más si son guapas?

―Bueno, pues entonces será daltónico.

Claudia ponía una infinita cara de paciencia y elevaba los ojos a lo alto…

La escena, por fortuna, la presenciaba el tío Eduardo, mi padrino, que estaba allí como caído del cielo. El tío Eduardo, que si estaba allí aquel día era como médico, con mucho tacto quiso quitar hierro a la situación.

―Claudia, hija mía, lo que te voy a decir puede que no te suene muy bien, pero ahí va: lo que necesita este niño es una buena fabada. Y con cuchara de plata, no de plástico.

Yo solté la carcajada y Claudia se quedó de piedra. Ella, por supuesto, conocía la comida auténtica como la conocía yo, aunque nunca había sido una persona aficionada a la buena mesa. Estaba demasiado embebida con los postulados de Farrell, o como se llamaran, para prestar atención a semejantes minucias. Los postulados de Farrell, y las implicaciones matemáticas de la reacción de Belousov-Zabbotinsky, fueron durante unos cuantos años su única razón de vivir. El tío Eduardo no desaprovechó la ocasión, y mirándole a los ojos añadió,

―No te olvides de que todos llevamos pintado en la cara cuanto hemos comido en la vida.

Claudia no dijo nada, pero arrugó el entrecejo y se miró a hurtadillas en un espejo que había en la pared. Fue una mirada fugaz, pero se le notó de sobra.

Pedrito, por su parte, se curó, mejoró rápido. No se supo si su madre siguió las indicaciones del tío Eduardo o fue algo natural, aunque yo creo que más bien se debió a lo primero. Esto se lo oí contar alguna vez.

―Desde que le di una croqueta cambió radicalmente. Cerró los ojos y se preguntó, ¿qué es esto? Luego empezó a masticar, cada vez más deprisa, y se la tragó. A continuación abrió los ojos, luego la boca, como un buzón, y dijo, ¡aaaaaaahhh…!, así que le di otras dos. Acto seguido se quedó dormido durante cuatro horas, me parece que las primeras cuatro horas en toda su vida que no estuvo vociferando, y cuando se despertó miró a su alrededor muy sorprendido, y en vez de desgañitarse, como solía hacer, pegó un alarido en el que creí entender, ¡máaas…! Creo que no me confundí, porque a partir de aquel momento comió de todo y nunca volvió a llorar.

Fue por esta época cuando conocí a Javi, y ello se debió a que quería hacer una película y era amigo de no sé quién. Yo entonces hablaba con mucha gente ―de la que ni me acuerdo―, y alguien me dijo que había unos que querían hacer una película, película que ya podemos suponer cómo era. Se trataba de un tipo que se pasaba la vida ―o sea, las escenas de la película― mirando hacia lo alto, todo el rato estaba mirando al cielo. Por lo visto pensaba en una chica de la que estaba enamorado, lo que se explicaba en una voz en off, pero lo que parecía era que buscaba piso. El último fin de la película ―esto lo descubrimos sobre la marcha― era ligar con las chavalas que aparecían.

El rodaje se desarrolló durante varias tardes, porque las secuencias a rodar también eran varias, pero sucedió que la chavala que debía hacerlo sólo apareció el primer día, luego no volvió ―no sé si se asustaría, pero no volvió―, y entonces a Javi se le ocurrió que cada parte la hiciera una distinta. Luego, cuando la veías proyectada, lo de menos era que en cada secuencia apareciera una chavala nueva, y para sus libidinosos propósitos, mejor. A mí me quería poner de protagonista, pero yo no me veía en tal papel y opté por hacer de operador, yo era el que apretaba el botón, el que manejaba la cámara, y como de pequeño había hecho muchas fotos, salí airoso y nadie dijo nada de que aquello se viera mejor o peor. De protagonista acabó haciendo él, porque ninguno quería ponerse delante de la cámara.

Las facetas más sobresalientes de su carácter eran: una: le gustaban todas las mujeres, hasta las feas, y como yo en tales trances era muy escogido, aquello me llamó la atención, aunque luego, con el tiempo, me acostumbré; y dos: inventaba lo que fuere de allí donde no había nada. Era capaz de arreglar cualquier cosa, grifos que goteaban, libros desencuadernados, incluso coches viejos en mitad de un páramo con alambres que quitaba de otros sitios ―lo que más de una vez nos sacó de un apuro―, y en una ocasión en que se había empeñado en montar en la canoa ―su canoa canadiense, la máquina que siempre prefirió a las demás― y el agua estaba lejísimos porque había una marea enormemente viva, la botó en la piscina del vecino. Saltamos la tapia con ella, que lo nuestro nos costó, y allí estuvo un rato dando vueltas y paladas, pero como lo que cuento sucedió al amanecer, tras una fiesta nocturna, los de la casa de al lado no se enteraron de nada.

Fue por entonces cuando se conocieron Javi y Louis, a quienes presenté yo. Louis, que era peleón por naturaleza, al principio no congenió bien con él, no le hizo mucho caso, pero una vez que transcurrió el tiempo y Javi le llevó a pescar a algún acantilado de los que conocía, se le olvidó. Cuando volvieron traían una botella vacía de vino de verdad, del que Louis le quitaba a su padre, y un saco lleno. Los erizos no eran de los más grandes, pero estaban tan buenos que no pasaron de aquella noche.


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