Hay gente que se trastorna y no sabe ni lo que hace con su cuerpo, pero yo no soy tan bruta. Yo, de eso, lo único que sé es que cuando un tipo te empieza a llamar hija, malo, malo malo. Eso quiere decir que te ha tomado bajo su protección y a lo mejor lo único que pretende es casarse contigo, pero a lo peor lo que quiere es ponerte a trabajar en un burdel o cualquier otro lado, una mercería, una agencia de exportación importación o incluso una mina de sal. Cuando un tipo te protege deberás pagar el impuesto revolucionario, esto no tiene vuelta de hoja y sucede todos los días, sucede a cada momento aunque no nos demos cuenta ni pensemos en ello, y si cuando un tipo que no tiene nada que ver contigo te empieza a llamar hija, el negocio es para echarse a temblar, que he escrito, no digo nada de si lo que sucede es que te da su saco para que te lo pongas, para que lo huelas. Cuando un tipo te dice, ¿tienes frío?, toma, ponte mi saquito, a ti seguro que te queda mejor que a mí…, entonces ya puedes darte por perdida y lo mejor es que salgas corriendo y no te detengas hasta que el horizonte haya borrado su presencia. Lo siguiente suele ser la vicaría, eso los que se casan, y menos mal que yo no suelo tener frío.
Algunas de mis amigas, y no voy a decir quiénes, no voy a decir sus nombres porque a nadie le interesan, se dedicaban a meterse mano. Lo hacían a menudo y lo contaban, o bueno, lo medio contaban, y a veces, cuando no había mucha gente, iban hasta agarradas. Luego, en cuanto crecieron y empezaron a fijarse en los pavitos, dejaron de hacerlo, aunque aquello era más o menos lo que hacíamos todas; lo que ocurría es que no le dábamos publicidad, lo hacíamos más a escondidas.
Macu se enrollaba mucho conmigo cuando teníamos diez años, y no sé por qué me eligió a mí porque ella era blanca; sería que le gustaba mi piel negra. Su especialidad era darme crema en la playa. La primera vez que lo hizo me sobresalté pero no dije nada, algún aspaviento sí se me debió de escapar, aunque procuré permanecer inmóvil, y luego, otro día, me dio un beso y se puso toda colorada, me miró a los ojos y, mientras lo hacía, se puso roja como el tomate. Luego bajó la mirada y no se atrevía ni a mirarme. A mí me dio tanto apuro que le acaricié una mano, una mano que se había quedado suelta por allí, se la acaricié un segundo, o dos, pero ella me entendió. En realidad no me disgustó porque las niñas nos besamos mucho ―esto no lo sabe casi nadie, pero es así―, y luego el negocio fue ya más rodado y tuvimos una temporada de inocentes magreos a escondidas. Aquello era amor, claro, aunque no del que nos hablan los místicos o los poetas, no, ni mucho menos el de las instituciones eclesiásticas. Era la natural curiosidad humana, las ansias de exploración tan de moda hace muchos años, incluso siglos. Debió de ser en el Barroco, la Era del Iluminismo, aunque yo creo que esto lo he leído de mayor.
También resulta que Paula, o Paola ―la llamábamos indistintamente―, tuvo un niño. Un día nos dijo que estaba embarazada y todas nos lo creímos, y a la mayoría nos ilusionó mucho. Además, nos contó cómo había sido. El padre de la criatura era un amigo de su familia, pero aquello era un secreto.
―Por lo que más queráis, no se lo digáis a nadie; si mis padres se enteraran… ¿Sabéis lo que me ha dicho? Pues que no me eche más perfume porque su mujer ya lo ha notado. Ahora, con lo del niño, me parece que se va a acabar. Bueno, la verdad es que una se siente tan rara… Yo cambio esto por lo del colegio ―y al cabo de seis meses tuvo un niño con los ojos redondos y los labios como un negrito, aunque en realidad era cobrizo.
A Paula no la volvimos a ver. Sólo venía de vez en cuando, una vez cada dos meses, más o menos, y traía al niño, que se llamaba Jesusín, y nosotras lo acunábamos. Yo lo tuve mucho tiempo en brazos y las demás igual, pues a veces incluso nos lo disputábamos, pero a Paula no la volvimos a ver, se esfumó, fue tener al niño y desaparecer del espacio tiempo, ¡hay que ver los azares que nos depara la existencia! La maternidad está bien pero sus efectos suelen ser imprevisibles, sobre todo para las niñas de once años, aunque Paula, ahora que lo pienso, quizá fuera ya un poco mayor.
Algo después de aquello, cuando ya teníamos once o doce y habíamos cruzado la primera de las fronteras de la vida, íbamos a los bodegones, es decir, a las pizzerías, y a veces bebíamos tanto ron que acabábamos las cinco cogidas por los hombros alrededor de una mesa y cantando, al principio bajo pero luego a voz en cuello. Cantábamos muy mal y muchas veces nos echaban, y entonces nosotras salíamos corriendo, chillando histéricamente y tirándolo todo, y en aquellas ocasiones, como los camareros se quedaban pasmados y sin saber qué hacer, aprovechábamos para irnos sin pagar, pero en otros lugares les hacía más gracia y no decían nada ―aunque esto solía suceder más en el extrarradio―, y en algunos hasta la marchantía cantaba con nosotras.