Una de aquellas tardes, que nos habíamos pintado aún más que de costumbre, fuimos a una discoteca. Yo iba como un semáforo, con la frente blanca, los ojos verdes y rojos y los labios azules, pero de un azul rabioso, un azul añilado, y las demás por un estilo. Macu se había pintado los pezones con una barra de labios encima de la camiseta, se los pintaba como si fueran dos ojos y en el sitio justo porque decía que así no había pérdida, el que quiera mirar que mire, se me ponen tan duros, se me notan tanto, que es casi mejor pintarlos, para qué vamos a andar con disimulos. La discoteca a la que fuimos no era a la que íbamos siempre, en donde nos daban a oler aguarrás en la puerta. Fuimos a otra muy grande que había en un barrio distante, y fuimos a ella porque a alguna de nosotras, ya no recuerdo a quién, le habían dado invitaciones con bebidas gratis. Cogimos un ómnibus, y en él ya tuvimos la primera bronca con el conductor, que quería que pagáramos. Nosotras entramos por la puerta de atrás atropellando a los que bajaban, porque así el conductor no sabía quiénes eran las que se habían colado, y él se levantó de su asiento y vino a ver qué ocurría, pero como éramos todas muy altas, no lo debió de ver muy claro y nos dejó en paz, se volvió a su sitio y arrancó. En la discoteca estuvimos toda la tarde. Había una promoción de ron y nos bebimos casi toda la cosecha. También una piscina de superlujo en la que no se bañaba nadie, y a su alrededor mucha gente mística que nos miraba como si estuviéramos locas, pero me faltó tiempo para desnudarme y tirarme al agua. Bueno, todo no me lo quité, me quité casi todo y me metí dentro, al tercer ron no me importaba nada lo que pensara la gente, y cuando salí, al cabo de un cuarto de hora de chapuzones, se me había corrido toda la pintura y ya no tenía la cara como un semáforo sino como uno de esos cuadros modernos que se ven en las consultas de los médicos o en los vestíbulos de las instituciones respetables, un montón inconexo de manchas de color sin orden aparente, pero mis amigas dijeron que aquello me sentaba todavía mejor y allí se quedó. Me volví a vestir toda mojada, pero hacía mucho calor y al rato estaba otra vez chorreando de sudor, y las demás igual. Entonces fue cuando descubrimos que había una pista de baile de esas que se mueven, que se inclinan. Nos fuimos a ella, y al que ponía la música le debimos de gustar porque estuvo todo el rato poniéndonos máquina y dando grititos ridículos por el micrófono, dijo unas simplezas que prefiero no repetir, y moviéndonos la pista a lo bestia. Nosotras seguimos dándole al ron y al cabo teníamos todas un guayo guapo. Entonces a mí se me ocurrió, no sé por qué se me ocurrió pero estos pensamientos llegan siempre sin avisar, de repente surgen en tu cabeza y ya no te los puedes quitar, pues de repente me acordé de mi madre, la pobre, que se murió para que yo naciera… Esto a lo mejor es decir mucho y lo que sucedió fue inevitable, porque si no hubiera habido un terremoto no se hubieran roto las carreteras y las ambulancias habrían podido pasar, a saber, pero yo me acordé de mi madre, de cuando mi madre me tuvo a mí, la pista se movía como si hubiera un terremoto, y yo, en mi estado, me caí al suelo y no me podía levantar, así que me puse a representar el teatro de la parturienta abriendo las patas, dando gritos y demás. Fue un homenaje a mi madre. Me subí las faldas hasta la cintura e hice todas las contorsiones que se me ocurrieron mientras las demás me jaleaban hasta lo indecible. Mis amigas estaban tan descompuestas como yo y gritaron y chillaron histéricamente hasta la extenuación. Estábamos todas metidas en faena hasta el culo cuando vinieron los guardias, los de seguridad, y nos echaron a palos de la discoteca. Al final nos encontrábamos en la calle, en aquel gran paseo marítimo lleno de palmeras, todas chorreando y muertas de risa, y volvimos a casa caminando porque era muy tarde y ya no había guaguas. Pasaban autos que nos tocaban la bocina, pero nosotras no les hacíamos caso sino que les tirábamos cortes de mangas, y ellos tocaban aún más la bocina y aceleraban… A aquella discoteca nunca más volvimos. A mí no me quedó buen sabor de boca, sobre todo al día siguiente, pero de todas formas no creo que nos hubieran vuelto a dejar entrar.
Esto, y cosas peores, era lo que mis amigas y yo hacíamos, ejemplar conducta, en la América central durante aquellos años arrebatados. En aquella época todos estuvimos muy locos, y lo que habíamos de estar, y mis amigas tampoco eran tan malas, eran muy pequeñas, todas éramos muy pequeñas y nos comportábamos como tales. De mis amigas ya he dicho mucho, pero he hablado muy poco de Macu, la catira de Maracaibo, la maracucha. Esta era la mejor. Era blanca y con el pelo rojo y siempre nos llevamos muy bien. La verdad es que luego me he acordado mucho de ella. ¿Dónde estarás? Ha pasado tanto tiempo y han sucedido tantas cosas… ¡A lo mejor ha oído hablar de mí! Tanta gente ha oído hablar de mí en este planeta…