jueves, 13 de noviembre de 2025

ENTREGA 60

 

 

CARINA

 

Eduardo y yo ―a Eduardo le llamaban el guarro y también le llamaban Eduguá; a mí me gustaba más lo de Eduguá y siempre se lo decía― estábamos una tarde en un bar, debía de ser un viernes, sentados ante una mesa. Había mucha gente haciendo de todo, metiéndose mierdas, viendo un partido, medio gritando otros que bebían chiquitos, cuando entró una panda de tíos. Uno era gitano y viejo, otro muy alto y rubio, y se colocaron en el extremo opuesto. Eduguá estaba de espaldas y no los vio, pero desde que entraron empezó a rebullir en la silla y a mirar hacia los lados, me pareció que notó algo; yo tampoco me fijé mucho porque estaba con él y por aquellos tiempos me tenía sorbido el seso, me fijé luego.

A Eduguá se lo quité yo a Carla. Bueno, se lo quité… No debería decir eso porque yo nunca le he quitado nada a nadie; se vino conmigo. La nochevieja pasada hizo una fiesta en su casa y fuimos todos. Al final, no sé cómo, que es lo que sucede siempre, acabamos en la cama. Carla entró y nos pilló, y armó bastante follón. Luego venía a casa, como siempre había venido, y a mí ni me miraba, no me hablaba, pero se le pasó pronto, en cuanto se fue de camping un fin de semana ―esto debió de ser por marzo― con un amigo que tenía que se llamaba el coreano. De Vicente, su antiguo novio, ya ni se acordaba. Cuando volvió del fin de semana venía sonriendo de oreja a oreja y nos contó todo lo que había hecho, todo; en cuanto se enrolló con el coreano volvió a hablarme.

―Esta es Carina ―dijo Eduguá refiriéndose a mí, y el rubio me dio un beso.

Me tuve que empinar porque era muy alto, aunque en realidad ni me vio (el hermano de Eduardo era de los que hacen que a las mujeres ni las ven), y el gitano viejo me guiñó un ojo. Luego se sentaron con nosotros, a la misma mesa.

 

 

Cuando nos encontramos allí, en aquel bar, cuando él vino por detrás y me dio en la espalda, yo ya sabía quién era. Hay poca gente que te pueda dar en la espalda y tú le reconozcas. Yo me puse tan contento que le di un abrazo, y luego nos dijimos, oye, dónde andas, llámame, pero el Cacho, que también se había puesto muy contento, me dijo, bueno, vale, pero esto hay que celebrarlo, ¿y si echamos unos dados?, así que estuvimos jugando a eso de mata tres cuatros, ¿qué era?, tres cuatros de dos, dos perdidas paga, y hablando de todo lo que se nos ocurrió durante mucho rato. Al final perdió él, como cuando éramos pequeños, pero aquella vez no se enfadó. Torció un poco el gesto, con su típica cara de mal perdedor, pero se limitó a poner los pies encima de una silla, relajarse y juntar las manos, y siguió hablando. Me contó que le querían echar del sitio en donde vivía, porque él también se había ido de casa, la de siempre, y tenía otra. No, venga a recoger sus cosas pasado que mañana tengo que ir a trabajar; no, ni hoy ni mañana puede ser; eso le dijo la rentera. A mí aquello me sonó a chino, vamos, a cuerno quemado, y además el Cacho ponía una cara de disgusto como si fuera verdad; a lo mejor es que era verdad. El Cacho era de lo más desgraciado. Casi siempre te contaba calamidades que le ocurrían, y se lo tomaba muy a pecho. Yo creo que debería haber sido más optimista, sobre todo dadas sus circunstancias, pero en esta vida cada uno es como es.

El Cacho Madera era alto y rubio, bastante más alto que yo, como la abuela Tente, y en aquella época todavía estaba cachas, aún no se le notaba demasiado lo de la química, sólo se bebía los botellines de un trago. El Cacho Madera, además, ya no iba con el capo gitanieri, había cortado con él. Después de la historia del supermercado aún le vio algunas veces, pero tenían líos de dinero. Yo no sé cómo se podían tener líos de dinero con el Cacho, que además de estar forrado era sumamente desprendido, pero los tuvieron. Luego, un día de más adelante, cuando las cosas estaban ya muy enredadas, el Cacho le trabó peinándose el bigote con su cepillo de dientes. Él no es que fuera muy fino, no, pero aquello fue la puntilla, le llegó hasta dentro; por lo visto hubo una bronca de campeonato y allí se acabó semejante amistad, o lo que fuera. El gitano que llevaba entonces al lado era más presentable. Para empezar, era más joven, no era viejo del todo. Pertenecía a una de esas sectas cristianas que tanto abundan y tocaba la guitarra de puta madre, todo esto según el Cacho. Cuando se fueron, al cabo de un buen rato, le guiñé un ojo. Él ya sabía que podía contar conmigo, pero por si acaso.

 

 

Luego se fueron y Eduardo me estuvo contando historias de su hermano. El Cacho también jugó al baloncesto, dijo, como la abuela Tente, Tentenelaire, me gusta ese nombre, esa palabra, me encanta escribirla, para eso era tan grande, pero sólo jugó en el colegio, luego se desentendió. Si hubiera seguido hubiera acabado en la selección o en un sitio por el estilo. Bueno, de eso se salvó. Los deportistas se mueren jóvenes, les falla el corazón. La gente grande lo tiene más fácil, casi nada les da miedo, pero el corazón trabaja mucho; no se puede tener todo, ya se sabe. Eso me dijo.

Aquella noche, después del bar, como no sabíamos qué hacer, nos fuimos a ver a Javi, Javi es mi primo, él me llama prima, la verdad es que Javi es genial, y cuando estábamos fumando hierba en su estudio, como a las dos de la mañana, oímos un ruido en la calle, un ruido muy fuerte, como si se hubiera caído un andamio. Fuimos a la ventana, y enfrente había una peletería de mucho lujo que tenía un cierre metálico por el que se había metido un coche. Yo creí que había sido un accidente, pero qué va. Al cabo de un momento salieron corriendo dos tipos con un montón de abrigos, se metieron en el coche ―que iba medio ardiendo, aunque andaba―, dieron marcha atrás haciendo todo el ruido que pudieron, incluso tocando la bocina, y salieron disparados calle adelante. Al cabo de otro rato, que nosotros todavía nos estábamos riendo con el fondo de la alarma de la tienda, apareció uno de esos coches oscuros de la policía con la sirena a toda máquina. Pararon delante, entraron dos polis corriendo…, sí, corred, corred, dijo Javi, pero también se confundió, porque lo que hicieron fue salir con más abrigos que guardaron en el maletero, montar en el coche y escapar por donde lo habían hecho los anteriores. Luego, al cabo de bastante tiempo, cuando se habían apagado los ecos del doble atraco, aparecieron otros policías, pero aquello ya no tuvo mayor interés. Nosotros lo vimos desde un tercero. Por allí había mucha gente mirando desde las ventanas, pero nadie dijo nada.


ENTREGA 60

    CARINA   Eduardo y yo ―a Eduardo le llamaban el guarro y también le llamaban Eduguá; a mí me gustaba más lo de Eduguá y siempre ...