Otro día me sucedió algo por el estilo con tres o cuatro mendas que iban como cubas, haciendo eses y devolviendo por la ventanilla. Me llamaron negra, negra, ya verás, mira lo que tengo entre las piernas. No hubo ningún problema porque yo había aprendido a desenvolverme, y los pavos, cuando les plantas cara, suelen dar marcha atrás. En esos casos hay que guapear, y lo peor que puedes hacer es poner cara de susto. Casi todos los hombres están acostumbrados a la sumisión y no entienden lo que sucede; se les desmorona el exiguo esquema mental que han conseguido construir durante su asquerosa vida.
Al cabo de una temporada muy larga, a lo mejor fue un mes o a lo mejor fueron tres, cuando la casera había venido ya cuatro veces a cobrar la renta y empezaba a revolver entre la vecindad, soltaron a Jonás, apareció una tarde vestido de militar y sin avisar. Yo lo vi muy cambiado y me extrañó, más alto y con el pelo al cero. Al principio, cuando entró, no lo reconocimos y nos asustamos, nos quedamos todos callados sin saber qué decir, y eso que no había transcurrido tanto tiempo, pero luego nos lanzamos hacia su cuello y le hicimos sentarse, Liria le calentó comida y él la devoró. Casi no le dejamos comer porque le estuvimos preguntando de todo, pero él venía muy cansado y fue todo uno acabar de comer y quedarse dormido en la silla. Se derrumbó, aunque entre los tres le hicimos levantarse y lo empujamos hasta una de las camas, en donde estuvo durmiendo más de veinticuatro horas.
Aquel día no fuimos a los semáforos ni a ningún lado. Como había vuelto Jonás, todos queríamos estar con él. La verdad es que nos sentíamos mucho más seguros y estuvimos todo el día ansiosos, sobre todo Cati, y espiando el cuarto en donde estaba durmiendo. Casi ni comimos por no hacer ruido, pero cuando cayó la noche empezó a moverse y luego se levantó y se metió en el baño, en donde se estuvo oyendo el grifo durante mucho rato. A Liria y a mí nos llegó de golpe la actividad y preparamos una cena de verdad con todo lo que había en la nevera, caraotas, arroz y manzanitos; hicimos casi un mixto, que es lo mismo que el pabellón. Lo único que faltó fue la carne, pero la suplimos con dos sargos que nos había traído un vecino la tarde anterior, y pusimos la mesa con mantel y mirando al mar lejano como hacíamos cuando estaba nuestro padre; de aquello no hacía mucho, sólo habían trancurrido unos meses y nosotras nos acordábamos de todo. Pusimos también las velas, las que quedaron de la última vez, que estaban metidas en un cajón, y todo ello lo adornamos con flores de papel que hizo Cati, que era un mañoso para aquellas habilidades. Luego estuvimos cenando, y cuando nos sentamos, cuando estuvimos todos sentados alrededor de la mesa, antes de empezar, me pareció que no había transcurrido el tiempo, que aquello entroncaba directamente con el día en que Jonás desapareció y todo el intermedio sólo lo había soñado. Entonces fue cuando él, que ahora era el taita, nos dijo que había que buscar el sustento y que todos teníamos que ir a trabajar.
―¡Qué es eso de andar por la calle pidiendo limosna…! ―porque se puso como un predicador―. Nosotros somos negros. ¡Nosotros somos los dueños del mundo! ¿No habéis visto a los blancos? Cuando os deis cuenta de lo que representan, os avergonzaréis de lo que habéis estado haciendo.
Yo eso lo entendía muy bien y me sentía llena de fuerzas. Yo estaba totalmente de acuerdo con Jonás, pero con el estómago no se puede discutir, y mucho menos en determinadas circunstancias.
A mí me tocó una de las islas del turismo, y me lo dijo Jonás, que tenía un amigo que había estado allí. Primero ibas a una oficina que estaba en la mejor avenida de Maracaibo, y allí te preguntaban qué edad tenías y qué sabías hacer. Yo dije que tenía dieciséis ―lo mismo podía haber dicho dieciocho, pero no me atreví― y que sabía francés e inglés, porque en el colegio había aprendido un poco. El tipo me estuvo preguntando cosas y algo comprendí, no mucho. Luego nos echaron a todas, éramos como veinte o treinta, y nos dijeron que ya nos llamarían, pero el caso fue que a mí sí me avisaron, a lo mejor porque estaba fuerte y tenía los dientes blancos, y volví a ir a la agencia. Liria tenía miedo y me advirtió, si eso te largas ―lo de eso estaba claro―, pero el negocio no iba por ahí. Me dieron un empleo en un hotel, para lo que sólo tenía que saber limpiar pescado. Yo creí que iba a ir a hacer camas o a fregar, pero no, lo mío fue limpiar pescado. Yo no tenía ni idea de cómo se hacía pero aprendí en seguida, por la cuenta que me traía.
Cuando me tuve que ir, Liria y Cati y Jonás me acompañaron hasta el ferrocarril. Yo nunca había viajado en aquellas máquinas, sólo las había visto desfilar desde lejos y siempre me parecieron muy impresionantes, veloces y ruidosas, y como llegamos con poco tiempo, lo único que pude hacer fue darles mil besos a los tres, llorar un poco ―Cati y Liria también lloraron― y subirme a aquel carruaje tan grande y sucio que me iba a llevar lejos de ellos. Yo era muy pequeña, aunque no de tamaño, y lo que más me impresionó cuando me subí, mucho más sin duda que el aspecto de aquellos vehículos o el griterío y tumulto que había en los andenes, fue el hecho de quedarme sola. Cuando el tren arrancó abruptamente, después de unos cuantos bocinazos, sentí como si un telón hubiera caído sobre mi vida anterior. Sí, cuando vi que mis hermanos se alejaban y se quedaban allá atrás, algo me subió por el esófago y me llegó hasta la garganta, se me quedó atragantado y me resultó muy difícil de tragar. Yo nunca había estado sola, nunca, en toda mi vida me había encontrado sola en un lugar extraño y rodeada de caras desconocidas, y estuve espiándolas, al principio a hurtadillas y luego algo más directamente. Menos mal que enfrente estaba sentada una señora mayor, negra como yo, que debió de darse cuenta de lo que me sucedía y me estuvo tirando de la lengua.
―¿Que tienes trece años…? Por Dios, hija, ¿cómo has crecido tanto? ¿Adónde vas?, ¿vas a trabajar? Bueno, por lo menos estarás en la playa… ―y luego me invitó a un mango que llevaba en una bolsa de plástico y me estuvo mirando mientras me lo comía.
Por la tarde llegué al lugar al que iba, las cercanías de aquel puerto en donde debía embarcar, pero como el barco no salía hasta algo después, me compré un cucurucho de pescado grasiento, porque el mango me había dado mucha hambre, y me fui andando hasta el puerto, que estaba muy lejos.
El viaje en barco hasta la isla fue lo que más me gustó. En realidad nos metieron a todos en la sentina de un lanchón ―éramos muchos, como veinte o treinta, todos jóvenes, mujeres y hombres― y allí estuvimos un día entero. El barco ardía por los cuatro costados, pero había algunos ojos de pez y yo me arrimé a uno de ellos y estuve la mayor parte del viaje mirando hacia afuera, al mar azul, el mar de los caribes, el mar de mi infancia… Allí ya lo pasé algo mejor y olvidé un poco mis angustias anteriores, porque como había muchos negros y negras fuimos todo el viaje cantando. Unos empezaron a dar golpes y a canturrear por lo bajo, al cabo de un rato los demás los seguimos, y al final cantábamos todos, que es lo que suele suceder con los del color de mi piel.