jueves, 4 de diciembre de 2025

ENTREGA 66

  

Ahora cuento lo del gringo.

Yo seguí con mi empleo, aunque me fui del chambao. Un día, cuando encontré un alojamiento ―una habitación normal, aunque tenía una ducha pequeñita y un lavabo, a medias con otra negra que también trabajaba, sólo que ella lo hacía en la recepción de un hotel―, no volví. Yo no sé qué pensaría la dueña, que era una señora mayor y con nosotros se había portado muy bien, pero no le dije nada. Por la mañana me llevé todo lo que pude, aunque no tenía muchas cosas, sólo ropa, y esa me la llevé toda, y ya no volví a ir por allí, y luego, al cabo de otro mes, un día, un día cualquiera en el kiosco, que estaba vendiendo helados y baratijas y quitándome moscones de encima, porque los hombres suelen ser muy importunos, se me apareció una especie de yanqui gomoso, rubio, con pantalones cortos y gorrita ―porque los yanquis, los gringos, quiero decir, han llevado gorritas yo creo que desde Buffalo Bill, aunque Buffalo Bill llevara sombrero―, un turista disfrazado de explorador que, en un ataque de concupiscencia, me retiró.

El gringo tendría unos veintitantos años y estaba de eso que llaman turismo sexual. Hay gente que tiene esos hábitos incluso a los veintitantos años, y no es para reírse, es más bien para tenerles lástima, aunque yo procuré aprovecharme de ello. Primero me dejé hacer fotos en casi todas las posturas, que lo hicimos en la playa y en la habitación de su hotel con una cámara muy moderna que tenía. Luego, yo no sé muy bien por qué, pedía permiso. Pero oye, esto, ¿lo puedo hacer público…? Digo yo que sería por educación, se veía que estaba bien educado, y yo decía a todo que sí. Sí, bueno, publícalo donde quieras, a mí no me conoce nadie, pero mejor tapa la cara.

El filipichín me llevó una vez a comer langosta, langostas que daban en los restaurantes, langostas del Caribe, que eran sólo para los turistas y en ese sentido estaban muy valoradas. Me pregunto qué hubieran dicho si hubieran sabido que estaban comiendo unos híbridos artificiales que se criaban en granjas de Australia, langostas de plástico, pero los turistas no se preocupaban por aquellas cuestiones ni eran catadores expertos de los de la guía Michelín. Estaban todo el tiempo con fine, wonderful, oh yes, very good, etc., y no se enteraban de nada más. Nosotros, como decía, fuimos una tarde a comer langosta, nos comimos una cada uno y de paso me estuvo tentando los muslos por debajo de la mesa. Yo llevaba unos pantalones cortísimos porque veníamos de la playa, me había llevado a una playa que me gustó mucho y no empezaba a trabajar hasta la noche. Qué delgada estás, decía, y me miraba libidinosamente, sin disimular ni nada. Como creía que me tenía en el bote sacaba la lengua sin parar, yo creo que la sacaba demasiado; en lo de la lengua exageraba un poco.

Yo también me fui a la América del Norte. Entonces era mucha costumbre, si te cuadraban los acontecimientos, dejarte llevar por la mafia al primer mundo, por alguna mafia, había varias, pero a mí no me llevó ninguna mafia, me llevó mi novio, el de la gorra. Un día, cuando se iba a ir porque se le acababan las vacaciones, me dijo, oye, por qué no te vienes conmigo a los USA, allí tengo una casa muy grande, mis padres y mis hermanos viven muy cerca, tengo cantidad de dinero, y el corazón me dio un vuelco porque me gustaban mucho las aventuras, aunque entonces aún no lo supiera, y además de casarse ni habló, menos mal, que si llega a decir algo de casarnos no hubiera ido; entonces me daba un poco de miedo por la esclavitud, y luego, cuando me llegó la edad de razonar, le veía otros muchos inconvenientes.

Yo tenía aspecto de mayor, medía como uno ochenta y parecía que tenía veinte años, bueno, o diecinueve, así que en principio no tenía por qué haber ningún problema. En mi antiguo hotel había un camarero pato que te conseguía pasaporte falso, yo me llevaba con él regular pero eso era lo de menos, el vendía y yo compraba, y no había nada más de lo que hablar. Bueno, pues el que pagó fue mi novio, no puso muy buena cara pero pagó, y pagó bastante, además. El vitoco me dijo, vamos a decirle que esto vale tanto y yo te doy a ti el veinte por ciento, y luego, a la hora de cerrar el trato, me dio la mitad de lo que había dicho, pero no me importó. Lo que yo quería era largarme, y eso lo conseguí.

El día en que nos fuimos fue uno de los más felices de toda mi vida, la excitación del viaje fue la que lo consiguió. A mí el gringo no me gustaba mucho, bueno, un poco sí, era medio guapo, aunque un poco alumbrado y buchipluma. Fuimos a Caracas, adonde yo no había ido nunca, al aeropuerto, y allí, en el control de la policía, el guardia me miró como si no me fuera a dejar pasar, pero no dijo nada; yo me puse a rezar a toda velocidad pero no ocurrió nada, sino que al cabo de un rato estábamos dentro del avión, y este rugiendo. Era la primera vez que me subía a un avión y no me dio ningún miedo, todo lo contrario, me pasé el viaje mirando por la ventanilla y comiendo y bebiendo todo lo que me pusieron delante, y en cuanto estuvimos en el avión, el gringo ―¿cómo se llamaba?, ¿se llamaba Johnnie?, ¿se llamaba Frankie?― cogió confianza y empezó a ponerme la mano en la rodilla y a decir tonterías, aunque todavía no he contado cómo nos entendíamos. Él hablaba una mezcla de inglés y pseudoespañol, sabía preguntar la hora y decir, ¿cuánto es?, y allí había aprendido ¡guá!, vale, coroto y cuatro cosas más, y yo también sabía algo de inglés, en el colegio nos habían enseñado un poco y para hablar con él era suficiente.

En el viaje vi barcos en el mar, barcos e islas. Luego vi en un mapa que habíamos pasado por encima de mi isla, aquella en la que nací, casi por encima, pero entonces no me di cuenta. De todas formas me gustaron mucho, y aquella fue una de las últimas veces que lo pasé bien en su compañía.

ENTREGA 66

    Ahora cuento lo del gringo. Yo seguí con mi empleo, aunque me fui del chambao. Un día, cuando encontré un alojamiento ―una habitació...