lunes, 1 de diciembre de 2025

ENTREGA 65

 

Cuando me fui del hotel, el barquerito se vino conmigo, yo creo que se había enamorado. Yo no… Bueno, yo también, un poco por lo menos, pero como era la primera vez, tardé un tiempo en reconocer el fenómeno. Sin embargo, me extrañó que dejara aquello de la lancha. Era un empleo muy bueno porque siempre estabas al aire libre y casi no tratabas con extranjeros, y cuando lo hacías era en medio del agua. Ellos dependían de ti, de forma que nunca había malas palabras, pero lo dejó y se vino conmigo, con lo que fuimos dos los que tuvimos que buscar otro acomodo, aunque a fin de cuentas no hubo ningún problema. Después de haber estado allí casi un año ya me sabía las mañas y no me costó demasiado encontrar algo nuevo, porque entre las empresas que movían el turismo había mucha demanda de esclavos. A mí me pusieron a vender helados en un kiosco que estaba al borde de otra playa, en un sitio muy urbanizado, un paseo marítimo, y tenía que ir con patines y minifalda. Como el kiosco era muy grande, lo de los patines me venía muy bien y aprendí a usarlos en seguida, al segundo día, en cuanto me caí unas cuantas veces, y lo de la minifalda tampoco me importó, y menos en aquel húmedo clima; todo lo contrario, porque así estaba más ventilada. Él también lo encontró, aunque lo suyo no fue tan desahogado: si usted ha acarreado alguna vez sacos de frutas antes de que amanezca, se puede hacer una idea.

Así estuvimos una estación entera, viviendo en un chambao de tablas que nos arrendaron en uno de los cerros, un barrio que él conocía. Sólo tenía una habitación, pero como era grande y las tablas estaban pintadas de colores vivos, me pareció un palacio. No tenía agua, pero la única noche que llovió aquella temporada tuvimos toda la que nos faltó los otros días, inundó todo y tuvimos el colchón que usábamos tres días secando. Yo bajaba a trabajar patinando, por lo menos la parte urbanizada del camino, y luego, después de estar todo el día vendiendo objetos de plástico y viendo bañarse a los demás, llegaba mi sustituta, que no era negra sino rojiza, y me iba a la playa y me quedaba hasta que anochecía. En aquella enorme playa había mucha gente y muchísimos hoteles, no tenía parangón con la de mi islita, pero menos era nada.

Un día, sin esperármelo, ¡zas!, me pareció ver a Jonás, me pareció verlo de espaldas y con sus andares característicos. Yo estaba en el kiosco de los helados y lo dejé todo tirado y a alguien con la palabra en la boca, pero dejuramente que no pude resistirlo, fue verlo y ponerme a correr como loca con los patines detrás de él. Lo que sucedió fue que no era Jonás; de espaldas se le parecía, pero nada más. Cuando lo alcancé me quedé muy desilusionada y volví al kiosco pensándolo y con cargo de conciencia. Con todo lo que me había sucedido, ahora que tenía novio ―sobre todo―, hacía mucho tiempo que no me acordaba de ellos, de mis hermanos, y había transcurrido casi un año desde aquel lejano día en que los abandonara en la estación de Maracaibo, así que por la tarde, en vez de irme a la playa, me compré otra postal, una postal muy bonita, y la escribí con letra muy pequeña porque tenía muchas cosas que contar. Mi nueva dirección, la del chambao, no la puse porque no existía, aquello no se llamaba de ninguna manera y ni siquiera llegaba el correo, y de la existencia de las listas de correos yo no tenía ni idea, de eso me enteré de mayor. En la postal les decía que en cuanto pudiera iba a volver a casa, viaje que a lo mejor podía hacer uno o dos meses después. Allí no estaba mal, pero tenía muchas ganas de verlos. Ya tenía ahorrado algo de dinero y con él podría hacer el viaje, e incluso estar allí una temporada, pero todo ello fueron vanas ilusiones. Teniendo en cuenta lo que sucedió luego, me olvidé de mis hermanos y no volví a acordarme hasta algún tiempo después, cuando ya estaba lejos.

Mi novio, el barquerito, que era más resbaloso que la guabina y cada día me miraba de una forma más rara ―¿saben que a veces tocaba el birimbao?―, pues de repente se fue, desapareció y me dejó allí, y lo hizo sin despedirse. Una noche no fue a dormir al lugar en que nos quedábamos, y luego ya no lo volví a ver. Los primeros días, allí sola, lloré mucho y estuve preguntando por él a todos los que nos conocían, pero nadie supo darme razón. Bueno, alguno sí, alguno se rió, se rió por lo bajo y ni contestó, me miró y no dijo nada, se dio media vuelta y se fue, y entonces me di cuenta de que no iba a volver y no volví a llorar. Me dio tanta rabia que me tragué todas las lágrimas, apreté los puños y me di también media vuelta, media vuelta que constituyó un símbolo, porque allí fue donde comencé a comprender algo de lo que me habían dicho las vecinas de Maracaibo tanto tiempo atrás. Yo no sabía cómo eran los hombres, es verdad, ni siquiera los jóvenes, pero estos desengaños son los que te descubren los torcidos caminos de la vida. Además, aquel crío tampoco era ninguna maravilla. A mí me gustaba mucho, sí, pero después de todo lo que habíamos hecho ni siquiera me dejó embarazada, y eso a una le da que pensar; a lo mejor es que éramos incompatibles.

ENTREGA 65

  Cuando me fui del hotel, el barquerito se vino conmigo, yo creo que se había enamorado. Yo no… Bueno, yo también, un poco por lo menos, ...