jueves, 11 de diciembre de 2025

ENTREGA 68

  

AVENTURAS Y DIVAGACIONES

DE UN CETÁCEO ODONTOCETO

 

A veces, sobre la inmensidad de la superficie de las aguas marinas, nos seguían barcos blancos, casi enormes transatlánticos. Eran barcos como el Rey del Mar o el Reina del Pacífico, dos gemelos de gran tonelaje, y nos seguían durante días aunque siempre a prudente distancia, con las máquinas a bajo régimen y como si no quisieran perturbarnos. Otras veces nos adelantaban y luego nos esperaban. Esto lo hacían durante días, y yo siempre supuse que estarían midiendo algo, tomando muestras de las aguas o escuchando nuestras conversaciones, porque los humanos son muy curiosos. Sin embargo, lo que no vi nunca fue que alguno de los ocupantes de aquellos navíos, alguno de los humanos, bajara al agua, descendiera hasta nosotros y nos hablara. Lo pueden hacer, puesto que tienen unas embarcaciones que a veces utilizan para sus tareas. Nada les hubiera impedido echar al agua una de ellas y haberse acercado hasta nosotros, pero eso no lo vi nunca. Cierto que corren historias acerca de ello, que algunos cuentan que se han topado con tal suceso, pero a mí, de joven, nunca me aconteció, y bien que lo eché en falta. ¡Comunicarte en directo con otra especie! Yo me hubiera dejado tocar…

Los humanos son unos seres bárbaros, ruidosos y zascandiles, a los que, de todas formas, debemos mucho. ¿Cómo, si no es porque hemos podido leer en algunas de sus centelleantes cabezas, conocemos nosotros la historia de esta bola de piedra, agua y metal fundido que es nuestra casa? ¿Cómo hubiéramos descubierto nosotros los entresijos del Cosmos en el que estamos inmersos, las leyes eternas, las proporciones de las cosas y hasta los nombres de las estrellas, si no tenemos los instrumentos necesarios para ello? Luego, más recientemente, hemos encontrado mejores fuentes de información ―más adelante hablaremos de ello―, pero, en un principio, ¡qué útiles fueron para nosotros las personas…!, o algunas de ellas. Demócrito, Hypatia, Newton, Einstein…, permítanme que los cite. El catálogo de quiméricas figuras que nos han enseñado en la escuela sería interminable, y nosotros los conocemos y amamos porque algunos de sus congéneres, las personas, comparten con nosotros la telepática facultad que mencioné.

Ellos son pocos y están muy aislados, pero sus señales, las inconfundibles luces azules de la mente, se expanden por un igual en todas direcciones, tal y como sucede con las luminarias que los mismos humanos han colocado en las altas y casi siempre blancas torres de sus costas. Esas azules luces, que ni son luces ni son azules, no conocen obstáculos. Se propagan a velocidad infinita, y a infinita velocidad nos atraviesan. Si la emisión es suficientemente fuerte y tienes los órganos receptores a punto, lo que suele acaecer después de un largo aprendizaje y cuando ya eres mayor, percibes oleadas de ideas. Sí, no me hagan ustedes mucho caso en lo de las luces azules, que quizá sólo fue una figura poética, una forma de hablar. Son, en realidad, ideas que te atraviesan, señales en distintos lenguajes que te perforan, conceptos que te horadan de mil y una maneras, que chocan con tus superiores órganos y allí se quedan, allí se almacenan y depositan para que en el futuro hagas el mejor uso que de ellas puedas… Todo esto no lo conoce casi nadie, pero es así.

¿Saben lo que ha sucedido? Uno ya es mayor, va haciéndose mayor, y las instrucciones que desde el principio de los tiempos estuvieron amontonadas van poco a poco despertándose en lo más profundo de nuestro cerebro y comenzando a dictar sus normas, sus ineludibles leyes, llevándonos de conmoción en conmoción, de sobresalto en sobresalto y de maravilla en maravilla, y no piensen ustedes que me estoy refiriendo a lo que acabo de apuntar acerca de ciertas facultades intelectivas, no, esto es mucho más prosaico.

Resulta que la otra tarde, ahora que comienza la estación cálida y los machos, los jefes del grupo, han emigrado a aguas más al norte, aguas más frías, aguas que tengo entendido que están al borde del gélido océano Ártico, ese gran río que ciñe las latitudes boreales ―estas son las costumbres y yo siempre he visto que suceda así; son las hembras quienes no van hasta allá, y por lo que sé, ello se debe a la temperatura de sus aguas―, pues nos topamos con la manada de una de mis tías. Esta es una cita anual y casi obligada, concertada con antelación en el lenguaje de bajas frecuencias que sin cesar recorren los mares, y el alboroto y las celebraciones propias de tal encuentro las puede suponer cualquiera. Fue ver aparecer sus altos surtidores en el horizonte y comenzar las cabriolas y los arriesgados volatines, aunque al fin tardáramos toda la tarde en conseguir reunirnos por completo. Las manadas de cachalotes son grandes, muy grandes y muy largas, y desde que llegaron los primeros hasta que nos alcanzaron los últimos, la retaguardia, transcurrieron horas.

ENTREGA 68

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