lunes, 1 de septiembre de 2025

ENTREGA 41

 

CANCIÓN DE LA INMIGRANTE

 

Cuando tenía siete años sucedió algo que iba a cambiar mi vida; no sé si mis hermanos podrían decir lo mismo porque no sé qué fue de ellos, pero a mí me la cambió. Lo que ocurrió fue que a mi padre, a nuestro padre― nuestro padre se llamaba Coriandro, esto aún no lo había dicho―, le tocó la lotería. Era una lotería instantánea. Tú comprabas un boleto, rascabas unos cuadraditos de colores, y si te tocaba allí lo ponía, allí mismo te ponías a dar saltos. Aquella lotería estaba muy extendida, todo el mundo jugaba, hasta los pobres se gastaban el dinero de la comida, e incluso el de la bebida, en ella. Había quien decía que era una estafa, lo decían todos, pero no por eso dejaban de jugar. Alguna vez le tocaba a alguien, y a mi padre le tocó lo de todos.

Cuando las personas que estaban con mi padre se dieron cuenta de lo que había sucedido se pusieron a dar voces, voces y saltos, y luego cogieron el teléfono y llamaron a alguna autoridad, aunque a los policías no, claro, porque los policías se hubieran quedado con el boleto. Como ya no estaban los maestros, debió de ser al del registro, y el del registro sí que vino, no como la ambulancia de mi madre. Vino casi tan deprisa como los soldados de los camiones, a toda velocidad, el del abarrote se lo explicó por teléfono y por la tarde ya estaba allí echando sonrisas a diestro y siniestro. Era un blanco con gafas y se portó bien, ya que por lo menos no se quedó con todo. Por lo que yo sé ahora, de mayor, podría haberlo hecho; no creo que hubiera sucedido nada.

A nuestro padre no le tocó mucho, ahora pienso que en realidad fue sólo un poco más que una miseria ―aunque para quien nada tiene cualquier cosa es muchísimo―, pero fuera poco o mucho, aquello originó varios sucesos. El primero, que nuestro padre casi se murió del guayo generalizado que tuvo lugar a continuación. Compró todas las botellas de licor que había por las cercanías e invitó al pueblo al completo. Hizo un combinado gigante, y durante tres días y tres noches todos estuvieron bebiendo y cantando sin parar, los tambores se oyeron en la selva durante tres días y tres noches, y menos mal que nuestro padre era joven, y los demás por un estilo, que si hubieran sido algo mayores seguro que se habrían muerto, pero no se murió nadie, por lo menos de la bebida. Lo que sí sucedió fue que al final, al tercer día, hubo peleas, salieron a relucir machetes y cuchillos y la bachata se saldó con varios heridos. Luego aparecieron los soldados y restablecieron el orden de la manera habitual, lo que también causó algunas desgracias, aunque yo no lo vi, sólo lo oí contar.

Luego, tras unos días en que tuvo que estar en la cama devolviendo líquidos de todos los colores y recuperándose, fue a la tienda y la compró entera, volvió a casa con varias carretillas llenas de comida. Los que le ayudaron a llevarlas llegaron cantando, como los anteriores, y organizaron un festín de los que no se recordaban y en el que participó todo el pueblo, parecía que se había casado alguien, de resultas del cual se puso otra vez todo el mundo malísimo, aunque no tanto como con lo de las bebidas. Al día siguiente parecía que había habido una batalla o nos había sobrevolado un ciclón. Todo estaba roto y se había llenado de bichos grandes y pequeños que se estaban comiendo las sobras, lo peor eran las hormigas, y a mí, que me gustaba mucho el mango pero durante mi corta vida sólo había comido mangos de burro, mangos de hilacha, me puse morada de tantos como comí y me dio un cólico que me tuvo en el catre varios días. ¡Qué malo es el cólico de mango…! Sin embargo, no por eso dejaron de gustarme, pues en el futuro todavía había de comerme muchos.

Cuando al fin nos recuperamos de tantos días de fiesta, nos reunió y nos dijo que se le había aparecido el arcángel San Gabriel y le había mostrado el camino, lo dijo así, y cuando lo decía le brillaban los ojos y accionaba con el dedo, parecía un predicador, y es que desde que a mi padre le tocó la lotería las cosas cambiaron insospechadamente. Todo el mundo era amigo nuestro y nos mudamos de casa, nos fuimos de la selva al poblado y durante una temporada vivimos en una casa grande que tenía el tejado de losas negras y un jardín limitado por una pared de piedra. Luego nos compró ropa, ropa de verdad, ropa de la buena, ropa llena de etiquetas y letreros como la que llevaban los pocos extranjeros que por allí pasaban, y a mi hermana Liria y a mí unos vestidos de colores con los que éramos la admiración del pueblo. A mi padre, a Coriandro, le quisieron hacer intendente de la zona, pero él no aceptó. Como entonces no tenía que trabajar, no iba a complicarse la vida.

Así pasamos aquella estación, jugando con los niños del pueblo en el jardín y nuestro padre rumiando y mirándonos como si nunca nos hubiera visto. Almorzábamos en una mesa grande y dormíamos en camas, cada uno en un cuarto porque la casa era enorme y había habitaciones de sobra, y a mí, como era la pequeña, me daba miedo. Yo siempre había dormido con mis hermanitos, y aquello de dormir sola, aunque la puerta estaba rota y la ventana no tenía cristal, no me gustaba, así que me iba con Liria. Liria no era tan negra como yo, era un poco más blanca, y de pequeña me cuidó mucho; luego no la he vuelto a ver.

Y además, tuvimos una criada. Era una vecina de las que habían sido amigas de mi madre, que venía a cuidarnos porque nuestro padre no estaba mucho en casa. Siempre estaba en el bodegón con los hombres, y dejaban las mesas llenas de botellas vacías de cerveza. Yo lo sé porque una noche fui a buscarlo con Liria y había mucha gente. Nos trataron muy bien, nos dieron chocolatinas, nos hicieron bromas, cantaron, porque cuando calla el cantor calla la vida, y luego nos fuimos a casa de la mano de nuestro padre que era muy alto y muy delgado. Aquella noche fue una de las más felices de mi vida. De mayor una no se acuerda de lo que sucedió cuando era pequeña, pero aquella noche nunca la olvidaré. Yo quería mucho a mi padre, para qué voy a decir otra cosa, y a mis hermanos, y a mi madre, aunque ya no estuviera con nosotros, y a su amiga, la que nos cuidaba, y a los árboles y a las hormigas. Yo, entonces, quería mucho a todo, la vida se había portado muy bien conmigo.

 

jueves, 28 de agosto de 2025

ENTREGA 40

 

 

TRAS AQUELLA NOCHE TOLEDANA…

 

… me despertó un ruido de cerrojos. Después de mis angustias había acabado por quedarme dormido en aquella especie de banco de madera, y cuando los oí, abrí los ojos y vi el techo. ¿Qué techo era aquel, tan desconchado y con manchas de humedad…?, y luego, al instante, volví a recordar los acontecimientos de la tarde anterior. Ya había amanecido, y por un tragaluz que había en lo alto de una de las paredes entraba la luz del día. Me enderecé, no muy seguro de lo que fuera a suceder, y vi que en la puerta había un pavo de uniforme, uno de aquellos funcionarios ―que, dicho sea de paso, iba más bien desaliñado―, quien, de malas maneras, como de costumbre, dijo,

―Venga conmigo.

Yo salí, y por el camino recogimos a Louis. El funcionario abrió otra de aquellas puertas que había en el pasillo y allí estaba, al fondo, con cara de pocos amigos. El que dirigía la operación aquella vez sólo dijo,

―Vamos.

Louis salió y subimos al piso de arriba, al de la tarde anterior. El funcionario nos señaló un banco de madera que había en el pasillo y dijo,

―¡Siéntense!

Nosotros nos sentamos, y, la verdad, aquella vez la espera se me hizo hasta corta. Al cabo de cinco minutos se abrió una de las puertas del pasillo y apareció… el tío Aldy, acompañado del rubio de la tarde anterior. Al rubio le había cambiado la cara totalmente y ya no decía las tonterías con que me había obsequiado. Ahora todo era, ya sabe usted, sí, claro, los chicos jóvenes, bueno, sí, todo está bien, muy amable, y cosas de esas; lo de lo sabemos todo, aquella vez no lo dijo. Se dieron la mano ―el rubio ni nos miró― y el tío Aldy vino hacia nosotros. Me echó una mirada de complicidad, me dio en un brazo, miró a Louis dubitativamente y concluyó,

―Venga, vámonos.

En el patio del cuartel, alrededor de uno de sus despampanantes coches, un descapotable que yo no conocía, y con una rubia de las que solía en el asiento de la derecha, había dos o tres de aquellos guardias, comentando a distancia la marca, el modelo, la cilindrada y todos esos detalles de los que habla la gente a los que les gustan estos vehículos. Fuera lucía el sol… ¡Hay que ver cómo cambian las cosas en brevísimo tiempo! Después de lo sucedido, incluidas las amenazas del rubio de la tarde anterior, al salir hasta nos saludaron.

Lo primero que el tío Aldy dijo, riéndose, fue,

―¡No tenéis ni idea de la suerte que habéis tenido! Cuando me llamaste estaba a menos de cien kilómetros de aquí, de forma que me dije… ¡Anda, que si me llegas a pillar en América…! ¡Qué!, ¿os lo han hecho pasar muy mal?

Ninguno de los dos contestamos y el tío Aldy remató la frase.

―Bueno, así aprendéis. De todo se aprende en esta vida. ¿Queréis desayunar?

Nos detuvimos en el primer bar por el que pasamos, y Louis, llevado por no sé qué impulso o necesidad fisiológica, pidió un coñac y se lo bebió casi de un trago. Luego ya se le puso mejor cara. Como tardamos bastante, porque yo me tomé dos colacaos y varios bollos ―de esos que vienen dentro de un plástico―, el tío Aldy nos dejó solos, y en cuanto salió por la puerta Louis dijo,

―Jo, macho…

Yo ni adivinaba por dónde iba.

―¿Qué pasa?

Louis resopló.

―Nada. ¡Que vaya gallina lleva tu tío!

Luego fuimos a otro pueblo que estaba al lado, este más lujoso que el que nosotros habíamos elegido, y allí a un hotel a todo plan. El tío Aldy era un tío como Dios manda, como tienen que ser los tíos, así que nos dijo,

―Si queréis ducharos o lo que sea, pedid mi llave. Nosotros os esperamos en la terraza. Ahora vendrá tu padre.

Louis se quedó estupefacto.

―¿Mi padre?

El tío Aldy hizo como que se excusaba. Abrió las manos y añadió,

―Le he tenido que avisar… Si no, no te saco.

Nosotros tardamos poco en bajar, pero cuando llegamos ya estaba la reunión montada. El padre de Louis, que era alto, fuerte, medio calvo y colorado, como hipertenso, sólo hablaba de putas. Claro, como Louis; los niños aprenden todo lo que oyen. Cuando llegamos, le estaba diciendo al tío Aldy,

―Pero si estos son tontos, hombre, son tontos, te lo digo yo. ¿Que quieren irse de putas? Pues que me hubieran pedido el dinero. ¿Qué problema hay? Si yo les hubiera dado el dinero…

Louis, por aquellos tiempos, no se atrevía ni a mirar a su padre, que, aparte lo dicho, era un cafre, grosero a más no poder, y hablaba a voces. El tío Aldy ponía unas caras…

―Y qué… ¿Qué ha hecho tu niño? ¿Por qué lo tienes encerrado en ese colegio? ―y me miraba con una sonrisa torcida.

―¿Eh, buena pieza…?

¡Buena pieza, buena pieza…! Eso lo había oído yo de pequeño, ya ni recuerdo dónde, pero creía que había caído en desuso. El padre de Louis, aparte de poco educado, era más bien antiguo. A Louis le daba unos capones en todo el cuello que sonaban como trallazos.

―¡Ven aquí, hombre, que no te voy a matar…!

El tío Aldy no sabía si decir la verdad, que yo no era su niño, pero desistió. El padre de Louis pidió otro alcohol fúnico, de esos de Giraud, y después de hacer unos cuantos ruidos volvió a la carga. Ahora nos miraba a los dos, como entidad, como novatos.

―A ver, decidme. ¿Adónde creíais que ibais?

Louis, al principio, no dijo nada. Vamos, ni miró, pero luego le debió de molestar el sepulcral silencio, porque al fin y al cabo era su padre, y contestó como a media voz.

―No…, a ver chavalas.

―Chavalas, chavalas… ¡Putas!, querrás decir… ¡Putas!, si lo sabré yo…

Lo más divertido era la cara que ponía la novia que llevaba aquel día el tío Aldy… El padre de Louis nos miraba a todos y luego le daba a su hijo más capones; a mí también me miraba, pero conmigo, con el tío Aldy allí delante, no se atrevía.

―¡Putas, hombre, putas…! Dilo bien claro, si nadie se va a asustar… ¿Qué crees?, ¿qué yo no sé lo que son las putas? ―y se reía a grandes carcajadas.

Aquello tampoco duró mucho. El tío Aldy, que era muy diplomático, viendo que semejante situación podía prolongarse toda la mañana empezó a hacer como que le llamaban por teléfono y a ausentarse repetidamente, y al fin apareció con una de sus sonrisas de lado a lado de la cara diciendo eso de, ya lo siento, hombre, pero es que las obligaciones…, y cosas por el estilo, y allí se quedaron Louis, su padre y los alcoholes fúnicos. Nosotros nos levantamos, nos dimos unos apretones de manos ―que el padre de Louis, en el colmo del cinismo, a la acompañante de turno del tío Aldy le besó la mano con unos ademanes muy a la antigua; debió de ser lo único que hizo bien en toda la mañana― y nos fuimos.

El tío Aldy, a continuación, me llevó a cazar. Ya sé que esto de la caza no está bien ―y es que siempre se me ha hecho muy cuesta arriba eso de andar por el campo disparando a bichos indefensos…―, pero qué quieren ustedes, tras semejante experiencia lo que no iba a hacer era volver a encerrarme en casa o en el colegio…, así que dije que sí nada más oír la propuesta. Nos fuimos a una de sus fincas y estuvimos cuatro días subiendo y bajando cerros y disparando a todo bicho viviente ―eso nosotros, porque la chavala sólo nos acompañó el primero; los demás se quedó en casa tomando el sol y bañándose en la alberca―, y cocinando, porque hay que decir en descargo del tío Aldy que todo lo que matamos ―es decir, que mató él, porque yo no le daba ni al arco iris― se comió. Nosotros unas cuantas liebres y perdices, y los guardas, y supongo que la gente de los alrededores, el resto. El tío Aldy sacó a relucir sus habilidades y se pasó una tarde entera escabechando perdices, que metió en botes cuidadosamente lacrados y a los que incluso puso etiquetas con la fecha y el contenido. El tío Aldy, a pesar de que era cazador, y bastante burro, solía ser muy cuidadoso.

Después de aquello casi no volví al colegio porque había llegado el final del curso y se habían acabado las clases; sólo volví para examinarme, y me aprobaron. Además, allí acababa el último ciclo, lo llamaban no sé cómo, y un año después, si quería, podía ir a la Universidad, pero todavía faltaba mucho y ni se me ocurrió pensar en ello. En aquella época no tenía ni idea de lo que quería y los demás no me dieron la lata; como ya no estaba la abuela casi todos se desentendieron. Sólo el tío Aldy o Claudia me preguntaron sobre aquel asunto, pero yo les di largas y durante una temporada se olvidaron de él.


lunes, 25 de agosto de 2025

ENTREGA 39

 

 No sé cómo se me ocurrió aquello, pero es que el cerebro tiene sus propias andaduras, es tontería querer llevarle la contraria, y cuando todo se complica, cuando la situación es apurada, uno empieza a imaginar disposiciones de la materia que nada tienen que ver con lo que está sucediendo. Cuando cunde el pánico los músculos se tensan, los ojos se cierran y los dientes se aprietan, y toda suerte de expresiones nunca antes meditadas afluyen a tu mente… Es la famosa corteza cerebral que grita, agárrate bien, ya verás adónde te voy a llevar, puerta de negras barras verticales…

Yo nadaba hacia arriba desesperadamente, pero el monstruo no se despegaba sino todo lo contrario, y de repente noté algo como un pinchazo en la cabeza; ya lo decía yo, ¡el espiráculo…! Aquel espantajo me acababa de pegar un bocado en mitad de la frente y me había hecho sangre, porque como tienen una especie de pico córneo, pueden hacer eso y más, y de repente el dolor aumentó; seguro que, abrazado como estaba, ahora se ponía a escarbar en la herida. Esto no es que fuera muy grave, pues al fin y al cabo sólo era superficial, pero a continuación vendría, a buen seguro, la segunda parte. Resulta que los pulpos tienen unas glándulas al lado de la boca que segregan una sustancia irritante, lo que es muy útil cuando la presa es pequeña. Ante una acometida de este tipo la mayor parte de los animales marinos, los congrios, por ejemplo, o los llocántaros, quedan aletargados y ya pueden darse por perdidos. De ahí a ser comidos no hay más que un paso, pero un cachalote es diferente. Un cachalote no se queda aletargado con facilidad. Lo que un cachalote desesperado hace ―y si es pequeño, más― es templar los tendones, agitar la cabeza y la cola desmesuradamente y confiar en que ante semejante revuelo, semejante confusión y oleaje, el contrario abandone la presa…, aunque allí no se dio el caso.

Sí, de cierto que yo aleteaba violentamente, pero la jaula, la jaula de tentáculos con ventosas, el encierro de metálicos barrotes no cedía ni se abría. De verdad parecía que todos mis esfuerzos eran vanos, pero es que, además, de improviso me empezó a arder la herida. El gran pulpo había empezado a segregar veneno y a mí me llegó el pánico y comencé a vociferar desesperadamente, los sonidos escaparon de mi boca…, ¡clac clac clac!, ¡¡crrraaac!!, clac clac…, porque, ¿qué iba a hacer sino pedir socorro? Mi primo y nuestras novias habían salido zumbando al olor de la batalla y no había nadie por las cercanías a quien dirigirse. Mis clac clac clac debían de oírse a cincuenta leguas a la redonda, pero nadie acudía… En las manadas de cachalotes hay centinelas y guardianes, escuchas y vigías, porque nuestros grupos ocupan longitudes de veinte o más kilómetros y deben tomarse todas las precauciones, de forma que mi estupor iba en aumento. ¿Dónde estaba la ayuda y por qué tardaba tanto? De ninguna manera podía creer que la manada en pleno me hubiera dejado abandonado a mi suerte…

El picor se acentuaba, los tentáculos se paseaban ante mi cara con total impunidad y yo perseveraba en mis coletazos, poniéndome boca arriba, boca abajo, hundiéndome en barrena… ―aquello si que no me había sucedido nunca―, gritando, aullando, ¡ay!, ¡ay! ―bueno, no dije ¡ay!, sólo lo pensé, lo estaba pensando, ¡ay, ay, ay…!―, cuando, súbitamente, algo se revolvió encima de nosotros. Una mole que ocultó la poca luz que desde arriba nos llegaba apareció de improviso y a gran velocidad, y pueden ustedes creerme si les digo que lo que hizo acto de presencia navegaba a quince nudos, si no que más, y cayó sobre nosotros como un cuerpo en caída libre, esto es, con toda la potencia que un cachalote adulto puede imprimir a sus movimientos. Fue visto y no visto. El abrazo del monstruo se aflojó, y la boca, su córneo pico, que un instante antes se dedicaba a ahondar en la herida, se retiró y me sentí libre, libre sin aquella carga y aquellos picores…

Miré hacia arriba y pude observar que allí estaba mi tía, que era quien había acudido al salvamento, y que de su boca salía el pulpo, aunque no salía entero sino un trozo de cabeza y un montón de tentáculos que se debatían aún más desesperadamente de lo que lo había hecho yo momentos antes, y ella ―por decirlo ya todo― ponía una cara de satisfacción que para qué les voy a explicar, porque el pulpo es un bocado exquisito. Tengo entendido que los humanos sólo comen los individuos jóvenes; los individuos jóvenes son comestibles, dicen… Bueno, humanos, otra vez, no sabéis lo que os perdéis; quizá es que tenéis la dentadura demasiado frágil, quizá sea algo de eso, porque si no, no tiene explicación.

Yo tenía que salir a respirar pero no había demasiada urgencia, todavía podía estar un rato más bajo el agua, sobre todo a la vista de lo que ante mí tenía, de forma que nadé, ahora ya con tranquilidad, hasta mi salvadora. Abrí las fauces y, con el mayor de los cuidados, así los brazos que pude apresar; tiré fuerte y arranqué tres o cuatro… Una nube de tinta me envolvió por completo, pero aquello fue aún mejor porque esta tinta es muy alimenticia, tiene un sabor sumamente delicado y estimula, por así decirlo, el apetito, y luego…

El pulpo no sabía en dónde se había metido. Era un pulpo grande, un pulpo adulto, y se supone que estas criaturas saben lo que hacen, pero aquel, el pobre, acababa de correr su última aventura; así es la vida.

Aquella noche, flotando entre la oscuridad de dos aguas, estuve preguntándome sobre el significado de mis visiones. ¿Por qué había visto barras metálicas, verticales barras metálicas, en donde sólo había brazos de pulpo…?, pues si alguien piensa que yo no sé lo que es una barra metálica está muy confundido. En el fondo del mar, a veces, se colocan unas jaulas de las que sólo puedo suponer su utilidad, y una vez vi una con un humano dentro. Estaba suspendida de un cable que, sin duda, llegaba hasta un barco en la superficie. La manada transitó cerca de ella, pero a los pequeños no nos dejaron acercarnos demasiado por simple precaución.

―Venga, niños ―nos dijeron―, echad una ojeadita y vámonos.

La guardiana de turno, que no era mi tía ni tampoco mi madre, nos estuvo instruyendo. Nos dijo,

―Los humanos, cuando no se fían de lo que van a encontrar, porque como sabéis el fondo del mar está lleno de animales de todas las clases, se sumergen en estos recipientes. No los construyen por nosotros, claro está, que podríamos destruirlos de un coletazo, sino por otra clase de seres, tiburones sobre todo. Los humanos que van dentro de ellos suelen ser lo que los mismos humanos denominan científicos, un concepto en el que ahora no vamos a entrar, y los utilizan para tomar sus datos o hacer sus medidas, fines que no suponen un peligro para nosotros. Sin embargo, no conviene fiarse de nada, esto sí que debéis recordarlo.

Así nos dijo, y nos dejó verlo un momento. El humano (o la humana; no lo sé, porque con esas coberturas que llevan es difícil determinarlo) estaba muy ocupado con diversas máquinas, una de las cuales emitía destellos, unos destellos muy curiosos, intensos y muy cortos, con los que probablemente almacenaba información de algún tipo, y luego nos fuimos. De esto, de todas formas, hace ya tiempo y no me acuerdo muy bien, aunque aún recuerdo la jaula y los barrotes. Ahora volvían a aparecer y yo me preguntaba por qué. Sí, ¿por qué?

jueves, 21 de agosto de 2025

ENTREGA 38

 

 

HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA

 

Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―y mi tía, por tanto― está muy interesada en educarnos, pues con el fin de evitar accidentes, en las manadas de cachalotes se llevan rígidamente los asuntos que conciernen a la primera enseñanza. Los individuos jóvenes (de menos de diez años) tenemos que hacer un aprendizaje, gimnasia y otras materias afines, desde pequeñitos, prácticamente desde que salimos del seno materno al agua salada, porque nuestra vida no es tan fácil como se cuenta. Debido a nuestro peso y enorme tamaño corre por ahí una leyenda que habla de la supuesta invulnerabilidad de mi especie, pero esto, con ser casi cierto, no lo es del todo. El Architeuthis princeps, por ejemplo, cefalópodo de considerable tamaño, es capaz de arrastrarnos a las profundidades. Semejante bicharraco, aunque resulta un manjar delicioso ―como todos los cefalópodos―, puede llegar a ser peligroso si se da la circunstancia de que se junten varios y colaboren en llevarte al fondo e impedirte salir a respirar. Estos bichos, que como dije constituyen una magnífica presa, son muy astutos y tienen un marcado carácter gregario, es decir, que actúan en comandita, llegando el caso de formar verdaderos ejércitos, en ocasión de los cuales encuentros lo mejor es salir resoplando hacia donde puedas. Después de todo podemos desplazarnos más rápido que ellos, y los architeuthis, que son seres de las profundidades, no se atreven, ni con mucho, a subir a la superficie.

Nosotros, mi primo y yo, con seis años, salimos de excursión, y ya pueden ustedes imaginar lo que es eso. Ver una luz cualquiera y dar media vuelta es todo uno; una cosa es nadar, o bucear, y otra encontrarse de frente con uno de los innumerables y fosforescentes monstruos marinos que pueblan el océano. Aquella tarde estábamos cerca de la superficie, porque este es el terreno más favorable y el único en el que el alto mando deja desenvolverse a individuos en edades tan tiernas, de forma que nos dedicábamos a saltar; a aprender a saltar, debería decir. Los saltos de los cachalotes, los saltos que damos fuera del agua, parecidos a los de los delfines ―pero, claro está, a otra escala―, obedecen a un sinnúmero de motivos y tienen gran cantidad de significados, por lo que es preciso dominarlos. De un cachalote que no salta lo más aproximado que podría decirse es que está enfermo.

Mi primo y yo, que aunque pequeños, teníamos un tamaño respetable, pasamos aquella tarde subiendo y bajando, saliendo del agua y volviéndonos a sumergir, mientras por las inmediaciones un trío de hembras en edades afines se ejercitaba en acrobacias parecidas. Aquello era una exhibición en toda regla. Mira, mira como salto, nos decían, y nosotros les contestábamos de igual manera o incluso más crecidos, eso no es nada, fijaos en esto, arriba, abajo, etc., y si vamos a decir la verdad ―hay que reconocerlo, pese a que más de uno esté en desacuerdo― diremos que las cachalotas saltan mejor, sobre todo cuando son jóvenes; quizá no salten tanto como los machos, pero lo hacen de manera mucho más armoniosa.

Al cabo de un rato ya estábamos los cinco retozando juntos en el fondo, en las praderas marinas (¿qué se esperaban ustedes?), practicando eso de ven para acá, persígueme, y muchos otros de los jugueteos propios de las edades tempranas. La manada, unos respirando y otros cazando, permanecía por allí arriba o por allá abajo, al otro lado del talud de la plataforma, y ya estaba empezando a caer la tarde y, por lo tanto, llegando la hora de recogerse, cuando sucedió algo a lo que en rigor debería llamar mi primera aventura, la primera aventura de mi vida juvenil: Hércules en la encrucijada.

Estábamos en una zona cercana a una costa con poco fondo, el fondo mínimo para ejecutar aquella clase de juegos, cuando, en una de las inmersiones, que no eran sino desenfrenadas persecuciones, me encontré de manos a boca no con quien yo pensaba, una cachalota de mi edad, no, eso es lo que yo creía, pero no. Bordeé un peñasco submarino, un peñasco de bordes pulidos y tapizado de anémonas, y algo me rozó la espalda, algo de suave tacto. Me volví, y de la impresión subsiguiente el corazón por un instante se me detuvo; sólo fue un instante, pero bastó. Ante mí se balanceaba uno de esos Octopus vulgaris de enorme cabeza, mirada penetrante y tentáculos plagados de ventosas, un bicho de unos diez metros de longitud, sobre poco más o menos. Cierto que yo medía algo más, y pesaba quizá el triple, pero yo era un bebé comparado con aquel monstruo que, aparentemente y a juzgar por su gesto, tenía más horas de navegación que Tom el de Nueva Zelanda. Los pulpos, además, tienen una mirada hipnótica, una mirada que no te dice nada acerca de las intenciones de su dueño, o mejor dicho, que te lo dice todo. Parece que ni ve, y antes de que puedas darte cuenta te ha prendido con sus tentáculos, se te ha subido encima, te ha enganchado inapelablemente y está royendo con su córnea boca lo primero que encuentra, y lo primero que suelen encontrar es, por lo general, el espiráculo. Estos bichos son de reacciones imprevisibles y nada tontos, más para un novato como yo era, y como debe de pesar un par de quintales, remontar vuelo hacia la superficie con él a cuestas suele ser difícil, en ocasiones imposible.

Qué hacía un bicho de tal tamaño en aquellas aguas poco profundas, y por qué se fijó precisamente en mí, eso no me lo pregunten, no tengo ni idea ni lo sabré nunca, pero del aletazo caudal que pegué sí que me acuerdo, pues debió de ser uno de los mayores esfuerzos que he hecho en mi vida. Salí disparado hacia lo alto, pero aunque estábamos en aguas poco profundas, estas no lo eran tanto como me hubiera gustado, porque lo que sí era seguro era que el pulpo no me iba a seguir hasta arriba, eso sí que hubiera sido contra natura. Los pulpos son enormemente recelosos y no suelen apartarse en demasía de sus refugios, refugios que, a veces, cuando no encuentran el lugar adecuado, una cueva o un montón de rocas en donde quepan con comodidad, construyen ellos mismos amontonando con sus brazos piedras y cieno del fondo, lo que, aunque pueda parecer raro, es la pura verdad, lo he visto más de una vez; buenos son los pulpos.

Aquel, sin embargo, debía de estar muy hambriento, o a lo mejor era viejo o estaba enfermo, quién puede saberlo, porque no es propio de estos suspicaces seres meterse de cabeza en la boca del tiburón y atacar a lo primero que encuentren. Un cachalote joven nunca está solo, y esto debía saberlo el pulpo de sobra, así que, ¿por qué hizo aquello? Yo no lo sé, pero el caso fue que, sin darme tiempo a pensar más, se movió fulgurantemente, se me subió encima, me atenazó como pudo y me puso unos cuantos brazos por encima de los ojos. Lo que yo veía, en medio de mi confusión, era un montón de barras, ¿podría decir que metálicas?, que me cerraban el paso…

ENTREGA 41

  CANCIÓN DE LA INMIGRANTE   Cuando tenía siete años sucedió algo que iba a cambiar mi vida; no sé si mis hermanos podrían decir lo m...