EN LA ISLA
Limpiar pescado es fácil, aunque no todo es bueno. Lo peor es ver el enorme montón antes de empezar, resulta agobiante, y también el olor, el olor del pescado en la ardiente cocina de un hotel tropical, aunque peor hubiera sido tener que limpiar pollos de plástico; eso no se debe hacer ni con guantes de alarife. El pescado, si es congelado, es repugnante, aunque si es fresco ya es otra cosa. Cuando metes las manos en un gran pescado que ha estado congelado notas que es blando al tacto, pero te puedes distraer viendo los colores que tienen la cabeza, las agallas, los intestinos. Si tienen huevas es rosa, y si no todo son rojos y marrones. Las escamas se te quedan pegadas a la piel, y por mucho que te laves no se te quitan, y las espinas… Cada vez que te clavas una ves las estrellas, y no digo nada de lo que sucede si el pez es una cabra, que es rojo; entonces la herida se te infecta y te sale un punto marrón. Yo, como soy negra, llegué a tener las manos llenas de puntos azulados, tenía más de cien. Me daba crema, pero aquello servía de poco porque el veneno de los peces tropicales es demasiado poderoso.
Del hotel mejor ni hablar, sobre todo del jefe de cocinas, el vitoco. A los pavitos que venían a trabajar les tomaba medidas en cuanto llegaban, aunque la mayoría dejaba el empleo a los dos meses, era difícil aguantarlo más, pero a nosotras, como no le gustábamos, o no le gustábamos demasiado, lo menos que nos llamaba era prostitutas ―y eso a voz en cuello, le debían de dar ataques de histeria―, y lo demás no lo voy a poner porque la insultada está en la mente de todos, todo el mundo se sabe de sobra los insultos aunque algunos no los digan, unos por miedo y otros porque son educados y tienen un vocabulario más amplio, no tan restringido. Por eso, cuando un día al poco tiempo de estar allí me ofrecieron una de las subsecciones ―porque era negra y aquellos trabajos sólo los podían hacer las que éramos negras o medio negras, dado que la tramoya, el teatro, contaba mucho en las actividades que tenían que ver con el turismo―, dije de inmediato que sí. Aquello incluía salir de la cocina y no volver a ver al marico, y además te ibas a una islita que estaba enfrente. A unos cientos de yardas del hotel había un grupo de diminutas islas, cada una con su playa y sus palmeras, como en las fotos de los catálogos, y en ellas habían construido unas casetas de madera basta y chapas metálicas viejas ―lo mismo podían haberlas hecho con ladrillos, pero aquello quedaba mejor, más auténtico, y a los turistas debía de parecerles el fin del mundo―, y en la caseta había algo parecido a una barra de bar malamente imitada y unos cuantos carteles de colores. Teníamos botellas de ron y toda clase de refrescos y cervezas, y el hielo lo llevábamos por la mañana, en el primer viaje, y duraba todo el día. Así podíamos darles lo que pedían, y casi todos se iban por la tarde disparatando. Acababan con las cervezas, menos los muy finos, que querían mojitos y daiquiris y cosas por el estilo.
El día empezaba por la mañana temprano. Al amanecer te llevaba el barquero en un bote viejo con motor que olía terriblemente a diesel. El barquero era un crío, yo creo que era aún más joven que yo; era un mestizo, pero no sé de qué razas, podría haberlo sido de cualquiera de las conocidas, aunque de negro tenía bastante. Los turistas, casi siempre parejas que buscaban la soledad, llegaban luego, al mediodía. Desembarcaban del bote, se quedaban mirando a su alrededor extasiados y se pasaban el día a remojo. Ellas llevaban unas faldas largas que se quitaban y ponían continuamente y casi todos se bañaban desnudos, aunque algunos se escondían, o medio escondían. Se ve que aquello de que hubiera una negra delante les ponía un poco nerviosos, y eso que yo tenía un aspecto de niña que no podía con él y no despertaban en mí la menor curiosidad. Todo lo contrario, porque lo cierto es que me parecían muy viejos.
Luego, al mediodía, salía del chamizo una negra con un pañuelo y una falda de colorines ―esa era yo―, y entonces el barquero hacía su aparición como si viniera de pescar. Llegaba con cachaza, el motor al ralentí y el pescado en un caldero, ya digo, precisamente como si viniera de pescarlo, pero era mentira; era del que llevaban al hotel, una vez descongelado y tras los convenientes arreglos. Si cogíamos algo, y yo a veces, por la mañana, lo hacía, lo escondía por allí y me lo comía sola; bueno, al barquerito también le invitaba. Cuando se iban los turistas y me quedaba otra vez sola por la tarde, recogiéndolo todo, me lo comía, porque el pescado de aquella parte era buenísimo, no como el que les dábamos a ellos, y eso que se hacían lenguas. Claro, verlo freír en una sartén en una hoguera es algo que impresiona mucho a quien está todo el día y todo el año en una de sus enormes ciudades, porque nosotros hacíamos una hoguera delante del chiringuito echándole mucho teatro, y con una sartén y aceite llenábamos unas grandes fuentes de peces dorados con un aspecto inmejorable. Yo estaba el día entero cocinando como una negra, humo, humo y humo, y poniendo daiquiris y entorchados y asando cocos. A los cocos pequeños, cuando están aún un poco verdes, se les hace un agujero y se tira el sarazo, aunque también te lo puedes beber. Luego se asan entre las brasas de la hoguera, se les deja allí un rato hasta que se hacen, y acto seguido se abren, y lo de dentro, lo blanco, se limpia y corta en gajos que se colocan simétricamente encima de un plato; si lo adornas con más gajos de mango, el éxito está asegurado. A veces, cuando alguien me lo pedía, también hacía un arroz que nos había enseñado a hacer uno de los cocineros del hotel a las negras que estábamos en las islas, un arroz con muchos chipi chipis, guacucos, perlitas y calamares, un arroz con pescado y sobres de colorante. Lo hacía en la hoguera y los primeros días se me quemó demasiado la parte de abajo, pero luego aprendí que si ponía una chapa encima del fuego se hacía mucho mejor y más uniformemente y ya no hubo problemas, a los turistas les gustaba mucho y dejaban unas propinas monumentales. Una vez una rubia, una catira de aquellas, me dio un beso al despedirse, me sonrió y me dijo unas cuantas palabras en una extraña lengua. Las palabras no las entendí pero me dio igual, lo que dijo estuvo muy claro. Era una persona mayor, tendría como cuarenta años, y yo le debí de inspirar sabe Dios qué sentimientos.