jueves, 10 de julio de 2025

ENTREGA 26

 

Mi prima Beatriz, que habría bebido muchísimo vino, después de la tumultuosa comida se pasó el tiempo de los valses bailando con los novios en mitad del jardín, y Anita y yo nos sentamos en unas sillas que había debajo de un árbol. Parecíamos novios. Luego estuvimos bailando, riéndonos, porque allí había mucha gente…, y cuando los invitados empezaban a irse observé que la abuela Tente nos contemplaba con aquella peculiar mirada suya. Puede que la abuela fuera corta de vista, porque solía usar gafas, pero de lejos veía perfectamente. La abuela sólo me miró, no abrió la boca, pero desde lejos, desde su sitio en la mesa, me dijo,

―Eduguá, ¿tú también…? Eduguá, te estás haciendo mayor… Bueno, todo llega en esta vida, y todo pasa.

La abuela me miró y yo oí eso dentro de la cabeza, lo oí como si lo hubiera pronunciado. Yo ya sabía que la abuela hablaba con el pensamiento, pero aquella vez no pude entenderlo de forma más clara.

Hasta aquí el lado cómico de la existencia, pero luego transcurrió un año, y sin previo aviso sucedió la tragedia. Mis padres, nuestros padres, murieron en un accidente de coche. Ellos solían viajar, unas veces a Europa, otras a América, y de aquella última no los vimos volver, sólo los ataúdes que velamos y después enterramos.

Hubo gritos, desmayos, carreras, lloros y lágrimas, pues nuestra casa se cubrió con el negro velo de la desventura, y en la familia el suceso cayó como una bomba. Yo nunca había visto llorar a la abuela ni al tío Aldy, ni siquiera al tío Eduardo, y sin embargo aquella vez les vi hacerlo a todos juntos, un espectáculo que no contribuyó a levantar los ánimos. Hasta el Cacho, que siempre había sido el más despegado, estuvo una semana sin salir de casa, casi sin salir de su cuarto, y nos miraba a los demás como mira un perro que de repente se ha quedado sin dueño.

Luego, cuando transcurrieron dos o tres semanas y parecía que las aguas se remansaban, la abuela tomó las riendas y decidió que había que poner remedio a aquella situación, así que tuvo uno de sus habituales arranques y empezó a pensar…, o a lo mejor no, a lo mejor no tuvo que hacer ningún esfuerzo y se le ocurrió así, de sopetón, porque la abuela, eso lo supe desde siempre, tenía una imaginación muy viva y era de ideas súbitas, y lo que se le ocurrió aquella vez fue llevarnos de viaje.

―¿No os gustaría que nos fuéramos a dar una vueltita por esos mundos? Yo no estoy muy para viajes, pero me parece que es lo mejor que podríamos hacer. Eduguá, ¿tú no quieres venir? Sí, ¿verdad?

… pero la abuela no tenía en la cabeza ir a pasar quince días a la costa o a alguna de las fincas, ni mucho menos, porque ella siempre fue imprevisible. Lo que se le ocurrió en aquellas circunstancias extraordinarias fue ir a su tierra, cruzar el charco y llevarnos a Colombia, así conoceréis cómo es aquello, yo no me voy a morir sin habéroslo enseñado.

Fuimos los tres, Claudia, el Cacho y yo, guiados por la abuela y el tío Aldy, quién se añadió al viaje. Claudia sólo llevaba un año casada, pero semejante circunstancia no le influyó en absoluto. El pobre Pedro, como había comenzado a trabajar en un sitio muy bueno hacía poco tiempo, se perdió la excursión. Vino a despedirnos al aeropuerto e hizo un montón de recomendaciones de última hora a su mujer, quién, como buena matemática y mientras los demás nos reíamos, se lo quitó de encima con gestos adustos. Al final Pedro se quedó allí, en medio de la sala de embarque, al lado de unos guardias que no le dejaban pasar, diciéndonos adiós con un pañuelo, y una cara…

Lo primero que me llamó la atención de las tierras de ultramar fueron los zumos de frutas, porque allí todo el mundo bebía zumos recién exprimidos en cuanto se presentaba la ocasión, y lo segundo, mis primas, mis primas lejanas, a quienes no conocía y me dejaron apabullado; alguna vez debían de haber estado en Europa, pero yo era pequeño y no me había enterado; ni me acordaba de ellas. Nuestras primas lejanas, de todas formas, no eran tan lejanas, porque lo eran en segundo o tercer grado. Puede que no mucho, pero código genético compartíamos, y eso siempre se nota. Lo que sucedía era que ellas, aunque fueran de mi edad, eran unas mujeronas, porque lo de vivir en el ecuador acelera el crecimiento, y es que Colombia, a pesar de lo que cree la gente, no es un país tropical sino mucho más que eso: es un país ecuatorial. Había una, en particular, de nombre Vladimira ―porque su padre era ruso―, que se parecía muchísimo a la abuela Tente, sólo que en joven, y hasta tenía su mismo pelo rubio y rizado.

En aquel país, al contrario de lo que sucedía en el nuestro, no podías hacer lo que te diera la gana. Para salir a la calle era preciso ir acompañado, y por la noche sólo en coche; de algunas casas, que solían ser de familiares, al hotel, y del hotel a otras casas. En el hotel, para que se vea cómo era lo que cuento, la puerta de la habitación era doble, doble y blindada, y eso que era un hotel de los buenos, con unas vistas fantásticas. La ciudad, contemplada desde la piscina de la azotea, parecía una ciudad europea, sobre todo por el tráfico de helicópteros pesados, y en la lejanía, en la falda de humeantes colinas, se adivinaban ingentes cantidades de barrios populosos en donde decían que no se podía entrar. Menos mal que también se veían montañas por todas partes, la gran cordillera de los Andes, en medio de la cual nos encontrábamos.

Una tarde fuimos a un zoológico de animales indígenas, porque, como dije en páginas anteriores, la mayor afición del tío Aldy eran los animales. Antes de salir nos reunió a los tres en su habitación del hotel y nos dijo,

―Hoy vais a probar el producto nacional de Colombia. Atención a esto que es cosa fina.

El tío Aldy, muy ceremoniosamente, sacó un bote de plástico, lo abrió con todo cuidado y esparció una especie de polvo encima de una mesa de mármol. Luego se entretuvo en alinearlo. Claudia, que le observaba con peculiar expresión, de repente dijo,

―Pero, tío, ¡si eso es muy malo…!

… y el tío Aldy no le hizo el menor caso. La miró con su eterna cara de guasa y replicó,

―No, mujer. Lo que es muy malo son las mierdas que os metéis vosotros en Europa. No te preocupes, que con esto no te va a suceder nada ―y dicho y hecho, sacó un billete nuevecito y predicó con el ejemplo.

Luego lo hizo el Cacho, y lo hizo tan bien y con tanta soltura que se descubrió por completo, y después Claudia.

Yo no sabía qué decir, pero al fin pregunté,

―¿Puedo probar? ―y el tío Aldy dijo,

―Por supuesto, pero que no se entere tu abuela.

lunes, 7 de julio de 2025

ENTREGA 25

 

 

LA TRAGICOMEDIA DE LA VIDA

 

Aquel año, cuando yo tenía doce, se casó Claudia, y si yo tenía doce, Claudia tendría veintitrés. Se casó con Pedro, claro está, que llevaba dos años casi viviendo en casa, porque Claudia era una persona muy coherente y no se hubiera casado con ningún otro, y de la época de la boda, la única que hubo en la familia, aún recuerdo detalles.

La abuela Tente estaba muy orgullosa. Para ella parecía ser muy importante aquella ceremonia y a todos nos dijo,

―En el país de los malabares hay una maravillosa costumbre: la novia es llevada en volandas por un dios gigantesco. Es un dios negro, claro está, porque en el país de los malabares se aprecia tanto a los negros que los diablos son blancos y los dioses negros.

… y también habría que tener en cuenta que Claudia era la mayor de sus cinco nietos. La verdad es que los tíos no habían tenido muchos hijos, no se podía decir que fueran muy prolíficos.

Pero antes había que hacer una fiesta, fue idea de la jefa.

―¿Una boda…? No, las bodas suelen ser muy aburridas. Lo que tenemos que hacer es una fiesta en el campo, una fiesta con baile y todo el mundo disfrazado…

… y en cuanto la especie comenzó a correr entre la familia, a todos les pareció de perlas.

Fue Claudia quien, al principio, no quería, aunque cuando pasaron unos días intervino la abuela. Fue ella la que dijo,

―La haremos. Es una buena ocasión para hacer una fiesta de verdad, niña mía, y a mí ya me quedan pocas oportunidades para ir a fiestas como Dios manda.

… así que entre la abuela, Claudia y el tío Aldy, organizaron un festejo monumental; se pusieron de acuerdo rápido, sólo con mirarse a los ojos, y no crean que el programa fue el habitual en un acto de estos.

En aquella fiesta nocturna cenamos corzo con salsa cumberland, tarta de chocolate y peras y helado de tiramisú; el chocolate negro era una de las pasiones que compartía toda la familia y no se podía soslayar. El tío Aldy y la abuela eran unos maestros y allí sólo cocinaron ellos, no dejaron a nadie tocar nada, la abuela desde su silla, aunque, eso sí, con varias ayudantas para fregar y picar; estuvieron dos días enteros metidos en la cocina e hicieron una cena pantagruélica. El corzo que prepararon no eran trozos de carne como esos que se ven por ahí, no. Era caldo dorado de corzo, para empezar; luego, un estofado etéreo y gaseoso, como si lo hubieran servido con un sifón; a continuación rodajas de una cosa rojiza, más hacia el centro, y a modo de remate la silla esparrillada, que era lo que llevaba la salsa cumberland. ¿No he dicho que yo pertenecía a una familia de artistas? Bueno, pues lo digo ahora.

Y además fuimos todos disfrazados, esa fue una condición ineludible, así lo quisimos, la abuela, Claudia, el tío Aldy, incluso la jefa. El que no se disfrace no entra, ni cena ni baila, que fue lo que le dijeron a Pedro para que lo transmitiera a la familia y amigos, a los allegados, y no falló nadie, en la vida he visto gente tan rara.

Claudia se disfrazó de hada, con gorro de punta, vestido transparente y varita mágica electrificada, o por lo menos estuvo toda la noche dando calambres en el culo a quien se le puso delante, en especial a sus futuros suegros, y el Cacho, que no se esmeró tanto, se limitó a ponerse el uniforme de su equipo de baloncesto. Se esmeró poco pero le quedaba bien, y como llevaba balón, estuvo toda la noche botándolo y pasándoselo entre las piernas, ante el asombro de las primas y unos sobrinos de Pedro que nunca habían visto a nadie hacer aquello.

La abuela se trastocó en Beethoven, con levita negra, tupé y una careta de goma que se quitó en seguida, pero cuando tocaba el piano ―y tocó a Bach, antes de la cena tocó algunos de sus Preludios e Invenciones―, vista de espaldas parecía Beethoven de mayor, y eso que Beethoven era bajo, y el tío Aldy (¿de qué se iba a disfrazar el tío Aldy?) de pirata con parche, pata de palo, muleta, pañuelo y guacamayo azul y rojo en el hombro.

El jefe alquiló un traje de jefe de estación, con gorra de cinta roja, y la jefa se vistió de chacha, con cofia y todo; la ropa era de verdad porque se la dejaron las muchachas de casa de la abuela, que eran las que solían ir más entonadas. Beatriz fue de albañil, de algo entre albañil y torero, que debía de ser su arquetipo, y Anita de colegiala. Además, había otros personajes, un terrorista (era el tío Juan), una rubia rizosa de la edad media que parecía Madame Butterfly, extraterrestres, un negro, médicos…

Un hada, uno que juega al baloncesto, Beethoven, un pirata, un jefe de estación, una criada, un albañil torero, una colegiala y un terrorista, así es mi familia.

La noche la pasamos allí, en un antiguo palacio desvencijado (transcurría la primavera), y al día siguiente tuvo lugar la ceremonia que es inherente a estos actos. Todos íbamos muy elegantes, la abuela, los jefes, todos, y no digamos ya Claudia. Claudia, aquella vez, se vistió de Blancanieves. Se puso un vestido blanco de vuelo y zapatos de tacón, y el pelo lleno de flores. A la boda no llevó a los enanitos, pero fue lo único que le faltó.

La abuela, en vez de enanitos, llevó a un gigante, el dios gigante de los malabares que nos había anunciado. La abuela, como andaba cada vez peor, fue en una silla de ruedas y contrató a un negro de dos metros, al que hizo vestirse de rey mago, para que la condujera; la abuela siempre fue muy dada al espectáculo. El negro era uno de los que entrenaban al baloncesto con el equipo del colegio.

Al final, como era uno de los testigos, tuve que firmar. Fue precisamente Claudia quien me había enseñado a escribir, así que dejé constancia de ello y anoté, Para Claudia, que me enseñó a escribir, Eduguá, como si fuese una dedicatoria en un libro. Yo no sé si aquello valdría, pero fue lo que hice.

 


jueves, 3 de julio de 2025

ENTREGA 24

 

Aquel año, el primero en que yo asistí a tal institución, la escuela, lo pasé muy bien, pero luego, al año siguiente, cuando se acabó el invernazo, él no volvió y en su lugar nos pusieron a alguien de lo más vulgar, o eso me pareció. Era una negra, una negra como Liria, como yo o como tantas otras que había por allí, sólo que mondonguera, una negra tirando a gorda ―lo que era raro, porque por allí no había muchas― que vino de tierras lejanas, de más allá del mar, a lo mejor de África, aunque no creo, y que no hablaba de los seres que pueblan el universo sino de lo mal que nos comportábamos; siempre protestaba, y su frase preferida era, cierre la puerta. Yo creo que aquella negra no era muy negra porque siempre tenía frío, así que pensé que a lo mejor se había pintado. Yo le miraba debajo del pelo porque me había enterado de que hay blancos que se pintan de negro, pero nunca descubrí nada. Cuando se acababa la jornada decía, buenas tardes, niños, hasta mañana, y se levantaba y se quedaba en pie como enseriada hasta que todos habíamos salido. Lo que hacía luego no lo puedo decir porque no lo sé, pero lo que sí sé es que de repente dejó de gustarme ir a la escuela y siempre que podía no entraba, me quedaba fuera esperando a que salieran las otras niñas, me quedaba muchísimo rato, tanto que a veces me dormía, y a la maestra no le importaba.

Una noche, un poco antes de acabar aquel ciclo estacional, por motivos sobre los que no tengo ni idea alguien entró en su habitación, en la de la maestra, y primero le hizo eso que suelen hacer algunos hombres incapaces, ustedes ya me entienden, y luego le segó el cuello con un machete de los que se usan para cortar la caña, uno de esos gigantescos cuchillos curvados; eso nos contó Jonás, que se había enterado en el pueblo, pero yo, que era muy pequeña, me imagino que no lo entendería. Como el cuchillo se quedó allí, al lado de la maestra, los guardias, los policías y los hombres malos, dieron muchas vueltas, a veces con él en la mano, y se hartaron de preguntar a todo el mundo, pero yo creo que no consiguieron nada y que aquel suceso nunca se aclaró. Virgilio ―o quizá era Horacio, no me acuerdo―, el tonto del pueblo, un náufrago de la civilización, un blanco billetero que era medio yegua y vivía en la selva de la caridad del cielo, alguien que no tenía a nadie y a quien tiraban piedras los hombres de su misma raza, fue el chivo expiatorio del asunto. Dijeron que se inculpó, y yo creo ―lo creo ahora, cuando soy mayor― que si lo hizo fue porque seguramente prefería estar en la cárcel que en la jungla, aunque vaya usted a saber lo que sucedió en realidad ya que los niños no entendemos de estas cosas, pero el caso fue que se lo llevaron y nunca volvimos a verlo.

De resultas de aquello la escuela se cerró y al año siguiente tuvimos que ir a la que había en el pueblo próximo, al otro lado de la quebrada. Como íbamos todos juntos, andando por la mañana temprano, volvíamos al mediodía, casi siempre cantando, y nuestros maestros no eran todo lo antipáticos que yo creí que iban a ser, pude seguir mi instrucción sin mayores impedimentos. Además, allí casi siempre estábamos bajo techado, no en mitad del bosque como en la escuela anterior, y a mí aquello me pareció muy importante, muy serio, por más que ahora piense lo contrario.

Una tarde en que volvíamos de la escuela, que íbamos sólo Jonás y yo, llevábamos el burro cargado y mal estibado por las prisas. Llevábamos fruta, porque los viajes a la escuela a veces se aprovechaban para traer mercancías al almacén del poblado, nuestro poblado, puesto que allí casi todos los viajes se aprovechaban para hacer lo que hubiera que hacer, y el burro se negó a caminar por aquel sendero estrecho, una de esas veredas cortadas a pico sobre el barranco. Tenía miedo a desriscarse porque casi toda la fruta la llevaba a un lado, y no quiso ni entrar en el camino; se plantó y se puso a dar coces. Jonás intentó que anduviera tirando de él, pero como no lo consiguió, lo que hizo fue ponerle bien la carga, se la cambió de sitio, y luego, al ir a colocarle los arreos, le mordió en la mano. El mordisco sonó duro, sonó bestia, yo lo oí y no pude por menos de pegar un respingo; le rompió los huesos y le dejó la mano destrozada, sangrando por entero. Era un burro grande, medio salvaje y con el pelo muy largo, debía de ser un garañón, y además ya era tarde, íbamos tarde, se estaba haciendo de noche y comenzó a soplar un viento frío, así que no nos quedó más remedio que volver al pueblo como pudimos. Ya faltaba poco, pero en la selva no es conveniente dejar que se te eche la noche encima, caminito del indio que junta el valle con las estrellas… En la selva habitan muchos animales de intereses encontrados, y cuando la oscuridad hace su aparición, y en el trópico los crepúsculos son muy cortos, es mejor que no te coja en descubierto. Jonás se montó encima porque casi no podía andar, y yo fui detrás, dándole palos con una vara, y él tirando coces, pero como Jonás lo sujetó por las bridas con mano de hierro ―la que le quedaba libre, porque la otra la llevaba colgando―, no me dio ni una vez, aunque alguna me pasó cerca; si me llega a dar me tumba o algo peor, no sé qué hubiera sucedido. Lo que más nos costó fue cruzar la quebrada, pero al final lo conseguimos. Llegamos a casa y nuestro padre y Liria curaron a Jonás, le lavaron con agua del pozo, le pusieron una tela limpia y él se durmió mientras los demás le mirábamos muy asustados. Luego el burro desapareció, nuestro padre se lo vendió a alguien del pueblo, y Jonás estuvo durante largo tiempo con el brazo en cabestrillo. Ya ven ustedes que la vida, a veces, no era todo lo fácil que cuento.

lunes, 30 de junio de 2025

ENTREGA 23

 

A los cinco años tuve una amiga de mi edad que se llamaba María de la O. Yo la llamaba O y ella me llamaba negra, seguramente porque sólo era mulata. Oye, negra; así decía.

―Oye, negra…

O y yo estábamos bajo una palmera, pero no por la parte de fuera sino por la de dentro, porque algunas palmeras tienen las raíces asomando entre la tierra, lo que sirve para hacer unas casas fantásticas. O y yo, en nuestra casa terrera, teníamos habitaciones.

―Qué.

―Desde aquí hasta allá es mi chamba.

―¿Tu chamba?

―Sí, y desde aquí hasta ahí, hasta la puerta, la tuya.

―¿Y si llueve?

―Pues si llueve… te dejo entrar en la mía.

―Bueno.

Nosotras amueblábamos aquello con materiales de derribo.

―Aquí ponemos la cocina. Hacemos un agujero en el suelo…

―¿Un agujero? ¿Y para qué sirve un agujero?

María de la O me miró incrédula.

―Pues es donde se pone el fuego.

―¡Ah!, bueno.

O, mi amiga, tenía ciertos conocimientos que a mí nunca se me habían ocurrido.

―El fuego de los monos…

―¿De qué monos?

―Pues de los monos. ¿Tú no sabes que los monos inventaron el fuego?

A mí aquello me sonó raro.

―¿Sí? ¿Quién te lo ha dicho?

O entornó los ojos, pero siguió con sus tareas domésticas.

―Me lo ha contado el taita, mi abuelo, el que es negro, como tú, que es viejo y sabe muchas cosas…

―¿De África?

María de la O, mi amiga antillana, se quedó por un momento perdida.

―Bueno, sí. De África también.

En la vecindad, en mi aldea, mientras fui pequeña, al menos durante los primeros años que me fueron dados vivir, hubo una escuela gestionada por la gente extranjera de que hablé. En ella tuve mis primeros contactos con los lápices de colores, objetos mágicos de los que hay enorme diversidad, puesto que los hay duros y blandos, comestibles e indigestos, cortos y largos, gordos y finos, y eso sin hablar de los colores propiamente dichos. Nuestro maestro me debió de ver tal afición por ellos que un día me regaló una caja llena y me dijo, cuando te aburras te los puedes comer, y era verdad, al final me los comí casi todos, aunque les di algunos a Cati y a Liria y a un perrín huérfano que estuvo una temporada viviendo debajo de casa, entre los pilotes del suelo. Allí, entre los pilotes del suelo, también tenía yo una casa, una casa con inquilino.

―Yo me voy a la escuela pero tú pórtate bien, ¿eh?, que luego vuelvo y te busco algo para comer. ¿Quieres fruta? Es que aquí no hay nada más…

El perrín, que sólo estuvo una temporada, además de sato era canela y flaco; seguramente sólo era un cachorro. Movía el rabo desenfrenadamente, y yo le debía de gustar mucho porque cuando nos dormíamos, en una cama que era una tabla cubierta con una tela vieja y mugrienta, se arrimaba a mí, ronroneaba como un gato, y luego, cuando de verdad se quedaba dormido, soñaba y lloraba como un niño. El perrín se pasaba la vida de excursión por el bosque cercano, pero en cuanto yo volvía aparecía ladrando como loco, dando saltos y moviendo el rabo como sólo los perros saben hacer.

Nuestro maestro, el de los lápices de colores, el primero que yo tuve, era un extraño ser al que nunca olvidaré. Era blanco y altísimo, más que mi padre, nuestro padre, y el pelo, que lo tenía rubio, le llegaba casi hasta la cintura. Al principio, los primeros días, se comportó moderadamente, pero luego, cuando comprobó que aquella caterva de seres de todos los colores y edades ―que éramos nosotros― era de confianza, nos daba las enseñanzas cantando, para lo que se acompañaba con una guitarra, aunque también tenía otras habilidades. Él fue el primero al que oí hablar de los cuerpos celestes, de los dioses del cielo, el Sol, la Luna y las estrellas, y las múltiples enseñanzas que de su existencia se derivan. Construyó un reloj de sol con unas maderas y lo clavó en el gran árbol que hacía las veces de techumbre de la escuela, un árbol gigantesco en cuyas ramas anidaban los tucanes y los loros colorados, pájaros que aprendían y repetían cuanto se decía en aquella selvática asamblea. A veces silbaban y a veces parloteaban, y a veces organizaban tal estrépito que el maestro sacaba un fusil y disparaba dos tiros al aire, acontecimiento que devolvía de inmediato el silencio a nuestro bosque. El maestro, y esto sí que lo he pensado a veces, del mar no nos habló nunca, pero supongo que ello se debió a que él no era experto en tal tema ―puesto que nadie puede saberlo todo―, y a que nosotros vivíamos en una isla y se suponía que estábamos enterados de ello, por más que yo aún no tuviera ni idea de su existencia.

Algunos días nos llevó a casa, a Liria y a mí, cogidas de la mano, una de cada una. Por el camino, con grandes voces y ademanes grandilocuentes muy adecuados a su aspecto general, nos iba explicando los nombres de todos los árboles, de todas las plantas, de todas las flores y de todos los animales, aunque lo que más le gustaba eran las flores. Como el vivía al lado del barracón que usábamos para las clases, una tarde nos llevó a un montón de niños a su casa y nos enseñó una colección de esta clase de seres ―porque las flores también son seres― que tenía pegadas a miles de hojas de papel; en los papeles había escrito sus nombres, pero yo entonces no sabía leer. Además, vació la nevera y nos dio de merendar a todos.

 


jueves, 26 de junio de 2025

ENTREGA 22

 

INFANCIA EN LA SELVA

 

Mientras fui pequeña todos los días fueron iguales, nunca observé ninguna diferencia. En la latitud en que nací el cambio de estaciones es imperceptible, y durante el año días y noches se suceden sin tregua a razón de doce horas para cada uno de estos períodos, pero eso es compensado con creces por los desastres naturales, que allí son muy frecuentes. Mientras fui pequeña el mundo dio vueltas uniformemente, todos los días fueron iguales, lo sé muy bien, y casi nunca sucedió nada, si prescindimos de las catástrofes que he citado.

En la manigua, en la selva interior de aquella isla que me vio nacer, en nuestro pueblo de casas desvencijadas y cubiertas de techos de palmas, habitábamos una tribu de desheredados de todas las edades y colores, no se crea que éramos todos negros. Había gente con la piel amarilla, con la piel más o menos blanca, con la piel negra e incluso con la piel tirando a verde, y todas las mezclas posibles intermedias, y en cuanto a las edades, predominaban los niños y los viejos, porque los de edades intermedias solían desaparecer en cuanto tenían ocasión; todos se iban buscando su particular edén, aquel que estaba más allá de nuestro, por la selva, limitado horizonte.

Durante los primeros años en que tuve uso de razón hubo una escuela comedor manejada por varios blancos y blancas. Uno de ellos tenía la barba y el pelo rojos, y casi todos lo llevaban largo y usaban gafas. Eran gentes de países lejanos que de cuando en cuando aparecían y desaparecían. Se iban, y al cabo de los días regresaban con cajas repletas de objetos con los que nos obsequiaban, cajas que venían en camiones y que contenían otras cajas, las más de medicinas, pero a veces también de batidoras, ropa usada de colores desvaídos, libros viejos, paquetes de leche en polvo y latas de alimentos exóticos como alcachofas o grandes judías grasientas con salsa roja y extraño sabor a metal; lo de las batidoras tenía gracia porque no había mucho que batir, si acaso los mangos o las guanábanas, ni dónde enchufarlas. La única energía eléctrica provenía de un gran grupo electrógeno que había dentro de una de las naves, la que se usaba para los cánticos, pero este, el grupo, aquella máquina gigantesca y de ruido ronco, tampoco era de fiar porque periódicamente se averiaba, y entonces pasábamos los meses cantando en la nave gigante con velas de tabonuco ―a mí casi me gustaba más, lo de las velas siempre ha gustado mucho―, y los batidos los hacíamos a mano, mientras cantábamos, porque en aquel pueblo, el mío, cuando yo era pequeña cambiaron la tecnología, pusieron la luz eléctrica; eso lo vi yo hacer.

Una vez, cuando llegó uno de aquellos envíos, se armó gran revuelo en el pueblo porque se rumoreaba que un embajador de nuestro país había organizado una fiesta en las sínsoras para recaudar dinero ―dinero que nos enviaba― entre sus amigos los ricos, los ricos de jurutungo. Yo ni me figuraba cómo eran los ricos, me faltaban términos de comparación, aunque a veces pensaba que venían de Armenia, sí, ¿por qué no?, como aquellos legendarios Reyes de la canción que vinieron de Armenia… Los que salían en televisión no me parecían ricos, me parecían personas vulgares, por más que aparecieran disfrazados, y cuantos me rodeaban…, ¡no, desde luego que aquellos no eran de quienes se hablaba…!, así que, ¿qué podía ser aquello a lo que llamaban ricos?, y yo, que debía de tener cuatro o cinco años, pensaba y pensaba y veía a unos seres blancos, luminosos y casi transparentes, que vivían en bosques con el suelo de cristal y estaban rodeados por grupos de diminutos perros marrones y tusos que ladraban sin cesar pidiendo comida y daban saltos como si tuvieran muelles. El más rico de todos estaba en la cúspide de una colina lejana, verde, boscosa y coronada por nubes blancas, y llevaba pegado a sus espaldas a otro ser, este negro y gigantesco y vestido con una túnica de color de rosa, que sostenía una gran sombrilla futurista bajo la que se cobijaba el primero. ¡Aquel!, el que se cobijaba bajo la sombrilla, aquel sí que era un rico, pensaba yo, sobre todo por la cresta que lucía, una cresta de materia centelleante, y porque sus pies no tocaban el suelo, yo creo que levitaba, lo que tampoco debía de resultarle difícil porque bajo aquellos pies, que de blancos e inmaculados daban grima, había unas nubecillas hechas de estrellas y burbujas de jabón…

Lo que sucedió, en realidad, fue que tras mucho trajín al descargar los motetes, porque eran muy pesados, y alinearlos cuidadosamente en el pórtico de la nave grande, la de los cánticos, al abrirlos resultó que dentro sólo había piedras. Al principio nadie se lo creía y todos pensamos que era alguna clase de relajo, pero conforme iban saliendo más piedras la gente se empezó a encandilar, y la cara que se les quedó a los blancos que mandaban no es ni para describir, ni las expresiones que se oyeron entre ellos. El embajador de donde fuese quizás había hecho una fiesta para recaudar fondos, pero allí sólo vimos piedras. El desencanto fue generalizado y todos nos volvimos a casa con las manos en los bolsillos, eso los que los tenían. Luego, un día de aquellos, encontré una moneda en el suelo, entre el barro, una moneda reluciente y plateada, y la tuve guardada conmigo durante un año, aunque al final se me perdió. Yo a aquel año siempre lo llamé el año del dólar, fue uno de mis principales puntos de referencia, pero no sé si sería un dólar, seguramente no, porque, ¿qué iba a hacer allí un dólar?

En el pueblo en que nací vivía mucha gente. Vivían mis hermanos ―mis hermanitos―, mis amigos ―de los que tuve gran cantidad―, mi padre… Mi padre, nuestro padre, no era guajiro; era como un guajiro, sí, pero en negro. Sus pantalones eran de la tela casi blanca del saco de azúcar de caña. Los cortaba con unos patrones de papel mientras cantaba, pero como no sabía coser pegaba las costuras con supergén, se lo vi hacer muchas veces. En el culo le solía coincidir un letrero rojo y descolorido, aunque no sé qué ponía porque entonces no sabía leer, debían de ser códigos secretos de alguna marca comercial, y la camisa era por un estilo. A veces se ponía una prenda de color fucsia y aspecto brillante y luminoso, pero eso era ya en los días de mucho lujo y fiesta.

 

ENTREGA 26

  Mi prima Beatriz, que habría bebido muchísimo vino, después de la tumultuosa comida se pasó el tiempo de los valses bailando con los no...