lunes, 15 de septiembre de 2025

ENTREGA 45

 

 

Al final, a fuerza de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que todo aquello que había visto con anterioridad, es decir, las letras, simbolizaban algo. Yo ya me imaginaba que esto fuera así, claro es, porque siempre había sospechado que aquellos signos debían de tener algún significado, pero lo que no se me había ocurrido es que fuera tan fácil.

Y también nos enseñaron a tocar el tambor; lo primero, el joropo. Resulta que tocar el tambor tiene una técnica. Yo, al principio, creía que daba igual, que todo daba igual, pero luego me di cuenta, me di cuenta en seguida, de que no, que no da igual. Hay diversos patrones sobre los que tienes que ir encaramada, y si te sales es como si te caes por el barranco de la cañada, es lo mismo; no te matas, pero destruyes toda la armonía. Las asignaturas de tambor, aunque también hubo una temporada en que tuvimos flautas, eran las más interesantes. Aquello de los patrones me tenía embebida, y me los representaba en la cabeza como si fueran rayas de colores en un papel. Cerraba los ojos y veía una sinfonía de líneas multicolores que se entrecruzaban y entrecruzaban hasta el infinito, sí, y más allá, mucho más allá. Si cerraba los ojos bien, y me los apretaba, lo que veía era una enorme y abigarrada avenida, un torbellino de reflejos, un maremágnum tornasolado que giraba y giraba…, y a los demás les debían de suceder fenómenos parecidos, porque cuando tocábamos todos juntos, como hicimos alguna vez para que nos oyeran los patrones ―eso fue un día de fiesta y vino todo el mundo a vernos y escucharnos; el ama vestía de blanco, como siempre, y estaba en medio de todos―, pues nos aplaudieron muchísimo y luego nos dieron de merendar. Fue una merienda que duró hasta que llegó la noche. Nos empipamos de todo, leche, pan y grandes montones de frutas picadas en fuentes enormes. Las mujeres, todas, hasta la maestra, con el ama a la cabeza, estuvieron todo el tiempo con nosotros, atendiéndonos y llenándonos los platos a los niños sin parar; aquel sí que fue un acontecimiento, pero yo sólo estuve una vez, aquel año. El mulato Alonzo, que era de mi edad y debía de estar lleno de parásitos porque siempre se estaba rascando, era el que mejor tocaba, y yo me ponía su lado y le imitaba. Aquella vez de la comida hice lo mismo y casi no nos pegamos. El mulato Alonzo, cuando se lo permitían los parásitos, porque siempre se estaba rascando, era el que mejor tocaba, sí, y de los que más deprisa comían.

Luego, cuando habíamos aprendido a escribir ―yo ya sabía poner mi nombre, y lo ponía hasta con mayúsculas―, acabó el curso. Un día hubo otra fiesta en que nos disfrazamos y estuvimos haciendo el burro todo lo que nos dejaron, y al día siguiente la maestra nos dijo,

―Niños, habéis sido muy buenos y lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? ―y todos dijimos,

―¡Sí, verdad! ―a lo que ella añadió,

―Pero por este año el curso ha acabado. Ahora vienen las vacaciones, y etc. etc.

A mí todos los cambios me perturbaban, pero como había mucho en lo que jugar, no me importó y a los pocos días ya se me había olvidado. Lo que falta ya os lo enseñaré el año que viene, así había dicho la maestra, pero lo que sucedió fue que al año siguiente nosotros ya no estábamos allí porque nos habíamos ido a la ciudad.

Cuando llegamos a la ciudad ―yo nunca había estado en una ciudad y mis hermanos tampoco; nuestro padre, no lo sé―, nos fuimos a vivir a un departamento, un departamento de verdad que estaba en lo más alto de un edificio de cuatro plantas. La casa no era muy grande. Allí no teníamos un cuarto para cada uno como en la casa de altos del pueblo, el pueblo en donde nací, pero mejor, porque a mí no me gustaba estar sola. Liria y yo vivíamos en uno, teníamos una cama para cada una y por la ventana se veía el mar; se veía lejos, pero se veía. Lo que ocurría era que aquel mar no era como el que yo conocía. Aquel mar era negro, a veces negro por completo, y casi no había olas, olas blancas, quiero decir, y pájaros poquísimos. Si subías un piso más había una puerta por la que se podía salir a una terraza. En aquella terraza los vecinos colgaban la ropa para que se secara, pero no todos, porque desde más allá del horizonte venían a veces nubes de humo negro. Al principio parecía que era sólo humo, pero cuando la recogías estaba llena de puntos negros; era hollín de las chimeneas lejanas y había que volver a lavarla. Desde allí arriba era desde donde mejor se veía el mar. Cuando era pequeña, porque entonces tenía sólo ocho años, subía a la terraza en cuanto podía y me pasaba las horas muertas mirando al lejano mar que era negro, algunos días negro por completo y muy raramente de su color normal, azul, azul como el cielo, aunque el cielo sí solía ser azul.

Nuestro padre, entonces, se puso a trabajar. No sé dónde lo hacía, pero debía de ser en alguna industria porque cuando volvía a casa por la noche venía todo negro, más negro aún que su piel. Al principio estaba contento. Volvía a casa, se metía en la ducha y salía resplandeciente, con camisa blanca. Liria era la que cuidaba de la casa, lavaba, planchaba, cocinaba… Liria tenía más de diez años, debía de tener once o doce y ya parecía mayor, lo sabía hacer todo y lo tenía todo limpio, y yo la ayudaba. Allí descubrí esa útil máquina que se llama lavadora, bendito sea el que inventó la lavadora.


jueves, 11 de septiembre de 2025

ENTREGA 44

 

 

EL CAMPO Y LA CIUDAD

 

Nuestro nuevo hogar, después de aquel viaje memorable a través del mar infinito, fue un platanal en una llanura. Allí a la llanura la llaman el llano, a veces los llanos. Nosotros vivíamos en un municipio que se llamaba Democracia, que hay que ver cómo es esto de los nombres. El platanal era un platanal gigantesco, ilimitado, un mar de plataneras. Las plataneras se extendían hasta el horizonte, hasta los cerros lejanos, que no era poco, y seguramente continuaban por donde no se las podía ver. En nuestra isla también había plataneras, yo las conocía de sobra, pero no tantas.

Mi padre, nuestro padre, trabajaba en aquellas plantaciones, y nosotros vivíamos en uno de los ranchitos que estaban adosados a las casas de los patrones, las casas grandes. Todas ellas estaban alrededor de un patio de tierra en el que jugábamos y por donde ―de vez en cuando, pues esto sólo sucedió alguna vez― salía el ama. Venía un gran coche negro a buscarla porque se iba de viaje, y cuando venía el coche negro, nosotras, las otras niñas y yo, nos poníamos por allí cerca para verla porque su aspecto era como para recordarlo. Era muy alta y siempre iba vestida de blanco, y en el corto espacio que mediaba entre la puerta de su casa y la del coche le daba tiempo a saludar a la peonada, acariciar a todos los niños que podía y darnos dinero. Nos daba monedas, que luego, cuando se había ido, contábamos y recontábamos hasta la extenuación. Era una visión sobrenatural.

La vida en aquel campo era parecida a la de la isla, aunque hacía más calor. La gente también era parecida. No exactamente igual porque allí había muchos más blancos que negros, mulatos los mismos, y chinos y de piel verde casi ninguno. Lo que había era un montón de niños con los que congeniamos en seguida, en particular con una niña que vivía en la casa de al lado. Era muy rara, una mudita que sólo hablaba por señas ―eso sí me gustó mucho―, y además blanca y rubia y con la cara llena de manchitas marrones; no le quedaba mal, esa es la verdad, pero a mi me extrañó porque nunca había visto una como ella. Y en cuanto a la comida, la vegetación o la tierra del suelo, eran muy parecidas. Habíamos hecho un largo viaje, sí, pero ni las costumbres ni las apariencias habían cambiado gran cosa. Casi todo siguió igual, si exceptuamos el hecho de que mientras estuvimos allí nunca vi el mar ni alcancé a oler sus típicos efluvios, que tan bien conocía. Yo le pregunté a Liria y ella me dijo,

―Es verdad, yo también lo echo en falta, pero no te apures porque dentro de poco lo volveremos a ver.

Nuestro padre a veces se iba y estaba unos días fuera, lo que se debía a que estaba buscando un trabajo en otro sitio, al que llamaban ciudad, según me contó Liria. A mí, aquel lugar, las plataneras, me gustaba, pero yo creo que me gustaba aún más la ciudad, y eso que sólo la conocía de oídas y de lo que, escasas veces, había visto en los aparatos de televisión, porque no se crea que yo fui aficionada a aquella pantalla por donde desfilaban mundos que no se podían tocar, no, todo lo contrario.

El motivo de ello fue que en los últimos tiempos en el pueblo de mi isla natal, durante la temporada en la que vivimos en la casa de altos, tuvimos uno de esos aparatos. Para nosotros, que nunca habíamos tenido uno cerca ―porque en nuestra casa de la selva casi nunca había corriente―, fue una gran novedad. El aparato era grande y despedía colores vivos, y eso para un niño es importante, pero una noche en que los cuatro veíamos una película de miedo con algunos amigos, sucedió algo inesperado. Yo estaba sentada en el suelo, agarrándome las rodillas y sin poder apartar la vista de las asechanzas que se cernían sobre aquella rubia que huía, no se sabía muy bien de qué, por ciénagas nocturnas y otros lugares parecidos, cuando un repentino impulso me indujo a ayudarla. ¡No iba a dejar que el monstruo de las mil cabezas se la comiera…! Además, ella no se había enterado porque lo tenía a su espalda, así que fui hasta el aparato, me agarré a él y grité, ¡mira!, ¡mira hacia atrás!, y al instante una chispa me envolvió de los pies a la cabeza y me lanzó en sentido contrario como si a causa de mi buena acción me hubiese sido concedida la facultad de volar. Aterricé desmayada encima de Liria, y el aparato, tras unos postreros ruidos, se fundió. Yo no tenía ni idea de lo que es una derivación eléctrica, pero desde entonces, ya se lo pueden imaginar ustedes, evité con el mayor cuidado transitar cerca de uno de aquellos demonios, y si alguna vez lo miraba era siempre de lejos, todo lo lejos que podía.

Allí también había escuela y nosotros fuimos a ella, fuimos casi de casualidad, porque estuvimos poco tiempo, pero fuimos. Después de toda aquella aventura que narré de nuestra antigua escuela en la isla, yo no había vuelto a pisar ninguna, y a veces la había echado en falta porque el asunto de los lápices de colores dejó en mí profundas huellas. En el platanal la escuela era mejor, más grande y ventilada. Nos pasábamos la vida jugando y nos daban leche al mediodía; eso sí que estaba bien.

La maestra vivía allí, en una de las casas. Era rubia y alta y debía de ser de fuera del país, pero hablaba nuestro idioma muy bien, con un acento cantarín que me gustaba mucho. Ella fue la que me enseñó a leer. Durante el año en que estuvimos allí nos enseñó a varios, aunque otros se negaron a aprender. Un día nos dijo,

―¡Si ya sois muy mayores…! A ver, los que sepan leer que se pongan a este lado ―y nos dividimos en dos grupos.

Cati y yo estábamos en el grupo más grande porque allí poca gente sabía leer ―y escribir aún menos―, pero nosotros nos apuntamos con enormes ganas, yo sobre todo. La maestra, que decía que había venido de más allá de las montañas, incluso de más allá del mar, a mí me hizo mucho caso ―a lo mejor porque era negra, y allí, como dije, no había demasiadas, y menos con una coleta como la mía; había más mulatos pelones― y me cogía la mano para que aprendiera a hacer la hache y la eme, que fueron las que más me costaron; las que menos la pe y la efe. La efe me gustaba tanto que pintaba efes por todas partes, y no sólo en los papeles, sino también en el suelo y las paredes de nuestra casa. Eso a Liria le enfadaba, pero nuestro padre, Coriandro, le dijo que me dejara hacerlo.

―No importa. Cuando yo era pequeño también pintaba en las paredes, y así aprendí a escribir. Las paredes, además, siempre se pueden volver a pintar.

 


lunes, 8 de septiembre de 2025

ENTREGA 43

 

UN VERANO

 

Luego, sin que hubiera lugar para otros sucesos dignos de narrarse, transcurrió el último año de nuestros estudios, al cabo del cual nos encontramos con sendos certificados en la mano, pues a Louis le sucedió otro tanto, a él también le aprobaron y nunca tuvo que volver al colegio en que nos habíamos conocido. Aquello lo celebramos tal y como se merecía, y en cuanto nos dieron las vacaciones nos fuimos a la casa de su familia. Su padre, que era de ideas fijas, aunque más tranquilo que lo que yo imaginaba porque no nos dio nada la lata, en cuanto tuvo ocasión nos dijo,

―Y si queréis iros de putas, me lo decís, ¿eh?, no vaya a suceder lo de la última vez.

Aquella casa estaba en la playa, en la costa del Mediterráneo, y allí pasamos medio verano, y el otro medio en las montañas del norte, en donde Pedro, el marido de Claudia, seguía reconstruyendo el molino antiguo y destartalado bajo el que discurría un río perfecto para bañarse. ¿Y qué sucedió durante aquellos meses? Nada. Nosotros teníamos dieciséis años y comenzábamos a vivir entre las fantasías que son propias a semejante edad. Nos pavoneábamos en la playa, decíamos todas las tonterías que se nos ocurrían a las chavalas con las que hicimos amistad, tomábamos helados, bebíamos cerveza, porque allí hacía calor, y sacábamos a pasear los coches del padre de Louis, que eran del estilo de los del tío Aldy, y aunque novias en serio no tuvimos ninguna, tentativas y maquinaciones, que siempre acababan entre grandes carcajadas, hubo muchísimas; varias por semana, si mal no recuerdo.

Uno de aquellos días Louis me habló de los alaridos que había oído en el cuartelillo, cuando se me apareció el pulpo un año atrás. Él no sabía lo que sucedió, sólo oyó los gritos desde su celda del calabozo, y me dijo que no sabía si recordármelo o no.

―¿Tú te enteraste?

―Sí, claro, ¡cómo no me voy a enterar!, y me acuerdo muy bien… El asunto fue que se me quería comer un pulpo, aunque era un pulpo que parecía un cachalote.

―¿Un cachalote?

―Sí, un pulpo grande que parecía un cachalote, y a ratos una bailarina del Moulin Rouge, un pulpo de ojos saltones que se levantaba las faldas.

En otoño de aquel año nació mi único sobrino, Pedro, a quien siempre se conoció como Pedrito. El parto, según oí contar, fue complicado porque Claudia era primeriza y había malos antecedentes, pero al final todo salió bien. Pedrito vio su primera luz, al igual que los telescopios, y durante toda su vida fue una persona acorde con la familia de la que procedía, como se ilustrará en páginas posteriores.

Fue también en aquella época cuando de verdad me aficioné al cine. El tío Juan tenía un montón de películas y nos las dejaba para que las viéramos. Tenía más de mil, y todas buenas, de las que se hicieron en la época dorada del cine, que según dicen las crónicas fueron los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Luego intervinieron factores que no conozco ―el comercio, el capital o lo que fuera―, y la antigua magia pasó de ser un arte a ser una industria, es decir, que decayó mucho durante decenios. Yo, de pequeño, creía que no me gustaba el cine, pero lo que sucedía era que no me gustaban las películas que se hacían en aquella época, que es diferente.

―Yo digo La colina de los diablos de acero, y entonces tú dices, ya la he visto.

―Ya la he visto.

La quimera del oro.

Ya la he visto.

Ben-Hur.

―Ya la he visto ya la he visto.

―¿Y eso?

―Es que la he visto dos veces, o tres, o cuatro, ni me acuerdo; la vi muchas Semanas Santas.

Repulsión.

―Bueno, de esa no te digo nada; sólo que también la he visto.

Cayo largo.

―Ya la he visto.

Stromboli.

―Ya la he visto.

El ángel exterminador.

―La he visto.

Encadenados.

―La he visto.

El río.

―La he visto, y es de mis preferidas.

2001.

―La he visto quince veces.

―¿Síiiii…? ¿Y Teléfono rojo?

―También. En aquella aparecía Peter Sellers en cuatro o cinco papeles distintos, hacía hasta de presidente americano, y al final tiraban una bomba de hidrógeno.

Días de radio.

―Por supuesto que la he visto. Una orquesta tocaba en ella El tico tico, una canción que tocaba la abuela en el piano, y otras muchas históricas. Frenesí, por ejemplo, y yo qué sé cuántas más.

La mujer del cuadro.

También la he visto.

Centauros del desierto.

―¡Jo… lín!

Objetivo Birmania.

―La he visto.

La escapada.

―Esa sí que es divertida, y también la he visto.

… y de semejante forma podíamos continuar indefinidamente.

El Cacho Madera, mi hermano, que en aquella época ya tenía veintiún años, seguía jugando al baloncesto, su única actividad conocida. Durante los años que digo seguimos viviendo en la casa de siempre, nuestra antigua casa, los dos mano a mano, porque la de la abuela se había cerrado. El Cacho había ocupado la parte que en un tiempo habitó Claudia, los cuartos del fondo en donde cuando yo era pequeño hubo tantos conciertos, y estos habían cambiado radicalmente su aspecto. De ser el reino de la pulcritud se habían transformado en la reencarnación del caos. Ya no eran bicicletas o tablas de surf las que se amontonaban, sino discos, todos tirados, piezas de coche, herramientas en cajas de zapatos, libros, todo revuelto, y multitud de revistas, revistas de perros y de juegos de ordenador, de parapsicología y otras materias afines, y también, claro está, de chavalas en todas las posturas; incluso creo que una vez vi una pistola, supongo que cargada, de la que estuvieron haciendo alarde. Y la ropa, como antaño, y no me refiero a la de deportes sino a toda, ocupaba no ya lo que había sido vestidor sino la mayor parte del espacio disponible, excepción hecha del cuarto más grande que se había convertido en cancha de baloncesto con canasta incluida. Dado que aquel cuarto era enorme, y de techo alto, a veces se usaba para ciertos partidillos, de tres contra tres o de dos contra dos, que formaban parte de los entrenamientos. Como el Cacho era tan vago, así no tenía que salir de casa, y además traía público, por lo general chavalas de su panda que aplaudían a rabiar, e incluso, llegado el momento, gritaban como condenadas animando a unos y a otros, más si se prodigaban los tapones. Entonces ya no jugaban al baloncesto propiamente dicho, o al street basket, sino a algo más moderno a lo que llamaban quick basket. Era una mezcla de baloncesto y lucha libre, y yo le encontraba menos gracia que al antiguo, al de siempre.

Con el tiempo aquello empezó a degenerar, y después de las sesiones puramente deportivas se organizaban fiestas en donde como torrentes corrían el alcohol y otras sustancias no muy adecuadas para deportistas, pero ¿qué se podría decir? Los que iban a casa estaban en la edad en que más despropósitos se llevan a cabo, la primera juventud, cuando aún ni siquiera se vislumbra el peligro, y además, por entonces vivíamos solos. El Cacho se las había ingeniado para echar a la muchacha que le puso la abuela y se apañaba con interinas que cambiaban todos los meses, y a veces todas las semanas, y Claudia no quería ni enterarse de lo que allí dentro estaba sucediendo, aunque a mí, a veces, me preguntaba cosas.

jueves, 4 de septiembre de 2025

ENTREGA 42

 

 

Al final de aquella larga temporada nuestro padre volvió a reunirnos y nos recomendó que recogiéramos todo, todo lo que quisiéramos. Nos dijo que íbamos a ir de viaje, pero no adónde ni que no fuéramos a volver, y a los pocos días, una mañana en que el sol lucía con más fuerza que de costumbre, montamos en la camioneta del tío Samuel y nos acercamos hasta el mar cargando con nuestros equipajes. El tío Samuel vino con nosotros, él era quien manejaba aunque Jonás también lo hizo un rato, y durante el viaje fue haciendo bromas y hablando de algo que llamaba éxodo; yo entonces no lo entendí, pero de mayor sí lo he pensado. Al llegar a una playa había gente esperándonos, dos señores negros viejos y uno medio blanco. Tenían un barco, también viejo, en el que nos metimos todos menos el tío Samuel. Él se quedó en la orilla y nos estuvo diciendo adiós, primero con la mano, y luego, cuando estábamos ya muy lejos, con un pañuelo blanco. Al final desapareció en el horizonte y ya no lo volvimos a ver; yo, desde luego, nunca lo he vuelto a ver.

Alrededor de nosotros todo era agua y el único ruido que se oía era el motor del barco. Nuestro padre estaba muy pensativo, lo estuvo todo el viaje, casi no dijo nada durante el tiempo que duró, que yo creo que fueron varios días, aunque no me acuerdo mucho. Dormíamos en la cubierta, hacía mucho calor, y por la noche más, y al final se acabó la comida porque no llevábamos suficiente, y se acabó hasta el agua. El agua sabía a rayos, yo creo que era a diesel, y todos teníamos mucha sed. Liria lloraba, Catilino lloraba, yo también, llorábamos todos menos Jonás, que nos miraba muy serio y preocupado. Los mayores no hacían otra cosa que protestar y discutir y no tenían muy buena cara, y los vestidos de colores que llevábamos Liria y yo acabaron chafados y sucios y negros. El estado de nuestra ropa fue fiel reflejo de lo que sucedió.

Aquella noche, el último día antes de volver a ver la tierra, Cati, Catilino, descubrió que aún quedaba una cantimplora de aquella agua en donde nadie la había buscado, y como se le ocurrió decirlo en alto los niños nos peleamos por beber, nos dimos de sopapos sin el más mínimo pudor, sobre todo él y yo. Entonces nuestro padre fue a poner orden y acabamos todos llorando a moco tendido de los tortazos que nos llevamos, aunque algo pudimos beber. Aquello nos alivió, pero yo entonces descubrí que para comprender el mal es preciso haber nacido pobre. Nadie que no haya nacido pobre sabe lo que es el mal.

Al día siguiente, cuando los humores ya estaban por los suelos y los ánimos muy caldeados, divisamos tierra, y aquello fue el principio del fin de nuestras desdichas, fue todo un acontecimiento. Aún tardamos el día entero en llegar hasta la línea oscura y lejana que se pintaba en el horizonte, pero su sola presencia nos dio ánimos para esperar a la noche. Es por la noche cuando ustedes desembarcan, esto le decía el barquero a nuestro padre, hasta la noche no se puede hacer nada, lo lamento pero van a tener que esperar, a mí también me gustaría beber, pero no podemos meternos ahí a la luz del día, acabaríamos todos en el pulguero, ¿lo entiende?, y nuestro padre vino hasta nosotros y estuvo casi todo el día dando sombra a Cati. ¡Pobre Cati! Siempre lo pasaba mal. Él no se quejaba, o se quejaba poco, pero lo pasaba muy mal. Era el que más sudaba, el que más gemía, el que peor dormía e incluso el que menos comía, porque decía que por la garganta no le atravesaban los alimentos… Menos mal que teníamos a Liria; no teníamos madre, pero tuvimos a Liria.

Así estuvimos todo el día, allí, inmóviles en mitad del mar, observando el camino del sol hacia el horizonte y los pájaros marinos, que nos hicieron larga compañía. Los hombres, nuestro padre y los otros tres, discutieron mucho a la vista de algunos mapas que llevaban y dejaron pintarrajeados con líneas de colores, y luego, cuando el día estaba empezando a declinar, las voces se acallaron y nuestro padre dobló los mapas y los guardó en el bolsillo. A los demás nos hicieron recoger los bultos y atarlos de forma que los pudiéramos llevar, que resultara más fácil cargar con ellos, aunque no llevábamos casi nada, ropa muy poca. Cuando el sol estaba a punto de ocultarse tras el horizonte volvieron a poner el motor en marcha y arriaron una vela pequeña que por la mañana habían colocado en la parte trasera, y luego, muy despacio, nos fuimos aproximando a la línea oscura de la costa, aquella lejana línea en donde, a occidente, había aparecido una luz que parpadeaba a intervalos. Tardamos mucho en llegar porque en el mar las distancias son engañosas, pero teníamos tantas ganas de beber y comer que hasta ello se nos olvidó, y estuvimos observando con ansia cómo la tierra se aproximaba. La vimos llegar como si fuera la Tierra Prometida, aunque nosotros no supiéramos en qué consistía aquel concepto, al principio línea negra y luego playa coronada por la selva, selva virgen, selva desierta y poderosa, selva viva y desconocida y que llegaba hasta el mismo borde de la arena en donde rompían unas enormes olas como todas las de mi mar, el mar Caribe. Cuando ya estábamos muy cerca nos dijeron que bajáramos al agua deprisa, había rocas por allí cerca pero la playa estaba al alcance de la mano, y nuestro padre nos cogió a Cati y a mí, los demás bajaron solos, y nos llevó en volandas hasta la orilla, aunque luego volvió en busca de los bojotes. Yo casi no me mojé, sólo los zapatos, pero como eran de goma daba igual, y todo estaba muy oscuro, iluminado únicamente por la luz de las lejanas estrellas, porque aquella noche no hubo luna; la luna debía de estar debajo de nuestro suelo, al otro lado de la Tierra. Luego el barco rugió, rugió su motor y los que iban dentro gritaron sus adioses. Coriandro, nuestro padre, los saludó, y los demás, desde la orilla, también, y al fin desaparecieron en el mar negro y oscuro y nosotros nos quedamos allí, con la tierra debajo y el cielo encima, aunque sólo fue un momento; no nos dio ni tiempo a pensarlo porque en seguida tuvimos que recoger los bultos e internarnos en la manigua por un camino de tierra que llevaba al interior.

Por qué hicimos aquello de aquella manera no me lo pregunten, yo no lo sé, yo era muy pequeña, y cuando se es pequeña las cosas se aceptan como vienen, todo te parece normal; cuando eres pequeña te faltan términos de comparación.


ENTREGA 45

    Al final, a fuerza de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que todo aquello que había visto con anterioridad, es decir, las let...