Al final, a fuerza de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que todo aquello que había visto con anterioridad, es decir, las letras, simbolizaban algo. Yo ya me imaginaba que esto fuera así, claro es, porque siempre había sospechado que aquellos signos debían de tener algún significado, pero lo que no se me había ocurrido es que fuera tan fácil.
Y también nos enseñaron a tocar el tambor; lo primero, el joropo. Resulta que tocar el tambor tiene una técnica. Yo, al principio, creía que daba igual, que todo daba igual, pero luego me di cuenta, me di cuenta en seguida, de que no, que no da igual. Hay diversos patrones sobre los que tienes que ir encaramada, y si te sales es como si te caes por el barranco de la cañada, es lo mismo; no te matas, pero destruyes toda la armonía. Las asignaturas de tambor, aunque también hubo una temporada en que tuvimos flautas, eran las más interesantes. Aquello de los patrones me tenía embebida, y me los representaba en la cabeza como si fueran rayas de colores en un papel. Cerraba los ojos y veía una sinfonía de líneas multicolores que se entrecruzaban y entrecruzaban hasta el infinito, sí, y más allá, mucho más allá. Si cerraba los ojos bien, y me los apretaba, lo que veía era una enorme y abigarrada avenida, un torbellino de reflejos, un maremágnum tornasolado que giraba y giraba…, y a los demás les debían de suceder fenómenos parecidos, porque cuando tocábamos todos juntos, como hicimos alguna vez para que nos oyeran los patrones ―eso fue un día de fiesta y vino todo el mundo a vernos y escucharnos; el ama vestía de blanco, como siempre, y estaba en medio de todos―, pues nos aplaudieron muchísimo y luego nos dieron de merendar. Fue una merienda que duró hasta que llegó la noche. Nos empipamos de todo, leche, pan y grandes montones de frutas picadas en fuentes enormes. Las mujeres, todas, hasta la maestra, con el ama a la cabeza, estuvieron todo el tiempo con nosotros, atendiéndonos y llenándonos los platos a los niños sin parar; aquel sí que fue un acontecimiento, pero yo sólo estuve una vez, aquel año. El mulato Alonzo, que era de mi edad y debía de estar lleno de parásitos porque siempre se estaba rascando, era el que mejor tocaba, y yo me ponía su lado y le imitaba. Aquella vez de la comida hice lo mismo y casi no nos pegamos. El mulato Alonzo, cuando se lo permitían los parásitos, porque siempre se estaba rascando, era el que mejor tocaba, sí, y de los que más deprisa comían.
Luego, cuando habíamos aprendido a escribir ―yo ya sabía poner mi nombre, y lo ponía hasta con mayúsculas―, acabó el curso. Un día hubo otra fiesta en que nos disfrazamos y estuvimos haciendo el burro todo lo que nos dejaron, y al día siguiente la maestra nos dijo,
―Niños, habéis sido muy buenos y lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? ―y todos dijimos,
―¡Sí, verdad! ―a lo que ella añadió,
―Pero por este año el curso ha acabado. Ahora vienen las vacaciones, y etc. etc.
A mí todos los cambios me perturbaban, pero como había mucho en lo que jugar, no me importó y a los pocos días ya se me había olvidado. Lo que falta ya os lo enseñaré el año que viene, así había dicho la maestra, pero lo que sucedió fue que al año siguiente nosotros ya no estábamos allí porque nos habíamos ido a la ciudad.
Cuando llegamos a la ciudad ―yo nunca había estado en una ciudad y mis hermanos tampoco; nuestro padre, no lo sé―, nos fuimos a vivir a un departamento, un departamento de verdad que estaba en lo más alto de un edificio de cuatro plantas. La casa no era muy grande. Allí no teníamos un cuarto para cada uno como en la casa de altos del pueblo, el pueblo en donde nací, pero mejor, porque a mí no me gustaba estar sola. Liria y yo vivíamos en uno, teníamos una cama para cada una y por la ventana se veía el mar; se veía lejos, pero se veía. Lo que ocurría era que aquel mar no era como el que yo conocía. Aquel mar era negro, a veces negro por completo, y casi no había olas, olas blancas, quiero decir, y pájaros poquísimos. Si subías un piso más había una puerta por la que se podía salir a una terraza. En aquella terraza los vecinos colgaban la ropa para que se secara, pero no todos, porque desde más allá del horizonte venían a veces nubes de humo negro. Al principio parecía que era sólo humo, pero cuando la recogías estaba llena de puntos negros; era hollín de las chimeneas lejanas y había que volver a lavarla. Desde allí arriba era desde donde mejor se veía el mar. Cuando era pequeña, porque entonces tenía sólo ocho años, subía a la terraza en cuanto podía y me pasaba las horas muertas mirando al lejano mar que era negro, algunos días negro por completo y muy raramente de su color normal, azul, azul como el cielo, aunque el cielo sí solía ser azul.
Nuestro padre, entonces, se puso a trabajar. No sé dónde lo hacía, pero debía de ser en alguna industria porque cuando volvía a casa por la noche venía todo negro, más negro aún que su piel. Al principio estaba contento. Volvía a casa, se metía en la ducha y salía resplandeciente, con camisa blanca. Liria era la que cuidaba de la casa, lavaba, planchaba, cocinaba… Liria tenía más de diez años, debía de tener once o doce y ya parecía mayor, lo sabía hacer todo y lo tenía todo limpio, y yo la ayudaba. Allí descubrí esa útil máquina que se llama lavadora, bendito sea el que inventó la lavadora.