lunes, 22 de diciembre de 2025

ENTREGA 71

  

LA NEGRA ATERRIZA EN EL PRIMER MUNDO

 

Yo no tenía ni idea de adónde íbamos, entonces no tenía ni idea de geografía, en el colegio no me había interesado nada, pero como lo vi desde lo alto pude hacerme una cierta idea. Fuimos a un lugar habitado que estaba en el extremo de una gran península. Esta gran península era la Tierra de la Pascua Florida de los españoles, lo que no deja de ser una forma sumamente barroca de referirse a aquel lugar porque casi todo el territorio está constituido por pantanos llenos de caimanes, y esto también podría aplicarse a algunas poblaciones.

Frankie, o Johnnie, o sea, el gringo, vivía en un apartamento que estaba en una de las calles principales. La playa distaba cinco minutos escasos, y para ir hasta ella sólo transitabas por sitios de superlujo. Las calles lucían muy limpias, y los canales no digamos, aquello parecía una ciudad acuática, eso sí me llamó mucho la atención los primeros días, al llegar, pero luego tuve tiempo de darme cuenta de que no todo era igual. Algunas veces íbamos a casa de uno que tenía una moto alargada y vendía polvos y otras cosas por el estilo, y en donde él vivía, el ambiente se parecía más a lo que yo conocía de mi vida anterior. El apartamento era pequeño pero tenía bañera, tenía hasta cortinas en las ventanas, y yo, al principio, me divertí explorándolo. Los primeros días, además, me llevó de compras y me compré toda la ropa del mundo, sobre todo biquinis y ropa interior como nunca había visto, aunque él la llamaba ropa interior… Yo siempre fui muy desconfiada, y cuando estaba allí, en la tienda, ya sabía que aquello iba a acabar mal; yo nunca he creído en milagros.

Al principio, durante las primeras semanas, hicimos una vida normal. Él se iba a trabajar por la mañana temprano, y yo, a veces, me quedaba en la cama escuchando los helicópteros, porque en aquella ciudad había muchísimos helicópteros; otras veces en la bañera, mirando a los azulejos de la pared y al cielo azul que se veía por la ventana, y otras, las más, me iba a una playa que estaba a diez minutos andando y me pasaba el día inmersa en sus olas. Las playas de aquel lugar eran muy grandes, muy largas y limpias, con paseos marítimos llenos de palmeras y muchos coches aparcados, coches muy buenos; debían de ser los coches de la mafia, porque aquel lugar tenía fama de vicio, o eso decían en la televisión. Como yo era alta y llevaba unos trajes de baño muy bonitos, los melenudos me decían toda clase de cosas y me invitaban a latas de refrescos y a montar en sus tablas. Uno de ellos me llevó un día a ver un acuario gigantesco. Era un tipo que me pareció muy mayor y llevaba el pelo larguísimo, pero se portó muy bien; estuvo todo el tiempo mirándome y dándome explicaciones sobre los nombres de los peces… Es curioso esto: sólo fueron ellos quienes se dirigieron a mí, los que llevaban el pelo largo y rizado y estaban el día entero trasegando objetos entre el mar y sus camionetas. A mí siempre me gustaron mucho más los componentes de la tribu de los pelos enmarañados que los pulcros, los que iban con unos calzoncillos ridículos y se daban cremas, también solían llevar gafitas y el pelo bien recortado, medio de punta; cuando se metían en el agua daban saltitos como si se quemaran, y luego se montaban en aquellos descapotables blancos y se iban haciendo rechinar los neumáticos. Johnnie, o Frankie, era más de estos últimos, aunque él no tenía tanto dinero como los de la mafia.

Cuando volvía a casa por la tarde, antes de que él lo hiciera, preparaba comidas alucinantes. Allí aprendí, leyendo las revistas, a hacer sopas como la rusa, que es de yogur, pepino y menta y está buenísima, o el gazpacho. (Esta palabra es difícil de pronunciar para un descendiente de anglosajones, casi más difícil que Valladolid.) Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta de que mis esfuerzos, por lo que a él se refería, eran vanos. Probó algunas de aquellas mezclas, y yo creo que incluso se esforzó un poco, pero en seguida volvió a sus antiguas costumbres, la comida de su madre, su madre sí que sabía cocinar, vamos, eso decía, de forma que pedía por teléfono alas de pollo o hamburguesas en torre con patatas metidas en una bolsa de papel. Yo intenté freír patatas en una freidora diminuta que había en la cocina, freírlas bien, como me habían enseñado, al principio despacio y luego deprisa, y bien cortadas. Freidoras había visto muchas en la cocina de mi primer hotel, claro, pero lo que no se me había ocurrido es que también las hubiera pequeñitas y una en cada casa. Yo, al principio, fui de sorpresa en sorpresa, pero como era muy pequeña y no había tenido tiempo de ver mundo, ello no es para extrañarse.

Bueno, pues aquello tampoco resultó porque él prefería las que se pedían por teléfono, supongo que para enojarme, porque entonces ya estaba de lo más antipático, y en realidad no las comía sino que las devoraba, y hasta con las manos. En nuestra casa había toda clase de utensilios para estas labores, para comer, pero se puede entender que no los utilizara porque para masticar plástico no son necesarios, sobre todo si es plástico bien embadurnado de la líquida salsa roja del Capitán América. Este era un individuo de nariz aguileña que lucía una chistera con la bandera de su nación y te señalaba con el dedo desde la etiqueta de la botella. La botella era de plástico y su contenido olía a vinagre, y a quien te dije le chorreaba por las comisuras de la boca mientras masticaba, porque como estaba muy molesto la tenía fruncida.

―¿Dónde estaréis ahora mismo, hermanos míos? ―me empecé a decir una mañana en que rarísimamente estaba nublado, y como tenía allí un teléfono, ideas antes insospechadas comenzaron a afluir a mi cabeza.

jueves, 18 de diciembre de 2025

ENTREGA 70

  

Cuando la nueva estación apareció en escena y por occidente comenzaron a aparecer los nubarrones que presagiaban el otoño, estación propicia para la acostumbrada migración a los mares del sur, llegó el temido momento de la separación ―me refiero a Proserpina―, porque las manadas de cachalotes se funden y pasan largas temporadas juntas, sí, pero ello no es eterno, y cuando de irrevocable manera se presenta el trance del alejamiento, se producen fenómenos de todo tipo. Algunas veces, por ejemplo, ocurren intercambios de miembros que se desplazan de un grupo a otro, lo que es frecuente y he presenciado en ocasiones… Mi idea ―seguro que más de uno lo ha imaginado― era que ella se quedara con nosotros, y así se lo propuse.

―Aquí estarás bien. Nuestra manada es pródiga en recursos y yo cuidaré de ti ―argumento que yo creí sería de su agrado―. La gran escuela de la vida pasa por la diversidad ―razonamiento que me pareció irrefutable…, pero no había contado con las ataduras que todos tenemos, las llamadas de la sangre, las cadenas del código genético.

―Pero ¿y mi madre y mis hermanos? ―dijo―. Me costará separarme de ti, pero, si permanezco aquí, ¿los volveré a ver? ¿Debería quedarme contigo a costa de perder a mi familia? ―y yo tuve que agachar la cabeza, apartar la vista y comenzar a admitir mi derrota, derrota que había de serlo en toda regla.

Mis argumentos finales, tan manoseados, se aferraron a lugares muy comunes. Yo titubeé antes de decirlo, aunque lo dije.

―¿Y Esquilina? ¿Y Severo? Ellos se irán con vosotros, lo he oído contar… ―y ella no respondió.

Se sumergió mansamente y me dejó allí, con la palabra en la boca, aturdido y confuso.

El día de la partida amaneció nublado y con un aspecto que presagiaba la llegada de las primeras tormentas; yo ya sabía lo que iba a suceder. Las despedidas comenzaron muy temprano porque los nuevos lazos de amistad habían sido muchos, profundos y duraderos, pero todo ello no me interesó nada. Sí, me despedí de varios de mis camaradas de aventuras, que enterados de mis cuitas lo hicieron apresuradamente y con cierto desconcierto mal disimulado ―actitud que agradecí―, y luego, mirando de reojo a mi alrededor y sin apresurarme, procuré colocarme en donde ella, atareada en los ritos que describo, me viera de manera indistinta, porque en todo momento me quedó la esperanza de un posible cambio de planes a última hora.

Su manada arrancó majestuosamente, con los exploradores, grupos de revoltosos solteros, al frente. Ante nosotros desfilaron cientos de enormes seres que nos saludaban por última vez, quién con sus zambullidas y quién haciendo alarde de la potencia de sus chorros. Ante nosotros vi transitar aquella mañana a mis amigos de los últimos meses, las madres, los jóvenes y algunos bebés, pues aunque no es en estos lugares en donde suelen tener lugar la mayoría de los alumbramientos, estos también pueden producirse, y aquel verano se habían dado varios casos, mientras, ¿no lo adivinan?, Proserpina remoloneaba nadando perezosamente alrededor de mí ―¿había decidido quedarse o quería que yo la acompañara?― , y luego, cuando la primera de las manadas se hubo alejado, nos tocó el turno a nosotros. Precedidos por los guías comenzó la lenta migración hacia las fosas oceánicas en las que invernábamos, y en donde nos esperarían, como todos los años, los machos, nuestros padres.

Yo me escabullí, dejé transitar una fila tras otra, me aparté, y con ella dando vueltas a mi alrededor salí de la corriente de mi propio grupo. Nadie dijo nada, nadie nos miró, sino que la lenta migración tomó su determinado rumbo hacia el horizonte. Pausadamente, durante la mañana, desfilaron todos mis conocidos en medio de mugidos sin cuento ni razón. Algunos postreros saltos y coletazos se alejaron hacia poniente, y al final, cuando cada manada se había encaminado en una dirección diferente y sólo se vislumbraban sus artificiales rastros químicos y menguados surtidores en la más lejana de las lejanías, allí seguíamos nosotros, solos en medio del enorme océano, mirándonos, nadando en círculo y sin atrevernos a dar el paso definitivo o determinarnos por una dirección u otra. La indecisión nos duró el resto de la mañana, hasta que al fin, angustiado, hube de forzarme y empujarla. Sí, a empujones la hice irse, suavemente al principio, aunque a cada momento con mayor empeño. Ella no se decidía, pero yo la obligué.

―Vete, vete con tu grupo, vete con los tuyos. Pese a que el océano es muy ancho la vida también es muy larga, y lo más probable es que volvamos a encontrarnos muchas veces sobre las crestas de las olas. Nada hacia el horizonte, ahora que estás a tiempo, y no me mires más.

Con gran esfuerzo adopté la mejor expresión que pude y ella lo entendió… ¿Lo entendió? Después de una última de aquellas sus miradas volvió la cabeza y al fin se sumergió, esfumándose entre la espuma. Antes de desaparecer definitivamente aún volvió la cara varias veces más, pero luego no la volví a ver, aunque permaneciera largo rato sondeando los alrededores.

Yo me quedé allí, bajo aquel cielo gris, en medio de la marina inmensidad, nadando y nadando en círculo, solo sobre las aguas y gimiendo hasta el infinito…

―Proserpina, ¿para qué viniste…?

Mis aullidos debieron de llegar hasta la cercana costa, y alguno de esos pescadores que las pueblan seguramente se dijo,

―Estos cachalotes, ¿tendrán ellos mal de amores…? Esos bramidos bien parecen indicarlo.

Los pescadores suelen ser jóvenes, que son los que padecen estos trances. No hay pescadores mayores, al menos encaramados en los riscos de las costas, y si los hubiera, es casi seguro que se reirían de las eternas querellas de los afectos.

Luego, por la tarde, triste y cansado y con la luz cambiante, retomé el rumbo que desde un principio debía haber elegido, y siguiendo sus huellas alcancé a la manada cuando el sol estaba a punto de ocultarse más allá del horizonte.

No sé, en realidad, de qué se sorprenden. Todo esto que he narrado es lo habitual entre los individuos jóvenes de las manadas de cachalotes, y tengo entendido que aproximadamente lo mismo sucede en muchas otras especies.

lunes, 15 de diciembre de 2025

ENTREGA 69

 

 

El encuentro y la mezcla de dos manadas diferentes es uno de los acontecimientos más aparatosos que imaginarse quepa. Primero tiene lugar el contacto entre las avanzadillas con enorme despilfarro de mugidos y chasquidos de alegría, avisos de lo que va a sobrevenir, y luego, durante horas, vas viendo desfilar a tu alrededor caras y más caras, unas conocidas aunque las más nuevas, personajes de fábula, amigos olvidados de remotos mares, compinches de pasadas fechorías, también compañeros de algún antiguo y submarino festín, grupos de precoces y curiosas hembras, la variedad es enorme, hasta que al fin la mezcla es total, un grupo penetra por completo dentro del otro y las múltiples salutaciones, los chapuzones, el guirigay y la turbulenta algarabía que se produce es lo más parecido que pueda pensarse al legendario galimatías músicum ―compleja figura donde las haya y que no quiero entrar a describir; cada uno sabrá hacerse su composición de lugar―, y como muchos nos conocemos de anteriores ocasiones, se han dado multitud de gratos reencuentros. Mi madre, mi tía y la jefa de la manada con la que nos encontramos, que es otra de mis tías, aunque, según tengo entendido, algo lejana, se saludaron entusiasmadas y dejaron transcurrir la tarde en amena conversación, dando saltos y más saltos y llenando el aire de prolongados bramidos y moduladas ululaciones… Todo esto que cuento sucedió en aguas más o menos cálidas y no demasiado profundas ni alejadas de la costa.

Hasta aquel momento todo había sido normal, pero hete aquí que en el tumulto del encuentro, entre los saltos, las cabriolas y piruetas que son de obligado cumplimiento en los saludos, sucede que me doy de bruces, me choco de frente con alguien a quien conocí antaño, sí, alguien que no me resultó del todo desconocido, ¡y cómo ha crecido! Yo la llamaba Proserpina, la hembra de piel suave y hondo mirar. Quizá este nombre no sea el más adecuado para una cachalota de doce años, quizá debería haberme esmerado más y haberle dicho Medea, o Desdémona ―Desdémona me gusta, nombre bonito y sonoro―, pero no me atreví porque no sé qué hubieran dicho mis innumerables primos, que siempre están sacando punta a cuanto se me ocurre, así que vamos a dejarlo en Proserpina, que también es lindo y ya lo conocen.

El encuentro fue de frente y casi nos dimos cabeza contra cabeza. Yo la vi venir de reojo. No miraba en su dirección, pero los ojos y la mente ven lo que quieren. Sólo la vi de reojo y durante una fracción de segundo en medio del alboroto, lo que no es mucho, aunque en aquella ocasión fuera suficiente. El cerebro me dijo, ¿qué has visto?, y sí, efectivamente, volví la cabeza y era ella, ante mí la tenía.

Estos inesperados encuentros son, ¿cómo les diría…? Pues son inquietantes, vivamente emotivos, harto emocionantes y perturbadores. Nos quedamos quietos, mirándonos, y luego, pasada la primera sorpresa, reanudamos los saltos y las acrobacias, sólo que acrecentados hasta el límite de nuestras fuerzas, y así estuvimos largo rato, ciegos y sordos al enorme alboroto que a nuestro alrededor tenía lugar, ciegos y sordos a todo lo que no fuéramos nosotros mismos…, porque cuando aparece una hembra de tu gusto, o sea, una individua del sexo incendiario, y te mira fugazmente entornando los ojos, el universo entero sufre un colapso en todos sus tejidos (esa estructura en la que nos movemos) y la mayor de las catástrofes amenaza con producirse; a veces, incluso se produce.

Luego transcurrieron los días, transcurrió buena parte del verano. La manada se había doblado en número, pero eso no supuso inconveniente alguno sino antes al contrario, porque la comida abundaba en aquellos parajes, aquellas aguas mansas y cálidas, y el grupo, ausentes los patriarcas, se comportó de la forma más juguetona posible, sobre todo si se piensa que los solteros éramos mayoría.

En una muchedumbre como la que describo se podrían distinguir tres clases de seres. Los jóvenes inmaduros, individuos de ambos sexos que forman pandillas mixtas y se dedican, sin alejarse mucho, a recorrer las inmediaciones de la base con gran estrépito y oleaje; los solteros ―entre los que me contaba―, grupos también de ambos sexos que no han alcanzado la posición social que les permita imponer sus criterios, e individuos maduros, en nuestro caso hembras en su totalidad, que son las que disponen, organizan y ordenan todo aquello que ha de hacerse. Los cachalotes somos reproductores desde los cinco o seis años, pero no es hasta los veinte o veinticinco que se nos permite hacerlo, previo paso de la formación de una nueva manada, en general desgajada de la que somos originarios. Mientras tanto, mientras llega el momento, pertenecemos a esta gran familia y, aunque tenemos vedada la función reproductora, formamos grupos cuyos miembros van tomando posiciones con vistas a futuros acontecimientos.

El verano que nos ocupa fue el mejor de mi vida juvenil, un agitado verano de alegres juegos, sí, de aventuras sin fin, y si bien al principio no me di mucha cuenta, conforme fueron pasando los días observé que ciertas oleadas de una desconocida emoción me recorrían desde la aleta caudal a la cabeza. ¿A qué podían deberse aquellos inesperados trastornos del apetito…? También podría decirlo de esta otra forma: yo tuve mi primera novia cuando era muy joven, y ¿qué quieren ustedes oír…? Aunque durante el tiempo que duró aquella relación sin precedentes, aquel verano entero que vivimos en aguas templadas, alcancé el grado de excitación y felicidad que son propios a las edades juveniles ―hasta hay quien dice que le duele el corazón―, al final lo pasé mal, sí, aquí no quiero engañar a nadie. Ella no fue la causa, claro es, pues, ¿qué otro camino podría haber tomado en sus circunstancias?, pero la separación fue un trance duro y doloroso, y no me pregunten el porqué de estos sentimientos. Los cachalotes no somos monógamos, de forma que esta poderosa tendencia hacia un único individuo he debido de heredarla de algún antepasado, probablemente muy lejano. Yo no sé cual fue la causa, pero es ley de vida que siempre que te sumerges debes volver a emerger.

jueves, 11 de diciembre de 2025

ENTREGA 68

  

AVENTURAS Y DIVAGACIONES

DE UN CETÁCEO ODONTOCETO

 

A veces, sobre la inmensidad de la superficie de las aguas marinas, nos seguían barcos blancos, casi enormes transatlánticos. Eran barcos como el Rey del Mar o el Reina del Pacífico, dos gemelos de gran tonelaje, y nos seguían durante días aunque siempre a prudente distancia, con las máquinas a bajo régimen y como si no quisieran perturbarnos. Otras veces nos adelantaban y luego nos esperaban. Esto lo hacían durante días, y yo siempre supuse que estarían midiendo algo, tomando muestras de las aguas o escuchando nuestras conversaciones, porque los humanos son muy curiosos. Sin embargo, lo que no vi nunca fue que alguno de los ocupantes de aquellos navíos, alguno de los humanos, bajara al agua, descendiera hasta nosotros y nos hablara. Lo pueden hacer, puesto que tienen unas embarcaciones que a veces utilizan para sus tareas. Nada les hubiera impedido echar al agua una de ellas y haberse acercado hasta nosotros, pero eso no lo vi nunca. Cierto que corren historias acerca de ello, que algunos cuentan que se han topado con tal suceso, pero a mí, de joven, nunca me aconteció, y bien que lo eché en falta. ¡Comunicarte en directo con otra especie! Yo me hubiera dejado tocar…

Los humanos son unos seres bárbaros, ruidosos y zascandiles, a los que, de todas formas, debemos mucho. ¿Cómo, si no es porque hemos podido leer en algunas de sus centelleantes cabezas, conocemos nosotros la historia de esta bola de piedra, agua y metal fundido que es nuestra casa? ¿Cómo hubiéramos descubierto nosotros los entresijos del Cosmos en el que estamos inmersos, las leyes eternas, las proporciones de las cosas y hasta los nombres de las estrellas, si no tenemos los instrumentos necesarios para ello? Luego, más recientemente, hemos encontrado mejores fuentes de información ―más adelante hablaremos de ello―, pero, en un principio, ¡qué útiles fueron para nosotros las personas…!, o algunas de ellas. Demócrito, Hypatia, Newton, Einstein…, permítanme que los cite. El catálogo de quiméricas figuras que nos han enseñado en la escuela sería interminable, y nosotros los conocemos y amamos porque algunos de sus congéneres, las personas, comparten con nosotros la telepática facultad que mencioné.

Ellos son pocos y están muy aislados, pero sus señales, las inconfundibles luces azules de la mente, se expanden por un igual en todas direcciones, tal y como sucede con las luminarias que los mismos humanos han colocado en las altas y casi siempre blancas torres de sus costas. Esas azules luces, que ni son luces ni son azules, no conocen obstáculos. Se propagan a velocidad infinita, y a infinita velocidad nos atraviesan. Si la emisión es suficientemente fuerte y tienes los órganos receptores a punto, lo que suele acaecer después de un largo aprendizaje y cuando ya eres mayor, percibes oleadas de ideas. Sí, no me hagan ustedes mucho caso en lo de las luces azules, que quizá sólo fue una figura poética, una forma de hablar. Son, en realidad, ideas que te atraviesan, señales en distintos lenguajes que te perforan, conceptos que te horadan de mil y una maneras, que chocan con tus superiores órganos y allí se quedan, allí se almacenan y depositan para que en el futuro hagas el mejor uso que de ellas puedas… Todo esto no lo conoce casi nadie, pero es así.

¿Saben lo que ha sucedido? Uno ya es mayor, va haciéndose mayor, y las instrucciones que desde el principio de los tiempos estuvieron amontonadas van poco a poco despertándose en lo más profundo de nuestro cerebro y comenzando a dictar sus normas, sus ineludibles leyes, llevándonos de conmoción en conmoción, de sobresalto en sobresalto y de maravilla en maravilla, y no piensen ustedes que me estoy refiriendo a lo que acabo de apuntar acerca de ciertas facultades intelectivas, no, esto es mucho más prosaico.

Resulta que la otra tarde, ahora que comienza la estación cálida y los machos, los jefes del grupo, han emigrado a aguas más al norte, aguas más frías, aguas que tengo entendido que están al borde del gélido océano Ártico, ese gran río que ciñe las latitudes boreales ―estas son las costumbres y yo siempre he visto que suceda así; son las hembras quienes no van hasta allá, y por lo que sé, ello se debe a la temperatura de sus aguas―, pues nos topamos con la manada de una de mis tías. Esta es una cita anual y casi obligada, concertada con antelación en el lenguaje de bajas frecuencias que sin cesar recorren los mares, y el alboroto y las celebraciones propias de tal encuentro las puede suponer cualquiera. Fue ver aparecer sus altos surtidores en el horizonte y comenzar las cabriolas y los arriesgados volatines, aunque al fin tardáramos toda la tarde en conseguir reunirnos por completo. Las manadas de cachalotes son grandes, muy grandes y muy largas, y desde que llegaron los primeros hasta que nos alcanzaron los últimos, la retaguardia, transcurrieron horas.

lunes, 8 de diciembre de 2025

ENTREGA 67

  

SE MUERE ALISON

 Entonces se murió Alison, la inglesa, Cincinatti Fireball, que fue lo peor que le pudo suceder al Cacho Madera, quien poco a poco se había ido reponiendo de sus años inmerso en la química de las sustancias blancas. Alison, según me contó Claudia, se murió de repente. No le ocurría nada sino que estaba todo el día jugando al tenis, en la piscina y lugares así. No fumaba, bebía lo mínimo y tampoco trabajaba, es decir, que muy agobiada no estaba, no tenía ningún aspecto. Un día se metió en la bañera y no salió, que no es mala forma de morir, sobre todo si no te da tiempo a enterarte, y por lo que oí, a ella no le dio tiempo a nada. Transitó de viva a muerta en menos de lo que se tarda en decirlo ―¡qué suerte!―, y además de joven, cuando aún no has tenido tiempo más que para disfrutar… Nosotros, la familia, los que quedábamos, nos pusimos en seguida en movimiento porque nos imaginábamos lo que iba a suceder. Claudia me dijo, y ahora, ¿qué va a hacer tu hermano?

El Cacho Madera, cuando sucedió aquello, empezó a frecuentar la sala Ben Johnson. Esta era una de las narcosalas, y la llamaban así por un atleta que vivió en el siglo pasado y fue desposeído de sus medallas y honores debido a que se descubrió que se metía de todo. A estas salas también las llamaban salas de veno punción, y de esto último lo único que se me ocurre decir es que ni el mal gusto ni la retórica del sistema conocen límites. Eso sí, se suponía que había más higiene que en la calle, y que el material que se dispensaba era de mejor calidad.

Sandi, que entonces tenía diez años, se quedó con Cacho. Ella no tenía padre, o mejor dicho, nadie sabía quién era, nunca se había hablado de él, en los papeles no se encontró nada y el Cacho no tenía más que vagas referencias. Alguien habría sido, pero entonces ya no había forma de averiguarlo. Lo único que se podía hacer era poner un anuncio en los periódicos ingleses, a ver si sonaba la flauta, pero el Cacho no movió un dedo. Entre que su nueva vida se derrumbó, y que Sandi le recordaba a su madre, hizo todo lo posible por quedarse con ella y lo consiguió, no fue difícil. Sandi se convirtió entonces en lo que se conoce como una huerfanita, una huerfanita mimada por toda una familia.

Sandi, de pequeña, me tenía muy considerado. Yo era su único tío y me miraba apasionadamente, como miran los niños a los mayores que les apasionan. Para que se vea que lo que digo es verdad, contaré que una vez, cuando debía de tener ocho años y estaba todo el mundo mirando, dijo,

―De todas las personas que vienen a esta casa…, Eduguá es el que mejor fríe las patatas.

Su madre y el Cacho le rieron mucho la gracia y me lo estuvieron recordando durante una temporada.

―Oye, que a la niña la tienes maravillada. Dice que si esto y que si lo otro…

La verdad, por decirlo ya todo, es que Sandi aprendió a hablar castellano a velocidades de las que sólo los niños son capaces.

jueves, 4 de diciembre de 2025

ENTREGA 66

  

Ahora cuento lo del gringo.

Yo seguí con mi empleo, aunque me fui del chambao. Un día, cuando encontré un alojamiento ―una habitación normal, aunque tenía una ducha pequeñita y un lavabo, a medias con otra negra que también trabajaba, sólo que ella lo hacía en la recepción de un hotel―, no volví. Yo no sé qué pensaría la dueña, que era una señora mayor y con nosotros se había portado muy bien, pero no le dije nada. Por la mañana me llevé todo lo que pude, aunque no tenía muchas cosas, sólo ropa, y esa me la llevé toda, y ya no volví a ir por allí, y luego, al cabo de otro mes, un día, un día cualquiera en el kiosco, que estaba vendiendo helados y baratijas y quitándome moscones de encima, porque los hombres suelen ser muy importunos, se me apareció una especie de yanqui gomoso, rubio, con pantalones cortos y gorrita ―porque los yanquis, los gringos, quiero decir, han llevado gorritas yo creo que desde Buffalo Bill, aunque Buffalo Bill llevara sombrero―, un turista disfrazado de explorador que, en un ataque de concupiscencia, me retiró.

El gringo tendría unos veintitantos años y estaba de eso que llaman turismo sexual. Hay gente que tiene esos hábitos incluso a los veintitantos años, y no es para reírse, es más bien para tenerles lástima, aunque yo procuré aprovecharme de ello. Primero me dejé hacer fotos en casi todas las posturas, que lo hicimos en la playa y en la habitación de su hotel con una cámara muy moderna que tenía. Luego, yo no sé muy bien por qué, pedía permiso. Pero oye, esto, ¿lo puedo hacer público…? Digo yo que sería por educación, se veía que estaba bien educado, y yo decía a todo que sí. Sí, bueno, publícalo donde quieras, a mí no me conoce nadie, pero mejor tapa la cara.

El filipichín me llevó una vez a comer langosta, langostas que daban en los restaurantes, langostas del Caribe, que eran sólo para los turistas y en ese sentido estaban muy valoradas. Me pregunto qué hubieran dicho si hubieran sabido que estaban comiendo unos híbridos artificiales que se criaban en granjas de Australia, langostas de plástico, pero los turistas no se preocupaban por aquellas cuestiones ni eran catadores expertos de los de la guía Michelín. Estaban todo el tiempo con fine, wonderful, oh yes, very good, etc., y no se enteraban de nada más. Nosotros, como decía, fuimos una tarde a comer langosta, nos comimos una cada uno y de paso me estuvo tentando los muslos por debajo de la mesa. Yo llevaba unos pantalones cortísimos porque veníamos de la playa, me había llevado a una playa que me gustó mucho y no empezaba a trabajar hasta la noche. Qué delgada estás, decía, y me miraba libidinosamente, sin disimular ni nada. Como creía que me tenía en el bote sacaba la lengua sin parar, yo creo que la sacaba demasiado; en lo de la lengua exageraba un poco.

Yo también me fui a la América del Norte. Entonces era mucha costumbre, si te cuadraban los acontecimientos, dejarte llevar por la mafia al primer mundo, por alguna mafia, había varias, pero a mí no me llevó ninguna mafia, me llevó mi novio, el de la gorra. Un día, cuando se iba a ir porque se le acababan las vacaciones, me dijo, oye, por qué no te vienes conmigo a los USA, allí tengo una casa muy grande, mis padres y mis hermanos viven muy cerca, tengo cantidad de dinero, y el corazón me dio un vuelco porque me gustaban mucho las aventuras, aunque entonces aún no lo supiera, y además de casarse ni habló, menos mal, que si llega a decir algo de casarnos no hubiera ido; entonces me daba un poco de miedo por la esclavitud, y luego, cuando me llegó la edad de razonar, le veía otros muchos inconvenientes.

Yo tenía aspecto de mayor, medía como uno ochenta y parecía que tenía veinte años, bueno, o diecinueve, así que en principio no tenía por qué haber ningún problema. En mi antiguo hotel había un camarero pato que te conseguía pasaporte falso, yo me llevaba con él regular pero eso era lo de menos, el vendía y yo compraba, y no había nada más de lo que hablar. Bueno, pues el que pagó fue mi novio, no puso muy buena cara pero pagó, y pagó bastante, además. El vitoco me dijo, vamos a decirle que esto vale tanto y yo te doy a ti el veinte por ciento, y luego, a la hora de cerrar el trato, me dio la mitad de lo que había dicho, pero no me importó. Lo que yo quería era largarme, y eso lo conseguí.

El día en que nos fuimos fue uno de los más felices de toda mi vida, la excitación del viaje fue la que lo consiguió. A mí el gringo no me gustaba mucho, bueno, un poco sí, era medio guapo, aunque un poco alumbrado y buchipluma. Fuimos a Caracas, adonde yo no había ido nunca, al aeropuerto, y allí, en el control de la policía, el guardia me miró como si no me fuera a dejar pasar, pero no dijo nada; yo me puse a rezar a toda velocidad pero no ocurrió nada, sino que al cabo de un rato estábamos dentro del avión, y este rugiendo. Era la primera vez que me subía a un avión y no me dio ningún miedo, todo lo contrario, me pasé el viaje mirando por la ventanilla y comiendo y bebiendo todo lo que me pusieron delante, y en cuanto estuvimos en el avión, el gringo ―¿cómo se llamaba?, ¿se llamaba Johnnie?, ¿se llamaba Frankie?― cogió confianza y empezó a ponerme la mano en la rodilla y a decir tonterías, aunque todavía no he contado cómo nos entendíamos. Él hablaba una mezcla de inglés y pseudoespañol, sabía preguntar la hora y decir, ¿cuánto es?, y allí había aprendido ¡guá!, vale, coroto y cuatro cosas más, y yo también sabía algo de inglés, en el colegio nos habían enseñado un poco y para hablar con él era suficiente.

En el viaje vi barcos en el mar, barcos e islas. Luego vi en un mapa que habíamos pasado por encima de mi isla, aquella en la que nací, casi por encima, pero entonces no me di cuenta. De todas formas me gustaron mucho, y aquella fue una de las últimas veces que lo pasé bien en su compañía.

lunes, 1 de diciembre de 2025

ENTREGA 65

 

Cuando me fui del hotel, el barquerito se vino conmigo, yo creo que se había enamorado. Yo no… Bueno, yo también, un poco por lo menos, pero como era la primera vez, tardé un tiempo en reconocer el fenómeno. Sin embargo, me extrañó que dejara aquello de la lancha. Era un empleo muy bueno porque siempre estabas al aire libre y casi no tratabas con extranjeros, y cuando lo hacías era en medio del agua. Ellos dependían de ti, de forma que nunca había malas palabras, pero lo dejó y se vino conmigo, con lo que fuimos dos los que tuvimos que buscar otro acomodo, aunque a fin de cuentas no hubo ningún problema. Después de haber estado allí casi un año ya me sabía las mañas y no me costó demasiado encontrar algo nuevo, porque entre las empresas que movían el turismo había mucha demanda de esclavos. A mí me pusieron a vender helados en un kiosco que estaba al borde de otra playa, en un sitio muy urbanizado, un paseo marítimo, y tenía que ir con patines y minifalda. Como el kiosco era muy grande, lo de los patines me venía muy bien y aprendí a usarlos en seguida, al segundo día, en cuanto me caí unas cuantas veces, y lo de la minifalda tampoco me importó, y menos en aquel húmedo clima; todo lo contrario, porque así estaba más ventilada. Él también lo encontró, aunque lo suyo no fue tan desahogado: si usted ha acarreado alguna vez sacos de frutas antes de que amanezca, se puede hacer una idea.

Así estuvimos una estación entera, viviendo en un chambao de tablas que nos arrendaron en uno de los cerros, un barrio que él conocía. Sólo tenía una habitación, pero como era grande y las tablas estaban pintadas de colores vivos, me pareció un palacio. No tenía agua, pero la única noche que llovió aquella temporada tuvimos toda la que nos faltó los otros días, inundó todo y tuvimos el colchón que usábamos tres días secando. Yo bajaba a trabajar patinando, por lo menos la parte urbanizada del camino, y luego, después de estar todo el día vendiendo objetos de plástico y viendo bañarse a los demás, llegaba mi sustituta, que no era negra sino rojiza, y me iba a la playa y me quedaba hasta que anochecía. En aquella enorme playa había mucha gente y muchísimos hoteles, no tenía parangón con la de mi islita, pero menos era nada.

Un día, sin esperármelo, ¡zas!, me pareció ver a Jonás, me pareció verlo de espaldas y con sus andares característicos. Yo estaba en el kiosco de los helados y lo dejé todo tirado y a alguien con la palabra en la boca, pero dejuramente que no pude resistirlo, fue verlo y ponerme a correr como loca con los patines detrás de él. Lo que sucedió fue que no era Jonás; de espaldas se le parecía, pero nada más. Cuando lo alcancé me quedé muy desilusionada y volví al kiosco pensándolo y con cargo de conciencia. Con todo lo que me había sucedido, ahora que tenía novio ―sobre todo―, hacía mucho tiempo que no me acordaba de ellos, de mis hermanos, y había transcurrido casi un año desde aquel lejano día en que los abandonara en la estación de Maracaibo, así que por la tarde, en vez de irme a la playa, me compré otra postal, una postal muy bonita, y la escribí con letra muy pequeña porque tenía muchas cosas que contar. Mi nueva dirección, la del chambao, no la puse porque no existía, aquello no se llamaba de ninguna manera y ni siquiera llegaba el correo, y de la existencia de las listas de correos yo no tenía ni idea, de eso me enteré de mayor. En la postal les decía que en cuanto pudiera iba a volver a casa, viaje que a lo mejor podía hacer uno o dos meses después. Allí no estaba mal, pero tenía muchas ganas de verlos. Ya tenía ahorrado algo de dinero y con él podría hacer el viaje, e incluso estar allí una temporada, pero todo ello fueron vanas ilusiones. Teniendo en cuenta lo que sucedió luego, me olvidé de mis hermanos y no volví a acordarme hasta algún tiempo después, cuando ya estaba lejos.

Mi novio, el barquerito, que era más resbaloso que la guabina y cada día me miraba de una forma más rara ―¿saben que a veces tocaba el birimbao?―, pues de repente se fue, desapareció y me dejó allí, y lo hizo sin despedirse. Una noche no fue a dormir al lugar en que nos quedábamos, y luego ya no lo volví a ver. Los primeros días, allí sola, lloré mucho y estuve preguntando por él a todos los que nos conocían, pero nadie supo darme razón. Bueno, alguno sí, alguno se rió, se rió por lo bajo y ni contestó, me miró y no dijo nada, se dio media vuelta y se fue, y entonces me di cuenta de que no iba a volver y no volví a llorar. Me dio tanta rabia que me tragué todas las lágrimas, apreté los puños y me di también media vuelta, media vuelta que constituyó un símbolo, porque allí fue donde comencé a comprender algo de lo que me habían dicho las vecinas de Maracaibo tanto tiempo atrás. Yo no sabía cómo eran los hombres, es verdad, ni siquiera los jóvenes, pero estos desengaños son los que te descubren los torcidos caminos de la vida. Además, aquel crío tampoco era ninguna maravilla. A mí me gustaba mucho, sí, pero después de todo lo que habíamos hecho ni siquiera me dejó embarazada, y eso a una le da que pensar; a lo mejor es que éramos incompatibles.

ENTREGA 71

    LA NEGRA ATERRIZA EN EL PRIMER MUNDO   Yo no tenía ni idea de adónde íbamos, entonces no tenía ni idea de geografía, en el colegio...