lunes, 17 de noviembre de 2025

ENTREGA 61

 

 

EN LA ISLA

 

Limpiar pescado es fácil, aunque no todo es bueno. Lo peor es ver el enorme montón antes de empezar, resulta agobiante, y también el olor, el olor del pescado en la ardiente cocina de un hotel tropical, aunque peor hubiera sido tener que limpiar pollos de plástico; eso no se debe hacer ni con guantes de alarife. El pescado, si es congelado, es repugnante, aunque si es fresco ya es otra cosa. Cuando metes las manos en un gran pescado que ha estado congelado notas que es blando al tacto, pero te puedes distraer viendo los colores que tienen la cabeza, las agallas, los intestinos. Si tienen huevas es rosa, y si no todo son rojos y marrones. Las escamas se te quedan pegadas a la piel, y por mucho que te laves no se te quitan, y las espinas… Cada vez que te clavas una ves las estrellas, y no digo nada de lo que sucede si el pez es una cabra, que es rojo; entonces la herida se te infecta y te sale un punto marrón. Yo, como soy negra, llegué a tener las manos llenas de puntos azulados, tenía más de cien. Me daba crema, pero aquello servía de poco porque el veneno de los peces tropicales es demasiado poderoso.

Del hotel mejor ni hablar, sobre todo del jefe de cocinas, el vitoco. A los pavitos que venían a trabajar les tomaba medidas en cuanto llegaban, aunque la mayoría dejaba el empleo a los dos meses, era difícil aguantarlo más, pero a nosotras, como no le gustábamos, o no le gustábamos demasiado, lo menos que nos llamaba era prostitutas ―y eso a voz en cuello, le debían de dar ataques de histeria―, y lo demás no lo voy a poner porque la insultada está en la mente de todos, todo el mundo se sabe de sobra los insultos aunque algunos no los digan, unos por miedo y otros porque son educados y tienen un vocabulario más amplio, no tan restringido. Por eso, cuando un día al poco tiempo de estar allí me ofrecieron una de las subsecciones ―porque era negra y aquellos trabajos sólo los podían hacer las que éramos negras o medio negras, dado que la tramoya, el teatro, contaba mucho en las actividades que tenían que ver con el turismo―, dije de inmediato que sí. Aquello incluía salir de la cocina y no volver a ver al marico, y además te ibas a una islita que estaba enfrente. A unos cientos de yardas del hotel había un grupo de diminutas islas, cada una con su playa y sus palmeras, como en las fotos de los catálogos, y en ellas habían construido unas casetas de madera basta y chapas metálicas viejas ―lo mismo podían haberlas hecho con ladrillos, pero aquello quedaba mejor, más auténtico, y a los turistas debía de parecerles el fin del mundo―, y en la caseta había algo parecido a una barra de bar malamente imitada y unos cuantos carteles de colores. Teníamos botellas de ron y toda clase de refrescos y cervezas, y el hielo lo llevábamos por la mañana, en el primer viaje, y duraba todo el día. Así podíamos darles lo que pedían, y casi todos se iban por la tarde disparatando. Acababan con las cervezas, menos los muy finos, que querían mojitos y daiquiris y cosas por el estilo.

El día empezaba por la mañana temprano. Al amanecer te llevaba el barquero en un bote viejo con motor que olía terriblemente a diesel. El barquero era un crío, yo creo que era aún más joven que yo; era un mestizo, pero no sé de qué razas, podría haberlo sido de cualquiera de las conocidas, aunque de negro tenía bastante. Los turistas, casi siempre parejas que buscaban la soledad, llegaban luego, al mediodía. Desembarcaban del bote, se quedaban mirando a su alrededor extasiados y se pasaban el día a remojo. Ellas llevaban unas faldas largas que se quitaban y ponían continuamente y casi todos se bañaban desnudos, aunque algunos se escondían, o medio escondían. Se ve que aquello de que hubiera una negra delante les ponía un poco nerviosos, y eso que yo tenía un aspecto de niña que no podía con él y no despertaban en mí la menor curiosidad. Todo lo contrario, porque lo cierto es que me parecían muy viejos.

Luego, al mediodía, salía del chamizo una negra con un pañuelo y una falda de colorines ―esa era yo―, y entonces el barquero hacía su aparición como si viniera de pescar. Llegaba con cachaza, el motor al ralentí y el pescado en un caldero, ya digo, precisamente como si viniera de pescarlo, pero era mentira; era del que llevaban al hotel, una vez descongelado y tras los convenientes arreglos. Si cogíamos algo, y yo a veces, por la mañana, lo hacía, lo escondía por allí y me lo comía sola; bueno, al barquerito también le invitaba. Cuando se iban los turistas y me quedaba otra vez sola por la tarde, recogiéndolo todo, me lo comía, porque el pescado de aquella parte era buenísimo, no como el que les dábamos a ellos, y eso que se hacían lenguas. Claro, verlo freír en una sartén en una hoguera es algo que impresiona mucho a quien está todo el día y todo el año en una de sus enormes ciudades, porque nosotros hacíamos una hoguera delante del chiringuito echándole mucho teatro, y con una sartén y aceite llenábamos unas grandes fuentes de peces dorados con un aspecto inmejorable. Yo estaba el día entero cocinando como una negra, humo, humo y humo, y poniendo daiquiris y entorchados y asando cocos. A los cocos pequeños, cuando están aún un poco verdes, se les hace un agujero y se tira el sarazo, aunque también te lo puedes beber. Luego se asan entre las brasas de la hoguera, se les deja allí un rato hasta que se hacen, y acto seguido se abren, y lo de dentro, lo blanco, se limpia y corta en gajos que se colocan simétricamente encima de un plato; si lo adornas con más gajos de mango, el éxito está asegurado. A veces, cuando alguien me lo pedía, también hacía un arroz que nos había enseñado a hacer uno de los cocineros del hotel a las negras que estábamos en las islas, un arroz con muchos chipi chipis, guacucos, perlitas y calamares, un arroz con pescado y sobres de colorante. Lo hacía en la hoguera y los primeros días se me quemó demasiado la parte de abajo, pero luego aprendí que si ponía una chapa encima del fuego se hacía mucho mejor y más uniformemente y ya no hubo problemas, a los turistas les gustaba mucho y dejaban unas propinas monumentales. Una vez una rubia, una catira de aquellas, me dio un beso al despedirse, me sonrió y me dijo unas cuantas palabras en una extraña lengua. Las palabras no las entendí pero me dio igual, lo que dijo estuvo muy claro. Era una persona mayor, tendría como cuarenta años, y yo le debí de inspirar sabe Dios qué sentimientos.

jueves, 13 de noviembre de 2025

ENTREGA 60

 

 

CARINA

 

Eduardo y yo ―a Eduardo le llamaban el guarro y también le llamaban Eduguá; a mí me gustaba más lo de Eduguá y siempre se lo decía― estábamos una tarde en un bar, debía de ser un viernes, sentados ante una mesa. Había mucha gente haciendo de todo, metiéndose mierdas, viendo un partido, medio gritando otros que bebían chiquitos, cuando entró una panda de tíos. Uno era gitano y viejo, otro muy alto y rubio, y se colocaron en el extremo opuesto. Eduguá estaba de espaldas y no los vio, pero desde que entraron empezó a rebullir en la silla y a mirar hacia los lados, me pareció que notó algo; yo tampoco me fijé mucho porque estaba con él y por aquellos tiempos me tenía sorbido el seso, me fijé luego.

A Eduguá se lo quité yo a Carla. Bueno, se lo quité… No debería decir eso porque yo nunca le he quitado nada a nadie; se vino conmigo. La nochevieja pasada hizo una fiesta en su casa y fuimos todos. Al final, no sé cómo, que es lo que sucede siempre, acabamos en la cama. Carla entró y nos pilló, y armó bastante follón. Luego venía a casa, como siempre había venido, y a mí ni me miraba, no me hablaba, pero se le pasó pronto, en cuanto se fue de camping un fin de semana ―esto debió de ser por marzo― con un amigo que tenía que se llamaba el coreano. De Vicente, su antiguo novio, ya ni se acordaba. Cuando volvió del fin de semana venía sonriendo de oreja a oreja y nos contó todo lo que había hecho, todo; en cuanto se enrolló con el coreano volvió a hablarme.

―Esta es Carina ―dijo Eduguá refiriéndose a mí, y el rubio me dio un beso.

Me tuve que empinar porque era muy alto, aunque en realidad ni me vio (el hermano de Eduardo era de los que hacen que a las mujeres ni las ven), y el gitano viejo me guiñó un ojo. Luego se sentaron con nosotros, a la misma mesa.

 

 

Cuando nos encontramos allí, en aquel bar, cuando él vino por detrás y me dio en la espalda, yo ya sabía quién era. Hay poca gente que te pueda dar en la espalda y tú le reconozcas. Yo me puse tan contento que le di un abrazo, y luego nos dijimos, oye, dónde andas, llámame, pero el Cacho, que también se había puesto muy contento, me dijo, bueno, vale, pero esto hay que celebrarlo, ¿y si echamos unos dados?, así que estuvimos jugando a eso de mata tres cuatros, ¿qué era?, tres cuatros de dos, dos perdidas paga, y hablando de todo lo que se nos ocurrió durante mucho rato. Al final perdió él, como cuando éramos pequeños, pero aquella vez no se enfadó. Torció un poco el gesto, con su típica cara de mal perdedor, pero se limitó a poner los pies encima de una silla, relajarse y juntar las manos, y siguió hablando. Me contó que le querían echar del sitio en donde vivía, porque él también se había ido de casa, la de siempre, y tenía otra. No, venga a recoger sus cosas pasado que mañana tengo que ir a trabajar; no, ni hoy ni mañana puede ser; eso le dijo la rentera. A mí aquello me sonó a chino, vamos, a cuerno quemado, y además el Cacho ponía una cara de disgusto como si fuera verdad; a lo mejor es que era verdad. El Cacho era de lo más desgraciado. Casi siempre te contaba calamidades que le ocurrían, y se lo tomaba muy a pecho. Yo creo que debería haber sido más optimista, sobre todo dadas sus circunstancias, pero en esta vida cada uno es como es.

El Cacho Madera era alto y rubio, bastante más alto que yo, como la abuela Tente, y en aquella época todavía estaba cachas, aún no se le notaba demasiado lo de la química, sólo se bebía los botellines de un trago. El Cacho Madera, además, ya no iba con el capo gitanieri, había cortado con él. Después de la historia del supermercado aún le vio algunas veces, pero tenían líos de dinero. Yo no sé cómo se podían tener líos de dinero con el Cacho, que además de estar forrado era sumamente desprendido, pero los tuvieron. Luego, un día de más adelante, cuando las cosas estaban ya muy enredadas, el Cacho le trabó peinándose el bigote con su cepillo de dientes. Él no es que fuera muy fino, no, pero aquello fue la puntilla, le llegó hasta dentro; por lo visto hubo una bronca de campeonato y allí se acabó semejante amistad, o lo que fuera. El gitano que llevaba entonces al lado era más presentable. Para empezar, era más joven, no era viejo del todo. Pertenecía a una de esas sectas cristianas que tanto abundan y tocaba la guitarra de puta madre, todo esto según el Cacho. Cuando se fueron, al cabo de un buen rato, le guiñé un ojo. Él ya sabía que podía contar conmigo, pero por si acaso.

 

 

Luego se fueron y Eduardo me estuvo contando historias de su hermano. El Cacho también jugó al baloncesto, dijo, como la abuela Tente, Tentenelaire, me gusta ese nombre, esa palabra, me encanta escribirla, para eso era tan grande, pero sólo jugó en el colegio, luego se desentendió. Si hubiera seguido hubiera acabado en la selección o en un sitio por el estilo. Bueno, de eso se salvó. Los deportistas se mueren jóvenes, les falla el corazón. La gente grande lo tiene más fácil, casi nada les da miedo, pero el corazón trabaja mucho; no se puede tener todo, ya se sabe. Eso me dijo.

Aquella noche, después del bar, como no sabíamos qué hacer, nos fuimos a ver a Javi, Javi es mi primo, él me llama prima, la verdad es que Javi es genial, y cuando estábamos fumando hierba en su estudio, como a las dos de la mañana, oímos un ruido en la calle, un ruido muy fuerte, como si se hubiera caído un andamio. Fuimos a la ventana, y enfrente había una peletería de mucho lujo que tenía un cierre metálico por el que se había metido un coche. Yo creí que había sido un accidente, pero qué va. Al cabo de un momento salieron corriendo dos tipos con un montón de abrigos, se metieron en el coche ―que iba medio ardiendo, aunque andaba―, dieron marcha atrás haciendo todo el ruido que pudieron, incluso tocando la bocina, y salieron disparados calle adelante. Al cabo de otro rato, que nosotros todavía nos estábamos riendo con el fondo de la alarma de la tienda, apareció uno de esos coches oscuros de la policía con la sirena a toda máquina. Pararon delante, entraron dos polis corriendo…, sí, corred, corred, dijo Javi, pero también se confundió, porque lo que hicieron fue salir con más abrigos que guardaron en el maletero, montar en el coche y escapar por donde lo habían hecho los anteriores. Luego, al cabo de bastante tiempo, cuando se habían apagado los ecos del doble atraco, aparecieron otros policías, pero aquello ya no tuvo mayor interés. Nosotros lo vimos desde un tercero. Por allí había mucha gente mirando desde las ventanas, pero nadie dijo nada.


lunes, 10 de noviembre de 2025

ENTREGA 59

 

 

Otro día me sucedió algo por el estilo con tres o cuatro mendas que iban como cubas, haciendo eses y devolviendo por la ventanilla. Me llamaron negra, negra, ya verás, mira lo que tengo entre las piernas. No hubo ningún problema porque yo había aprendido a desenvolverme, y los pavos, cuando les plantas cara, suelen dar marcha atrás. En esos casos hay que guapear, y lo peor que puedes hacer es poner cara de susto. Casi todos los hombres están acostumbrados a la sumisión y no entienden lo que sucede; se les desmorona el exiguo esquema mental que han conseguido construir durante su asquerosa vida.

Al cabo de una temporada muy larga, a lo mejor fue un mes o a lo mejor fueron tres, cuando la casera había venido ya cuatro veces a cobrar la renta y empezaba a revolver entre la vecindad, soltaron a Jonás, apareció una tarde vestido de militar y sin avisar. Yo lo vi muy cambiado y me extrañó, más alto y con el pelo al cero. Al principio, cuando entró, no lo reconocimos y nos asustamos, nos quedamos todos callados sin saber qué decir, y eso que no había transcurrido tanto tiempo, pero luego nos lanzamos hacia su cuello y le hicimos sentarse, Liria le calentó comida y él la devoró. Casi no le dejamos comer porque le estuvimos preguntando de todo, pero él venía muy cansado y fue todo uno acabar de comer y quedarse dormido en la silla. Se derrumbó, aunque entre los tres le hicimos levantarse y lo empujamos hasta una de las camas, en donde estuvo durmiendo más de veinticuatro horas.

Aquel día no fuimos a los semáforos ni a ningún lado. Como había vuelto Jonás, todos queríamos estar con él. La verdad es que nos sentíamos mucho más seguros y estuvimos todo el día ansiosos, sobre todo Cati, y espiando el cuarto en donde estaba durmiendo. Casi ni comimos por no hacer ruido, pero cuando cayó la noche empezó a moverse y luego se levantó y se metió en el baño, en donde se estuvo oyendo el grifo durante mucho rato. A Liria y a mí nos llegó de golpe la actividad y preparamos una cena de verdad con todo lo que había en la nevera, caraotas, arroz y manzanitos; hicimos casi un mixto, que es lo mismo que el pabellón. Lo único que faltó fue la carne, pero la suplimos con dos sargos que nos había traído un vecino la tarde anterior, y pusimos la mesa con mantel y mirando al mar lejano como hacíamos cuando estaba nuestro padre; de aquello no hacía mucho, sólo habían trancurrido unos meses y nosotras nos acordábamos de todo. Pusimos también las velas, las que quedaron de la última vez, que estaban metidas en un cajón, y todo ello lo adornamos con flores de papel que hizo Cati, que era un mañoso para aquellas habilidades. Luego estuvimos cenando, y cuando nos sentamos, cuando estuvimos todos sentados alrededor de la mesa, antes de empezar, me pareció que no había transcurrido el tiempo, que aquello entroncaba directamente con el día en que Jonás desapareció y todo el intermedio sólo lo había soñado. Entonces fue cuando él, que ahora era el taita, nos dijo que había que buscar el sustento y que todos teníamos que ir a trabajar.

―¡Qué es eso de andar por la calle pidiendo limosna…! ―porque se puso como un predicador―. Nosotros somos negros. ¡Nosotros somos los dueños del mundo! ¿No habéis visto a los blancos? Cuando os deis cuenta de lo que representan, os avergonzaréis de lo que habéis estado haciendo.

Yo eso lo entendía muy bien y me sentía llena de fuerzas. Yo estaba totalmente de acuerdo con Jonás, pero con el estómago no se puede discutir, y mucho menos en determinadas circunstancias.

A mí me tocó una de las islas del turismo, y me lo dijo Jonás, que tenía un amigo que había estado allí. Primero ibas a una oficina que estaba en la mejor avenida de Maracaibo, y allí te preguntaban qué edad tenías y qué sabías hacer. Yo dije que tenía dieciséis ―lo mismo podía haber dicho dieciocho, pero no me atreví― y que sabía francés e inglés, porque en el colegio había aprendido un poco. El tipo me estuvo preguntando cosas y algo comprendí, no mucho. Luego nos echaron a todas, éramos como veinte o treinta, y nos dijeron que ya nos llamarían, pero el caso fue que a mí sí me avisaron, a lo mejor porque estaba fuerte y tenía los dientes blancos, y volví a ir a la agencia. Liria tenía miedo y me advirtió, si eso te largas ―lo de eso estaba claro―, pero el negocio no iba por ahí. Me dieron un empleo en un hotel, para lo que sólo tenía que saber limpiar pescado. Yo creí que iba a ir a hacer camas o a fregar, pero no, lo mío fue limpiar pescado. Yo no tenía ni idea de cómo se hacía pero aprendí en seguida, por la cuenta que me traía.

Cuando me tuve que ir, Liria y Cati y Jonás me acompañaron hasta el ferrocarril. Yo nunca había viajado en aquellas máquinas, sólo las había visto desfilar desde lejos y siempre me parecieron muy impresionantes, veloces y ruidosas, y como llegamos con poco tiempo, lo único que pude hacer fue darles mil besos a los tres, llorar un poco ―Cati y Liria también lloraron― y subirme a aquel carruaje tan grande y sucio que me iba a llevar lejos de ellos. Yo era muy pequeña, aunque no de tamaño, y lo que más me impresionó cuando me subí, mucho más sin duda que el aspecto de aquellos vehículos o el griterío y tumulto que había en los andenes, fue el hecho de quedarme sola. Cuando el tren arrancó abruptamente, después de unos cuantos bocinazos, sentí como si un telón hubiera caído sobre mi vida anterior. Sí, cuando vi que mis hermanos se alejaban y se quedaban allá atrás, algo me subió por el esófago y me llegó hasta la garganta, se me quedó atragantado y me resultó muy difícil de tragar. Yo nunca había estado sola, nunca, en toda mi vida me había encontrado sola en un lugar extraño y rodeada de caras desconocidas, y estuve espiándolas, al principio a hurtadillas y luego algo más directamente. Menos mal que enfrente estaba sentada una señora mayor, negra como yo, que debió de darse cuenta de lo que me sucedía y me estuvo tirando de la lengua.

―¿Que tienes trece años…? Por Dios, hija, ¿cómo has crecido tanto? ¿Adónde vas?, ¿vas a trabajar? Bueno, por lo menos estarás en la playa… ―y luego me invitó a un mango que llevaba en una bolsa de plástico y me estuvo mirando mientras me lo comía.

Por la tarde llegué al lugar al que iba, las cercanías de aquel puerto en donde debía embarcar, pero como el barco no salía hasta algo después, me compré un cucurucho de pescado grasiento, porque el mango me había dado mucha hambre, y me fui andando hasta el puerto, que estaba muy lejos.

El viaje en barco hasta la isla fue lo que más me gustó. En realidad nos metieron a todos en la sentina de un lanchón ―éramos muchos, como veinte o treinta, todos jóvenes, mujeres y hombres― y allí estuvimos un día entero. El barco ardía por los cuatro costados, pero había algunos ojos de pez y yo me arrimé a uno de ellos y estuve la mayor parte del viaje mirando hacia afuera, al mar azul, el mar de los caribes, el mar de mi infancia… Allí ya lo pasé algo mejor y olvidé un poco mis angustias anteriores, porque como había muchos negros y negras fuimos todo el viaje cantando. Unos empezaron a dar golpes y a canturrear por lo bajo, al cabo de un rato los demás los seguimos, y al final cantábamos todos, que es lo que suele suceder con los del color de mi piel.

ENTREGA 61

    EN LA ISLA   Limpiar pescado es fácil, aunque no todo es bueno. Lo peor es ver el enorme montón antes de empezar, resulta agobia...