jueves, 27 de noviembre de 2025

ENTREGA 64

 

 

LA NEGRA TRABAJANDO

 

A los trece años estaba vendiendo helados en una de las islas del archipiélago, porque había ascendido en el escalafón de los empleos de temporada y ya no estaba limpiando pescado, no, aquello no duró mucho, ni cocinando en mi islita, y eso bien que lo sentí, pero sucedió algo que voy a contar; no sé si lo podría calificar de divertido pero lo voy a contar.

Resulta que una tarde de aquellas habían ido tres en la lancha del barquero, dos chicos y una chica. No eran una pareja, yo creo que aquello era más bien un contubernio, una cohabitación, un abigarramiento, bueno, yo no sé, y debían de ser ingleses, o griegos, y aunque al principio se portaron bien y se comieron todo lo que les puse delante, luego se emborracharon muchísimo y empezaron a disparatar. Al principio estuvieron mirándome, diciéndose cosas entre ellos y discutiendo, y luego la chica comenzó a dirigirse a mí. Yo creo, a juzgar por sus gestos, que quería que hiciera algo con ella, no sé qué, y allí, delante de los otros dos. Le brillaban los ojos como les brillan a las personas que han bebido, y como hablaba muy mal, se le caía un poco la baba; los otros tampoco estaban mejor, aunque habría que decir en su descargo que eran gente muy joven y alocada. Además enarbolaba un fajo de billetes y los iba pasando mientras me miraba a los ojos. Durante un momento me pareció estar en un concurso de los de la televisión, pero como me hiciera la desentendida y me fuera hacia la choza, vino uno de ellos, el más grande, me agarró por un brazo y me dijo ―bueno, me chilló― unas incomprensibles palabras. Yo lo miré, lo miré muy cautamente, como una mosquita muerta, mientras por dentro decía, ayúdame. No sé a quién se lo decía, pero decía, ¡ayúdame!, gritaba con toda mi alma ¡ayúdame!, porque a decir verdad, así, al pronto, me asusté un poco. Yo estaba allí sola y el barquero no volvía hasta un rato después, pero el bestia aquel del bebezón no me soltaba, y eso que yo tiraba, así que en cuanto vi que los otros dos se dirigían a donde estábamos con previsibles intenciones, los dos sonriendo de medio lado, no me quedó más remedio que admitir que sí, bueno, ¡esto es la guerra!, ¡¡más madera!!, y le arreé un sartenazo al que me cogía por el brazo de no te menees. O sea, me revolví, cogí la sartén, que era de hierro y estaba en el suelo, y le aticé tal sartenazo entre los dos ojos a aquel necio que cayó al suelo redondo, y es que le di con el canto. En fin, tampoco fue muy difícil hacer aquello que hice con un borracho.

Los otros dos se enfadaron muchísimo, y sus intenciones estuvieron claras, pero se asustaron. Se enfadaron mucho, sí, pero su susto fue mayor que su enfado porque yo entonces tenía la coleta, mi famosa coleta, teñida de naranja, vamos, de naranja y púrpura, y no quiero decir cómo ponía los ojos, esto es, que tenía un aspecto raro, como de ciencia ficción, así que ellos se asustaron y se fueron hacia atrás, no se atrevieron a seguir con lo que pretendían. Teniendo en cuenta lo que había sucedido, y la sangre que estaban viendo, dieron marcha atrás en sus propósitos y fueron a auxiliar al caído con hipócritas voces de afrentados. Sólo me miraban como quien ve al demonio, y luego, al cabo de mucho rato, al final, mientras yo mantenía a raya con la sartén a aquellos dos ―porque la sartén no la solté en ningún momento, y además cogí una estaca con la otra mano y me metí en el chiringuito― apareció el barquero, el barquerito en su lancha, y él sí que se enfadó. Me dijo, qué pasa, porque que allí sucedía algo se debía de notar mucho, y yo le dije, nada, no pasa nada, vete, lleva a estos y luego me vuelves a buscar. El del sartenazo ya se había repuesto y sangraba por la nariz y la boca, también pegaba sorbetones como si llorara, y me miraba con odio, pero como no estaba en un estado en que pudiera hacer nada, se montaron los cuatro en la lancha y se fueron; deberíamos haber vuelto todos juntos, pero yo no quería ir con ellos.

Por la noche me llamó uno de los encargados y me dijo que me fuera.

―Mira, chica, yo no te echo y tú trabajas bien, pero está prohibido pegar a la marchantía. Estos están tan descompuestos que no se pueden ni mover, pero mañana a lo mejor se van a chivar a los policías, así que lo mejor que puedes hacer es salir huyendo, lo mejor para ti y para los demás. Yo no voy a decir nada. Tú eres una contratada y yo no te conozco.

El tipo aquel no se portó mal, todo lo contrario. Me pagó lo que me debía, me sonrió y me dio una palmada en la cabeza. Como era mulato y mayor, a lo mejor se imaginó algo de lo que había sucedido, pero el resultado de todo ello fue que se acabó mi empleo en la isla y mis baños diarios en los atardeceres y corrientes del mar, y bien que lo sentí, que ya he dicho. Aún ahora que lo escribo, al cabo de tantos años, lo recuerdo como la época más libre de mi vida, esa en la que una, que es absolutamente irresponsable, aprende a volar.

lunes, 24 de noviembre de 2025

ENTREGA 63

  

EL CACHO MADERA SE ENNOVIA

 El Cacho Madera, después de todas sus aventuras, conoció a una chavala y se ennovió con ella. La chavala se llamaba Álison, aunque también se la conocía como Cincinatti Fireball; esto era un alias de cuando era pequeña y el nombre de una canción muy antigua. Era inglesa, rubia y con los ojos azules, de las que me gustaban a mí, y guapísima. Al Cacho le volvió del revés, tan del revés que desapareció del mapa. Cortó con todos los amigos y conocidos y se cambió de casa y de número de teléfono. Bueno, con todos tampoco. Con el Míster no cortó, con el Míster llevaba muchos años, desde que eran pequeños, y tampoco se veían mucho; el Míster estaba loco, sí, como todos, pero no era químico y se conservaba bien.

―Y esto de Alison, ¿cómo se pronuncia?

―Con el acento prosódico en la primera sílaba, pero se escribe sin tilde. En inglés sucede como en latín: que no existen esos signos.

La novia del Cacho, Alison, la inglesa, aportó una niña, una hija que tenía que se llamaba Sandi. La niña tenía seis años, era muy parecida a su madre y sonreía continuamente, por lo que en seguida hicimos excelentes migas. A mí las niñas me resultaban seres especiales, aquello me sucedió desde siempre, admiraba su fantasía, sus dubitativas expresiones y la facilidad que demostraban para salir por donde menos esperaras, y yo también les gustaba a ellas, era algo mutuo. No sé qué veían en mí, pero se me subían encima en cuanto podían. A Sandi, de todas formas, lo que más le gustó de su nueva vida fue el chocolate con churros. Yo la llevé varias veces a comerlo con Pedrito, y acababa con todos los morros marrones y los ojos en blanco… Sandi, dentro de mi familia, fue como eso que en las novelas llaman un soplo de aire fresco, un capítulo más en nuestra larga historia de mestizaje, y tal encuentro al Cacho también le influyó sobremanera pues me mandó una foto, la primera que me mandaba ―la primera carta dentro de un sobre―, en la que aparecían los tres agarrados de la mano. Por detrás ponía fulano y mengana comunican a ustedes la unión de sus hijos, etc., y un número de teléfono, un número que yo no conocía; ya digo que el Cacho, de repente, cambió de vida.

―Y lo de Sandi, ¿cómo se escribe?

―Cualquiera sabe cómo lo escribía su madre, pero a mí me suena bien así.

Un día Pedrito salió con Javi en la canoa, lo que sucedió cuando Pedrito era pequeño, tendría siete u ocho años. En una apartada zona de la costa, en un islote, cogieron dos huevos de gaviota. Los llevaron a casa y Pedrito y Sandi los incubaron debajo del flexo del ordenador, los colocaron entre algodones en una caja de cartón y el flexo encima; así estuvieron unos quince días. Pedrito y Sandi se turnaban en darles vueltas cada poco tiempo para que la luz les diera por todas partes, y los untaban por fuera con un algodón con agua para que estuvieran frescos; centenares de veces hicieron eso. Al cabo del tiempo los huevos se rompieron…

Las gaviotas vienen al mundo con una bolsa. La llevan en la parte de atrás y, tras la eclosión, vuelven la cabeza con suma habilidad y parece que comen de ella; no sé qué llevan allí, pero es lo primero que hacen. Luego Pedrito las estuvo alimentando durante semanas a base de restos de pescado de la cocina. Más tarde con comida de gatos con agua, comida de gatos con fuerte aroma a salmón, una especie de peladillas y lentejas de colores verdes y marrones, y ya no estaban en casa, vivían en el jardín. Las gaviotas así educadas se convierten en hijos tuyos. Pedrito tuvo dos hijos como estos durante mucho tiempo. Pedrito vivía entonces en la costa y las llamaba pipis, pi pi pi, aunque luego se hicieron pollos. Por la noche las metía en una caja de plástico en el zaguán, junto a la puerta, una caja de botellas de gaseosa, y encima ponía un trozo de moqueta para que no se escaparan; durante el día deambulaban por el jardín. Mientras no tuvieron dos meses no sucedió nada, pero cuando llegaron a esa edad aprendieron a volar y se iban a la playa y se arrimaban a los turistas. Los turistas estaban admirados de que no se espantaran.

―¿Esto es una gaviota?

―Sí, claro.

―No, es que una señora decía que era un águila picapiés.

Las gaviotas picaban en los pies a quienes no les hacían caso. Eran gaviotas acostumbradas a la gente, criadas entre la gente, pi pi pi. Por la noche volvían a casa reclamando su pitanza, de eso no se olvidaron jamás, y dormían en el jardín o en el tejado, pi pi pi… Luego se hicieron mayores y ya no sé qué ocurrió con ellas, supongo que se morirían, que algún día no volverían y…

jueves, 20 de noviembre de 2025

ENTREGA 62

 

 Al acabar la jornada, cuando los turistas se iban con el barquero y me quedaba allí sola hasta el crepúsculo, que él volvía luego a buscarme ―a mí y a las que había en las otras islas―, me metía en el mar, me metía en el agua y me quedaba todo lo que podía. No nadaba, no buceaba, no hacía nada, hacía el muerto, si acaso, y a veces casi me quedaba dormida. Me dejaba arrastrar por la corriente propia de la orilla, me iba mar adentro, y desde allí veía el ocaso, aquel ocaso que era todos los días igual…

Allí comenzó mi comunión con el océano, pero es que en aquella playa olía terriblemente a mar, y no en todos los sitios huele a mar. En Maracaibo, por ejemplo, y su mar negro, y hay mucho, no huele a mar sino a detergente y alquitrán, a aguarrás y manzanito. En la isla, sin embargo, en mi islita, todo olía enormemente a mar, y cuando me bañaba, no sé si decírselo a ustedes…, me daban ganas de bebérmelo, no lo podía evitar, ¿se lo creen? Cuando estaba dentro sentía ganas de bebérmelo todo, tenía necesidad de bebérmelo entero, muy muy lentamente… ¡Yo podría beberte entero, océano mío, de tanto que te quiero…!

Eso es lo que te inspira la solitaria superficie del mar, el océano para ti sola, y toda esa historia de atardeceres y flujos que pueblan las orillas de sus playas, porque, ¿adónde me llevaríais si pudierais, corrientes de la ribera…?

El niño, el barquero, me parecía tan guapo que una noche, antes de volver al hotel y después de pensármelo mucho, me desnudé delante de él a ver qué sucedía. Me desnudé muy despacio. Me quité la falda, luego me quité la franelita y el pañuelo, y luego, como le veía muy atento, me quité todo lo demás y me eché sobre la arena. Él no dijo nada ni hizo nada, pero yo sé que le gustó porque al día siguiente volvió antes, nos estuvimos mirando a los ojos y nos bañamos juntos. Él no era mudo, aunque lo pareciera, pero lo cierto es que no había mucho que decir, el asunto estaba claro, así que al tercer día me empezó a apetecer, de repente, pasar a mayores, y lo cogí por la mano. Él se dejó hacer todo. Lo llevé hasta el agua, lo metí dentro, y yo con él, y primero estuvimos mordiéndonos, al principio flojo y luego más fuerte, y al final acabamos tirados en la orilla haciendo el amor. El niño era como una seda, en la vida he visto algo más suave. Sus abrazos eran sólo un poco más fuertes que la brisa del mar, que las olas que rompían en la orilla y nos mojaban una y otra vez…

Sí, todo esto que cuento es literal, es la mayor de las verdades. Yo dejé mi virginidad en aquella islita, se la llevaron las olas del mar. No tengo ni idea de cómo se llamaba, pero eso no importa. Menos me hubiera gustado que tal suceso hubiera tenido lugar en el excusado de una discoteca o la habitación interior de un hotel, que era lo habitual, lo que hacía todo el mundo. Lo que yo hice fue mucho más divertido, y más sano, que también es importante.

Aquella primera noche teníamos que haber ido a buscar a las otras negras, como hacíamos habitualmente, pero llegamos tardísimo y nos ganamos una regañina de campeonato, aunque a nosotros nos daba la risa y durante ella, durante el boche, nos mirábamos a los ojos como si hubiéramos estado en el Paraíso. Los demás días fuimos más formales porque ellas no tenían la culpa de nada.

De mi época de colegio me acordaba, claro, y de mi padre y mis hermanos, tampoco había transcurrido tanto tiempo, pero entonces me daba la impresión de que aquello debió de ser en otra encarnación; me parecía que todo aquello había sucedido en otro hemisferio, y eso que no estaba tan lejos, sólo a unos cuantos centenares de kilómetros. Siempre pensaba en cuándo podría volver a casa a ver a Liria, a Cati y a Jonás, y en qué estarían haciendo, pero allí nunca se acababa la temporada, y como en realidad acababa de llegar y no quería quedarme sin aquel empleo tan bueno, procuré no pensar en ello. Lo que hice, un día, fue mandarles una postal. Era una postal en la que, al fondo, se veía mi islita. Se veía a lo lejos pero yo la señalé con el bolígrafo, y tampoco dije gran cosa. Del barquerito no dije nada ―pensé, eso ya lo contaré más adelante―, y les puse mi dirección para que ellos pudieran contestarme, pero al ir a escribir la suya, la de nuestra casa, me di cuenta de que no estaba segura de cuál era, aunque de todas formas se la envié.

Sí, me acordaba mucho de mi vida anterior, de la maestra a la que cortaron el cuello, del ciclón que nos echó la casa abajo, ¿cómo no me iba acordar?, de los pájaros del bosque, de nuestro padre sangrando por las muñecas, de los lápices de colores, ¿cuándo os volveré a ver, hermanos míos?, y hasta de mi etapa de mendiga, y cuando recordaba esto último sonreía. Aquello no había durado mucho, sólo dos meses o tres, y aunque se conseguía bastante dinero, más que allí cocinando, el lugar no admitía comparación porque yo entonces estaba rodeada por completo de mar.

lunes, 17 de noviembre de 2025

ENTREGA 61

 

 

EN LA ISLA

 

Limpiar pescado es fácil, aunque no todo es bueno. Lo peor es ver el enorme montón antes de empezar, resulta agobiante, y también el olor, el olor del pescado en la ardiente cocina de un hotel tropical, aunque peor hubiera sido tener que limpiar pollos de plástico; eso no se debe hacer ni con guantes de alarife. El pescado, si es congelado, es repugnante, aunque si es fresco ya es otra cosa. Cuando metes las manos en un gran pescado que ha estado congelado notas que es blando al tacto, pero te puedes distraer viendo los colores que tienen la cabeza, las agallas, los intestinos. Si tienen huevas es rosa, y si no todo son rojos y marrones. Las escamas se te quedan pegadas a la piel, y por mucho que te laves no se te quitan, y las espinas… Cada vez que te clavas una ves las estrellas, y no digo nada de lo que sucede si el pez es una cabra, que es rojo; entonces la herida se te infecta y te sale un punto marrón. Yo, como soy negra, llegué a tener las manos llenas de puntos azulados, tenía más de cien. Me daba crema, pero aquello servía de poco porque el veneno de los peces tropicales es demasiado poderoso.

Del hotel mejor ni hablar, sobre todo del jefe de cocinas, el vitoco. A los pavitos que venían a trabajar les tomaba medidas en cuanto llegaban, aunque la mayoría dejaba el empleo a los dos meses, era difícil aguantarlo más, pero a nosotras, como no le gustábamos, o no le gustábamos demasiado, lo menos que nos llamaba era prostitutas ―y eso a voz en cuello, le debían de dar ataques de histeria―, y lo demás no lo voy a poner porque la insultada está en la mente de todos, todo el mundo se sabe de sobra los insultos aunque algunos no los digan, unos por miedo y otros porque son educados y tienen un vocabulario más amplio, no tan restringido. Por eso, cuando un día al poco tiempo de estar allí me ofrecieron una de las subsecciones ―porque era negra y aquellos trabajos sólo los podían hacer las que éramos negras o medio negras, dado que la tramoya, el teatro, contaba mucho en las actividades que tenían que ver con el turismo―, dije de inmediato que sí. Aquello incluía salir de la cocina y no volver a ver al marico, y además te ibas a una islita que estaba enfrente. A unos cientos de yardas del hotel había un grupo de diminutas islas, cada una con su playa y sus palmeras, como en las fotos de los catálogos, y en ellas habían construido unas casetas de madera basta y chapas metálicas viejas ―lo mismo podían haberlas hecho con ladrillos, pero aquello quedaba mejor, más auténtico, y a los turistas debía de parecerles el fin del mundo―, y en la caseta había algo parecido a una barra de bar malamente imitada y unos cuantos carteles de colores. Teníamos botellas de ron y toda clase de refrescos y cervezas, y el hielo lo llevábamos por la mañana, en el primer viaje, y duraba todo el día. Así podíamos darles lo que pedían, y casi todos se iban por la tarde disparatando. Acababan con las cervezas, menos los muy finos, que querían mojitos y daiquiris y cosas por el estilo.

El día empezaba por la mañana temprano. Al amanecer te llevaba el barquero en un bote viejo con motor que olía terriblemente a diesel. El barquero era un crío, yo creo que era aún más joven que yo; era un mestizo, pero no sé de qué razas, podría haberlo sido de cualquiera de las conocidas, aunque de negro tenía bastante. Los turistas, casi siempre parejas que buscaban la soledad, llegaban luego, al mediodía. Desembarcaban del bote, se quedaban mirando a su alrededor extasiados y se pasaban el día a remojo. Ellas llevaban unas faldas largas que se quitaban y ponían continuamente y casi todos se bañaban desnudos, aunque algunos se escondían, o medio escondían. Se ve que aquello de que hubiera una negra delante les ponía un poco nerviosos, y eso que yo tenía un aspecto de niña que no podía con él y no despertaban en mí la menor curiosidad. Todo lo contrario, porque lo cierto es que me parecían muy viejos.

Luego, al mediodía, salía del chamizo una negra con un pañuelo y una falda de colorines ―esa era yo―, y entonces el barquero hacía su aparición como si viniera de pescar. Llegaba con cachaza, el motor al ralentí y el pescado en un caldero, ya digo, precisamente como si viniera de pescarlo, pero era mentira; era del que llevaban al hotel, una vez descongelado y tras los convenientes arreglos. Si cogíamos algo, y yo a veces, por la mañana, lo hacía, lo escondía por allí y me lo comía sola; bueno, al barquerito también le invitaba. Cuando se iban los turistas y me quedaba otra vez sola por la tarde, recogiéndolo todo, me lo comía, porque el pescado de aquella parte era buenísimo, no como el que les dábamos a ellos, y eso que se hacían lenguas. Claro, verlo freír en una sartén en una hoguera es algo que impresiona mucho a quien está todo el día y todo el año en una de sus enormes ciudades, porque nosotros hacíamos una hoguera delante del chiringuito echándole mucho teatro, y con una sartén y aceite llenábamos unas grandes fuentes de peces dorados con un aspecto inmejorable. Yo estaba el día entero cocinando como una negra, humo, humo y humo, y poniendo daiquiris y entorchados y asando cocos. A los cocos pequeños, cuando están aún un poco verdes, se les hace un agujero y se tira el sarazo, aunque también te lo puedes beber. Luego se asan entre las brasas de la hoguera, se les deja allí un rato hasta que se hacen, y acto seguido se abren, y lo de dentro, lo blanco, se limpia y corta en gajos que se colocan simétricamente encima de un plato; si lo adornas con más gajos de mango, el éxito está asegurado. A veces, cuando alguien me lo pedía, también hacía un arroz que nos había enseñado a hacer uno de los cocineros del hotel a las negras que estábamos en las islas, un arroz con muchos chipi chipis, guacucos, perlitas y calamares, un arroz con pescado y sobres de colorante. Lo hacía en la hoguera y los primeros días se me quemó demasiado la parte de abajo, pero luego aprendí que si ponía una chapa encima del fuego se hacía mucho mejor y más uniformemente y ya no hubo problemas, a los turistas les gustaba mucho y dejaban unas propinas monumentales. Una vez una rubia, una catira de aquellas, me dio un beso al despedirse, me sonrió y me dijo unas cuantas palabras en una extraña lengua. Las palabras no las entendí pero me dio igual, lo que dijo estuvo muy claro. Era una persona mayor, tendría como cuarenta años, y yo le debí de inspirar sabe Dios qué sentimientos.

ENTREGA 64

    LA NEGRA TRABAJANDO   A los trece años estaba vendiendo helados en una de las islas del archipiélago, porque había ascendido en ...