lunes, 24 de noviembre de 2025

ENTREGA 63

  

EL CACHO MADERA SE ENNOVIA

 El Cacho Madera, después de todas sus aventuras, conoció a una chavala y se ennovió con ella. La chavala se llamaba Álison, aunque también se la conocía como Cincinatti Fireball; esto era un alias de cuando era pequeña y el nombre de una canción muy antigua. Era inglesa, rubia y con los ojos azules, de las que me gustaban a mí, y guapísima. Al Cacho le volvió del revés, tan del revés que desapareció del mapa. Cortó con todos los amigos y conocidos y se cambió de casa y de número de teléfono. Bueno, con todos tampoco. Con el Míster no cortó, con el Míster llevaba muchos años, desde que eran pequeños, y tampoco se veían mucho; el Míster estaba loco, sí, como todos, pero no era químico y se conservaba bien.

―Y esto de Alison, ¿cómo se pronuncia?

―Con el acento prosódico en la primera sílaba, pero se escribe sin tilde. En inglés sucede como en latín: que no existen esos signos.

La novia del Cacho, Alison, la inglesa, aportó una niña, una hija que tenía que se llamaba Sandi. La niña tenía seis años, era muy parecida a su madre y sonreía continuamente, por lo que en seguida hicimos excelentes migas. A mí las niñas me resultaban seres especiales, aquello me sucedió desde siempre, admiraba su fantasía, sus dubitativas expresiones y la facilidad que demostraban para salir por donde menos esperaras, y yo también les gustaba a ellas, era algo mutuo. No sé qué veían en mí, pero se me subían encima en cuanto podían. A Sandi, de todas formas, lo que más le gustó de su nueva vida fue el chocolate con churros. Yo la llevé varias veces a comerlo con Pedrito, y acababa con todos los morros marrones y los ojos en blanco… Sandi, dentro de mi familia, fue como eso que en las novelas llaman un soplo de aire fresco, un capítulo más en nuestra larga historia de mestizaje, y tal encuentro al Cacho también le influyó sobremanera pues me mandó una foto, la primera que me mandaba ―la primera carta dentro de un sobre―, en la que aparecían los tres agarrados de la mano. Por detrás ponía fulano y mengana comunican a ustedes la unión de sus hijos, etc., y un número de teléfono, un número que yo no conocía; ya digo que el Cacho, de repente, cambió de vida.

―Y lo de Sandi, ¿cómo se escribe?

―Cualquiera sabe cómo lo escribía su madre, pero a mí me suena bien así.

Un día Pedrito salió con Javi en la canoa, lo que sucedió cuando Pedrito era pequeño, tendría siete u ocho años. En una apartada zona de la costa, en un islote, cogieron dos huevos de gaviota. Los llevaron a casa y Pedrito y Sandi los incubaron debajo del flexo del ordenador, los colocaron entre algodones en una caja de cartón y el flexo encima; así estuvieron unos quince días. Pedrito y Sandi se turnaban en darles vueltas cada poco tiempo para que la luz les diera por todas partes, y los untaban por fuera con un algodón con agua para que estuvieran frescos; centenares de veces hicieron eso. Al cabo del tiempo los huevos se rompieron…

Las gaviotas vienen al mundo con una bolsa. La llevan en la parte de atrás y, tras la eclosión, vuelven la cabeza con suma habilidad y parece que comen de ella; no sé qué llevan allí, pero es lo primero que hacen. Luego Pedrito las estuvo alimentando durante semanas a base de restos de pescado de la cocina. Más tarde con comida de gatos con agua, comida de gatos con fuerte aroma a salmón, una especie de peladillas y lentejas de colores verdes y marrones, y ya no estaban en casa, vivían en el jardín. Las gaviotas así educadas se convierten en hijos tuyos. Pedrito tuvo dos hijos como estos durante mucho tiempo. Pedrito vivía entonces en la costa y las llamaba pipis, pi pi pi, aunque luego se hicieron pollos. Por la noche las metía en una caja de plástico en el zaguán, junto a la puerta, una caja de botellas de gaseosa, y encima ponía un trozo de moqueta para que no se escaparan; durante el día deambulaban por el jardín. Mientras no tuvieron dos meses no sucedió nada, pero cuando llegaron a esa edad aprendieron a volar y se iban a la playa y se arrimaban a los turistas. Los turistas estaban admirados de que no se espantaran.

―¿Esto es una gaviota?

―Sí, claro.

―No, es que una señora decía que era un águila picapiés.

Las gaviotas picaban en los pies a quienes no les hacían caso. Eran gaviotas acostumbradas a la gente, criadas entre la gente, pi pi pi. Por la noche volvían a casa reclamando su pitanza, de eso no se olvidaron jamás, y dormían en el jardín o en el tejado, pi pi pi… Luego se hicieron mayores y ya no sé qué ocurrió con ellas, supongo que se morirían, que algún día no volverían y…

jueves, 20 de noviembre de 2025

ENTREGA 62

 

 Al acabar la jornada, cuando los turistas se iban con el barquero y me quedaba allí sola hasta el crepúsculo, que él volvía luego a buscarme ―a mí y a las que había en las otras islas―, me metía en el mar, me metía en el agua y me quedaba todo lo que podía. No nadaba, no buceaba, no hacía nada, hacía el muerto, si acaso, y a veces casi me quedaba dormida. Me dejaba arrastrar por la corriente propia de la orilla, me iba mar adentro, y desde allí veía el ocaso, aquel ocaso que era todos los días igual…

Allí comenzó mi comunión con el océano, pero es que en aquella playa olía terriblemente a mar, y no en todos los sitios huele a mar. En Maracaibo, por ejemplo, y su mar negro, y hay mucho, no huele a mar sino a detergente y alquitrán, a aguarrás y manzanito. En la isla, sin embargo, en mi islita, todo olía enormemente a mar, y cuando me bañaba, no sé si decírselo a ustedes…, me daban ganas de bebérmelo, no lo podía evitar, ¿se lo creen? Cuando estaba dentro sentía ganas de bebérmelo todo, tenía necesidad de bebérmelo entero, muy muy lentamente… ¡Yo podría beberte entero, océano mío, de tanto que te quiero…!

Eso es lo que te inspira la solitaria superficie del mar, el océano para ti sola, y toda esa historia de atardeceres y flujos que pueblan las orillas de sus playas, porque, ¿adónde me llevaríais si pudierais, corrientes de la ribera…?

El niño, el barquero, me parecía tan guapo que una noche, antes de volver al hotel y después de pensármelo mucho, me desnudé delante de él a ver qué sucedía. Me desnudé muy despacio. Me quité la falda, luego me quité la franelita y el pañuelo, y luego, como le veía muy atento, me quité todo lo demás y me eché sobre la arena. Él no dijo nada ni hizo nada, pero yo sé que le gustó porque al día siguiente volvió antes, nos estuvimos mirando a los ojos y nos bañamos juntos. Él no era mudo, aunque lo pareciera, pero lo cierto es que no había mucho que decir, el asunto estaba claro, así que al tercer día me empezó a apetecer, de repente, pasar a mayores, y lo cogí por la mano. Él se dejó hacer todo. Lo llevé hasta el agua, lo metí dentro, y yo con él, y primero estuvimos mordiéndonos, al principio flojo y luego más fuerte, y al final acabamos tirados en la orilla haciendo el amor. El niño era como una seda, en la vida he visto algo más suave. Sus abrazos eran sólo un poco más fuertes que la brisa del mar, que las olas que rompían en la orilla y nos mojaban una y otra vez…

Sí, todo esto que cuento es literal, es la mayor de las verdades. Yo dejé mi virginidad en aquella islita, se la llevaron las olas del mar. No tengo ni idea de cómo se llamaba, pero eso no importa. Menos me hubiera gustado que tal suceso hubiera tenido lugar en el excusado de una discoteca o la habitación interior de un hotel, que era lo habitual, lo que hacía todo el mundo. Lo que yo hice fue mucho más divertido, y más sano, que también es importante.

Aquella primera noche teníamos que haber ido a buscar a las otras negras, como hacíamos habitualmente, pero llegamos tardísimo y nos ganamos una regañina de campeonato, aunque a nosotros nos daba la risa y durante ella, durante el boche, nos mirábamos a los ojos como si hubiéramos estado en el Paraíso. Los demás días fuimos más formales porque ellas no tenían la culpa de nada.

De mi época de colegio me acordaba, claro, y de mi padre y mis hermanos, tampoco había transcurrido tanto tiempo, pero entonces me daba la impresión de que aquello debió de ser en otra encarnación; me parecía que todo aquello había sucedido en otro hemisferio, y eso que no estaba tan lejos, sólo a unos cuantos centenares de kilómetros. Siempre pensaba en cuándo podría volver a casa a ver a Liria, a Cati y a Jonás, y en qué estarían haciendo, pero allí nunca se acababa la temporada, y como en realidad acababa de llegar y no quería quedarme sin aquel empleo tan bueno, procuré no pensar en ello. Lo que hice, un día, fue mandarles una postal. Era una postal en la que, al fondo, se veía mi islita. Se veía a lo lejos pero yo la señalé con el bolígrafo, y tampoco dije gran cosa. Del barquerito no dije nada ―pensé, eso ya lo contaré más adelante―, y les puse mi dirección para que ellos pudieran contestarme, pero al ir a escribir la suya, la de nuestra casa, me di cuenta de que no estaba segura de cuál era, aunque de todas formas se la envié.

Sí, me acordaba mucho de mi vida anterior, de la maestra a la que cortaron el cuello, del ciclón que nos echó la casa abajo, ¿cómo no me iba acordar?, de los pájaros del bosque, de nuestro padre sangrando por las muñecas, de los lápices de colores, ¿cuándo os volveré a ver, hermanos míos?, y hasta de mi etapa de mendiga, y cuando recordaba esto último sonreía. Aquello no había durado mucho, sólo dos meses o tres, y aunque se conseguía bastante dinero, más que allí cocinando, el lugar no admitía comparación porque yo entonces estaba rodeada por completo de mar.

lunes, 17 de noviembre de 2025

ENTREGA 61

 

 

EN LA ISLA

 

Limpiar pescado es fácil, aunque no todo es bueno. Lo peor es ver el enorme montón antes de empezar, resulta agobiante, y también el olor, el olor del pescado en la ardiente cocina de un hotel tropical, aunque peor hubiera sido tener que limpiar pollos de plástico; eso no se debe hacer ni con guantes de alarife. El pescado, si es congelado, es repugnante, aunque si es fresco ya es otra cosa. Cuando metes las manos en un gran pescado que ha estado congelado notas que es blando al tacto, pero te puedes distraer viendo los colores que tienen la cabeza, las agallas, los intestinos. Si tienen huevas es rosa, y si no todo son rojos y marrones. Las escamas se te quedan pegadas a la piel, y por mucho que te laves no se te quitan, y las espinas… Cada vez que te clavas una ves las estrellas, y no digo nada de lo que sucede si el pez es una cabra, que es rojo; entonces la herida se te infecta y te sale un punto marrón. Yo, como soy negra, llegué a tener las manos llenas de puntos azulados, tenía más de cien. Me daba crema, pero aquello servía de poco porque el veneno de los peces tropicales es demasiado poderoso.

Del hotel mejor ni hablar, sobre todo del jefe de cocinas, el vitoco. A los pavitos que venían a trabajar les tomaba medidas en cuanto llegaban, aunque la mayoría dejaba el empleo a los dos meses, era difícil aguantarlo más, pero a nosotras, como no le gustábamos, o no le gustábamos demasiado, lo menos que nos llamaba era prostitutas ―y eso a voz en cuello, le debían de dar ataques de histeria―, y lo demás no lo voy a poner porque la insultada está en la mente de todos, todo el mundo se sabe de sobra los insultos aunque algunos no los digan, unos por miedo y otros porque son educados y tienen un vocabulario más amplio, no tan restringido. Por eso, cuando un día al poco tiempo de estar allí me ofrecieron una de las subsecciones ―porque era negra y aquellos trabajos sólo los podían hacer las que éramos negras o medio negras, dado que la tramoya, el teatro, contaba mucho en las actividades que tenían que ver con el turismo―, dije de inmediato que sí. Aquello incluía salir de la cocina y no volver a ver al marico, y además te ibas a una islita que estaba enfrente. A unos cientos de yardas del hotel había un grupo de diminutas islas, cada una con su playa y sus palmeras, como en las fotos de los catálogos, y en ellas habían construido unas casetas de madera basta y chapas metálicas viejas ―lo mismo podían haberlas hecho con ladrillos, pero aquello quedaba mejor, más auténtico, y a los turistas debía de parecerles el fin del mundo―, y en la caseta había algo parecido a una barra de bar malamente imitada y unos cuantos carteles de colores. Teníamos botellas de ron y toda clase de refrescos y cervezas, y el hielo lo llevábamos por la mañana, en el primer viaje, y duraba todo el día. Así podíamos darles lo que pedían, y casi todos se iban por la tarde disparatando. Acababan con las cervezas, menos los muy finos, que querían mojitos y daiquiris y cosas por el estilo.

El día empezaba por la mañana temprano. Al amanecer te llevaba el barquero en un bote viejo con motor que olía terriblemente a diesel. El barquero era un crío, yo creo que era aún más joven que yo; era un mestizo, pero no sé de qué razas, podría haberlo sido de cualquiera de las conocidas, aunque de negro tenía bastante. Los turistas, casi siempre parejas que buscaban la soledad, llegaban luego, al mediodía. Desembarcaban del bote, se quedaban mirando a su alrededor extasiados y se pasaban el día a remojo. Ellas llevaban unas faldas largas que se quitaban y ponían continuamente y casi todos se bañaban desnudos, aunque algunos se escondían, o medio escondían. Se ve que aquello de que hubiera una negra delante les ponía un poco nerviosos, y eso que yo tenía un aspecto de niña que no podía con él y no despertaban en mí la menor curiosidad. Todo lo contrario, porque lo cierto es que me parecían muy viejos.

Luego, al mediodía, salía del chamizo una negra con un pañuelo y una falda de colorines ―esa era yo―, y entonces el barquero hacía su aparición como si viniera de pescar. Llegaba con cachaza, el motor al ralentí y el pescado en un caldero, ya digo, precisamente como si viniera de pescarlo, pero era mentira; era del que llevaban al hotel, una vez descongelado y tras los convenientes arreglos. Si cogíamos algo, y yo a veces, por la mañana, lo hacía, lo escondía por allí y me lo comía sola; bueno, al barquerito también le invitaba. Cuando se iban los turistas y me quedaba otra vez sola por la tarde, recogiéndolo todo, me lo comía, porque el pescado de aquella parte era buenísimo, no como el que les dábamos a ellos, y eso que se hacían lenguas. Claro, verlo freír en una sartén en una hoguera es algo que impresiona mucho a quien está todo el día y todo el año en una de sus enormes ciudades, porque nosotros hacíamos una hoguera delante del chiringuito echándole mucho teatro, y con una sartén y aceite llenábamos unas grandes fuentes de peces dorados con un aspecto inmejorable. Yo estaba el día entero cocinando como una negra, humo, humo y humo, y poniendo daiquiris y entorchados y asando cocos. A los cocos pequeños, cuando están aún un poco verdes, se les hace un agujero y se tira el sarazo, aunque también te lo puedes beber. Luego se asan entre las brasas de la hoguera, se les deja allí un rato hasta que se hacen, y acto seguido se abren, y lo de dentro, lo blanco, se limpia y corta en gajos que se colocan simétricamente encima de un plato; si lo adornas con más gajos de mango, el éxito está asegurado. A veces, cuando alguien me lo pedía, también hacía un arroz que nos había enseñado a hacer uno de los cocineros del hotel a las negras que estábamos en las islas, un arroz con muchos chipi chipis, guacucos, perlitas y calamares, un arroz con pescado y sobres de colorante. Lo hacía en la hoguera y los primeros días se me quemó demasiado la parte de abajo, pero luego aprendí que si ponía una chapa encima del fuego se hacía mucho mejor y más uniformemente y ya no hubo problemas, a los turistas les gustaba mucho y dejaban unas propinas monumentales. Una vez una rubia, una catira de aquellas, me dio un beso al despedirse, me sonrió y me dijo unas cuantas palabras en una extraña lengua. Las palabras no las entendí pero me dio igual, lo que dijo estuvo muy claro. Era una persona mayor, tendría como cuarenta años, y yo le debí de inspirar sabe Dios qué sentimientos.

jueves, 13 de noviembre de 2025

ENTREGA 60

 

 

CARINA

 

Eduardo y yo ―a Eduardo le llamaban el guarro y también le llamaban Eduguá; a mí me gustaba más lo de Eduguá y siempre se lo decía― estábamos una tarde en un bar, debía de ser un viernes, sentados ante una mesa. Había mucha gente haciendo de todo, metiéndose mierdas, viendo un partido, medio gritando otros que bebían chiquitos, cuando entró una panda de tíos. Uno era gitano y viejo, otro muy alto y rubio, y se colocaron en el extremo opuesto. Eduguá estaba de espaldas y no los vio, pero desde que entraron empezó a rebullir en la silla y a mirar hacia los lados, me pareció que notó algo; yo tampoco me fijé mucho porque estaba con él y por aquellos tiempos me tenía sorbido el seso, me fijé luego.

A Eduguá se lo quité yo a Carla. Bueno, se lo quité… No debería decir eso porque yo nunca le he quitado nada a nadie; se vino conmigo. La nochevieja pasada hizo una fiesta en su casa y fuimos todos. Al final, no sé cómo, que es lo que sucede siempre, acabamos en la cama. Carla entró y nos pilló, y armó bastante follón. Luego venía a casa, como siempre había venido, y a mí ni me miraba, no me hablaba, pero se le pasó pronto, en cuanto se fue de camping un fin de semana ―esto debió de ser por marzo― con un amigo que tenía que se llamaba el coreano. De Vicente, su antiguo novio, ya ni se acordaba. Cuando volvió del fin de semana venía sonriendo de oreja a oreja y nos contó todo lo que había hecho, todo; en cuanto se enrolló con el coreano volvió a hablarme.

―Esta es Carina ―dijo Eduguá refiriéndose a mí, y el rubio me dio un beso.

Me tuve que empinar porque era muy alto, aunque en realidad ni me vio (el hermano de Eduardo era de los que hacen que a las mujeres ni las ven), y el gitano viejo me guiñó un ojo. Luego se sentaron con nosotros, a la misma mesa.

 

 

Cuando nos encontramos allí, en aquel bar, cuando él vino por detrás y me dio en la espalda, yo ya sabía quién era. Hay poca gente que te pueda dar en la espalda y tú le reconozcas. Yo me puse tan contento que le di un abrazo, y luego nos dijimos, oye, dónde andas, llámame, pero el Cacho, que también se había puesto muy contento, me dijo, bueno, vale, pero esto hay que celebrarlo, ¿y si echamos unos dados?, así que estuvimos jugando a eso de mata tres cuatros, ¿qué era?, tres cuatros de dos, dos perdidas paga, y hablando de todo lo que se nos ocurrió durante mucho rato. Al final perdió él, como cuando éramos pequeños, pero aquella vez no se enfadó. Torció un poco el gesto, con su típica cara de mal perdedor, pero se limitó a poner los pies encima de una silla, relajarse y juntar las manos, y siguió hablando. Me contó que le querían echar del sitio en donde vivía, porque él también se había ido de casa, la de siempre, y tenía otra. No, venga a recoger sus cosas pasado que mañana tengo que ir a trabajar; no, ni hoy ni mañana puede ser; eso le dijo la rentera. A mí aquello me sonó a chino, vamos, a cuerno quemado, y además el Cacho ponía una cara de disgusto como si fuera verdad; a lo mejor es que era verdad. El Cacho era de lo más desgraciado. Casi siempre te contaba calamidades que le ocurrían, y se lo tomaba muy a pecho. Yo creo que debería haber sido más optimista, sobre todo dadas sus circunstancias, pero en esta vida cada uno es como es.

El Cacho Madera era alto y rubio, bastante más alto que yo, como la abuela Tente, y en aquella época todavía estaba cachas, aún no se le notaba demasiado lo de la química, sólo se bebía los botellines de un trago. El Cacho Madera, además, ya no iba con el capo gitanieri, había cortado con él. Después de la historia del supermercado aún le vio algunas veces, pero tenían líos de dinero. Yo no sé cómo se podían tener líos de dinero con el Cacho, que además de estar forrado era sumamente desprendido, pero los tuvieron. Luego, un día de más adelante, cuando las cosas estaban ya muy enredadas, el Cacho le trabó peinándose el bigote con su cepillo de dientes. Él no es que fuera muy fino, no, pero aquello fue la puntilla, le llegó hasta dentro; por lo visto hubo una bronca de campeonato y allí se acabó semejante amistad, o lo que fuera. El gitano que llevaba entonces al lado era más presentable. Para empezar, era más joven, no era viejo del todo. Pertenecía a una de esas sectas cristianas que tanto abundan y tocaba la guitarra de puta madre, todo esto según el Cacho. Cuando se fueron, al cabo de un buen rato, le guiñé un ojo. Él ya sabía que podía contar conmigo, pero por si acaso.

 

 

Luego se fueron y Eduardo me estuvo contando historias de su hermano. El Cacho también jugó al baloncesto, dijo, como la abuela Tente, Tentenelaire, me gusta ese nombre, esa palabra, me encanta escribirla, para eso era tan grande, pero sólo jugó en el colegio, luego se desentendió. Si hubiera seguido hubiera acabado en la selección o en un sitio por el estilo. Bueno, de eso se salvó. Los deportistas se mueren jóvenes, les falla el corazón. La gente grande lo tiene más fácil, casi nada les da miedo, pero el corazón trabaja mucho; no se puede tener todo, ya se sabe. Eso me dijo.

Aquella noche, después del bar, como no sabíamos qué hacer, nos fuimos a ver a Javi, Javi es mi primo, él me llama prima, la verdad es que Javi es genial, y cuando estábamos fumando hierba en su estudio, como a las dos de la mañana, oímos un ruido en la calle, un ruido muy fuerte, como si se hubiera caído un andamio. Fuimos a la ventana, y enfrente había una peletería de mucho lujo que tenía un cierre metálico por el que se había metido un coche. Yo creí que había sido un accidente, pero qué va. Al cabo de un momento salieron corriendo dos tipos con un montón de abrigos, se metieron en el coche ―que iba medio ardiendo, aunque andaba―, dieron marcha atrás haciendo todo el ruido que pudieron, incluso tocando la bocina, y salieron disparados calle adelante. Al cabo de otro rato, que nosotros todavía nos estábamos riendo con el fondo de la alarma de la tienda, apareció uno de esos coches oscuros de la policía con la sirena a toda máquina. Pararon delante, entraron dos polis corriendo…, sí, corred, corred, dijo Javi, pero también se confundió, porque lo que hicieron fue salir con más abrigos que guardaron en el maletero, montar en el coche y escapar por donde lo habían hecho los anteriores. Luego, al cabo de bastante tiempo, cuando se habían apagado los ecos del doble atraco, aparecieron otros policías, pero aquello ya no tuvo mayor interés. Nosotros lo vimos desde un tercero. Por allí había mucha gente mirando desde las ventanas, pero nadie dijo nada.


ENTREGA 63

    EL CACHO MADERA SE ENNOVIA  El Cacho Madera, después de todas sus aventuras, conoció a una chavala y se ennovió con ella. La chavala s...