lunes, 29 de diciembre de 2025

ENTREGA 73

 

Una de aquellas noches, la última vez que lo vi, ¡quién me iba a decir que aquella iba a ser la última vez que lo viera!, llegó a casa muy tarde y con los ojos rojos, parecían dos semáforos. Con seguridad que habría estado con Bill, y este le ponía bien, es decir, que le metía en el cuerpo tal cantidad de sustancias que su latente esquizofrenia alcanzaba niveles de hospital, así que entró dando gritos y portazos. Frankie (o Johnnie) venía con la libido desatada, como si de repente se hubiera vuelto loco. Yo estaba en la terraza, leyendo un libro que me había comprado y que a él no le gustaba nada.

―Lo único que te satisface ―me dijo una vez―, negra de mierda ―y eso que yo era muy guapa y alta y aún no había cumplido quince años―, son los idiomas extranjeros ―y apretaba los dientes.

Si hubiera podido me habría estrangulado, pero no podía, por lo menos de una manera cómoda. Frankie (o Johnnie) no era tan fuerte como para poder conmigo, y además tenía pánico a la ley de su nación.

―Este es un país de orden. A los delincuentes aquí sabemos cómo tratarlos, apréndetelo bien. Si me desobedeces, ya sabes dónde vas a acabar.

Desde los tiempos de la isla de los helados las cosas habían cambiado muchísimo, como se puede ver, y eso que sólo habían transcurrido unos meses, pero no voy a regalar a nadie con nuestras conversaciones, sobre todo que eran monólogos, los míos, porque él no decía más que groserías e insensateces.

Aquella noche, la última vez que lo vi, después de un nuevo discurso sobre los valores morales propios de la sociedad occidental, una vez que hubo descargado parte de su rabia en un mar de insultos, se empeñó en repetir la pantomima del parque, ya saben ustedes, él me dejaba allí, daba unas vueltas con el coche y volvía, yo tenía que hacerme la encontradiza y salir huyendo. Lo que sucedía a continuación no constaba en el programa, lo mismo podía haberme atropellado, porque cuando se cargaba mucho se ponía completamente fuera de sí, pero en aquella ocasión no hubo que lamentar ninguna desgracia personal. Dejé que me persiguiera unos cuantos minutos y luego me caí al borde de la carretera, jadeante, como él quería. (Yo no estaba cansada pero había que echarle teatro, y en aquellas ocasiones me acordaba mucho de mis hermanos; la razón no la conozco, pero el caso es que era así.) Luego detuvo el coche, se puso unos guantes negros ―este detalle describe bien al personaje―, se bajó, me cogió por los pelos y me arrastró dentro, me metió a empujones. También le vi la intención de darme una patada, pero se la paré con el tacón del zapato y él soltó un aullido porque se dio en la espinilla; todo esto en un parque nocturno y solitario. A continuación me tumbó en el asiento de atrás y se me tiró encima. No era de los que se molestaban en desvestirte. Te arrancaba la ropa que le estorbara, se te echaba encima, te agarraba por las muñecas y se meneaba como si le hubieran dado cuerda. Luego, acto seguido, a los dos minutos, aunque a veces a los quince segundos, dependiendo de lo descompuesto que estuviera, organizaba un concierto de aullidos que duraba otros quince segundos, sobre poco más o menos, tras lo cual dejaba caer pesadamente la cabeza sobre mi cuello y recuperaba el resuello con enormes aspavientos. Aquel día cumplió. Como debía de estar muy borracho, el tiempo de actuación estuvo entre dos y tres minutos, que era casi un récord, y cuando empezaron los chillidos…, ¡oí golpear con un objeto metálico en la ventanilla! El susto que me llevé fue de los que se tienen pocas veces. Entre el coro de gemidos miré hacia arriba, y fuera del coche vi una gorra de plato; luego, otra…

Los guardias nos sacaron a gritos, apuntándonos con las pistolas y a empellones, a él con los pantalones abajo y a mí con las faldas por la cintura y la entrepierna chorreando. Nos pusieron de espaldas, con las manos sobre el capó y las piernas separadas, y nos cachearon. Eso de que a veces patrullan mujeres policías puede que sea verdad, pero yo allí no vi ninguna. También hay que tener en cuenta que yo no tenía mucho que ocultar, y que aquellos dos gordos medio rubios con gafas oscuras debían de ser racistas porque casi ni me tocaron; seguramente les daba asco. Luego empezaron a hablar por teléfono y a pedirnos papeles y números. Frankie (¿o Johnnie?) sacó los suyos, y yo puse cara de póker y de hacer como que no entendía y me llevé la primera bofetada. A continuación canté todo. Como no tenía allí el pasaporte, que además era falso, dije medio lloriqueando que me llamaba de alguna extraña manera que no recuerdo, que tenía quince años y que aquel era mi novio. ¡Imagínese usted lo que pensarían de nosotros aquellos dos policías de un país en el que el simple hecho de pasear se mira muy sospechosamente!

Cualquiera que haya estado en los USA sabe que gran parte de este pueblo tiene extrañas ―extrañas, bárbaras y rancias― ideas sobre las cuestiones que afectan a la actividad sexual, y yo, que por aquellos entonces era totalmente novata en lo que a semejante clase de asuntos se refiere, acababa de decir lo peor que podía haber dicho, lo peor para él, se entiende, así que supongo que le acusarían de estupro, de violación, de pederastia, de fornicación ilegal o de abuso de poder, los gringos son muy dados a poner nombres a las cosas, allí el que la hace la paga, pero la verdad es que no sé qué le sucedió porque no lo he vuelto a ver.

jueves, 25 de diciembre de 2025

ENTREGA 72

 

 Nosotros no teníamos teléfono en casa, mis hermanos, quiero decir, y en Maracaibo, pero hacía casi dos años que yo me había ido de allí, y a lo mejor… Llamé a una central telefónica de ese país y pregunté por todos los López que había en Maracaibo, lo que no se debe hacer nunca. La chica con la que hablé era muy simpática y me contó que estaban en estado de sitio y que en Maracaibo había muchísimos López, ¿no sabes ninguna calle?, y yo le dije la calle, del número no estaba segura y le dije varios, así que me dio un montón de números a los que estuve llamando toda la mañana sin conseguir nada. De las personas con las que hablé nadie conocía a una chica negra que se llamaba Liria y tenía dos hermanos. Alguien me dijo, sí, espere un momento que voy a preguntar a la vecina, me tuvo allí diez minutos y luego me contó una historia acerca de una señora mayor que yo no sé quién era, y es que decir López tampoco es decir mucho. Mi genial idea, como otras que tuve más adelante, no funcionó.

En aquel plan estuvimos los primeros meses, con frecuentes y sordos altercados, aunque también se dieron ciertos períodos de calma. Algunas veces me llevó a exhibirme ante sus amistades, porque estaba muy orgulloso de su conquista y quería que me viera todo el mundo, pero no decía mi edad, no sé si es que no la sabía o que no se atrevía. Bueno, debía de ser que no la sabía porque yo no recuerdo habérsela dicho, y él tampoco tenía mucha imaginación ni miraba nunca a las rodillas, no se fijaba en esos detalles. A su familia ni me la presentó. Yo alguna vez se lo dije, oye, ¿no te acuerdas de que me ibas a llevar a la casa de tus padres? En la casa de sus padres había piscina, eso decía, y yo sólo las había visto en las películas, en las series americanas de televisión. Yo nunca había visto una piscina en directo, únicamente las de los hoteles de mi país de adopción, pero siempre estaban llenas de gente y no era lo mismo. Lo que yo quería ver era una particular, y bañarme sola, si podía ser, de forma que se lo recordé en un par de ocasiones, pero se excusó con razones de esas que todos sabemos que no significan nada y, la verdad, teniendo en cuenta lo que sucedió luego, al final se me olvidó.

Cuando ya llevaba allí varios meses, yendo casi todos los días a la playa y preguntándome qué iba a ocurrir a continuación, la situación comenzó a degenerar. Primero empezó a salir solo por la noche, a mí no me llevaba, y eso que las discotecas de aquella ciudad me gustaban mucho. Eran buenísimas, con muchísimas luces y unos altavoces que te destrozaban los tímpanos. Yo, en cuanto podía, me pasaba las horas de la noche bailando mientras él hablaba en la barra con la gente; hablaba, bebía, y entre copa y copa se metía todo lo que tuviera a su alcance. Yo algo también, claro, porque era muy joven y los materiales que barajaban en aquel país eran muchísimo mejores que el aguarrás de las discotecas de Maracaibo, pero yo no abusaba en absoluto sino que lo único que hacía era bailar y luego me iba a la cama tan fresca; él sí, y de algunos conocidos suyos no digo nada porque no se debe hablar mal de los ausentes. Bueno, sí, algo sí podría decir. Había uno que me miraba, no mucho pero siempre estaba con bromas, y también le gustaba bailar y hablar español. Era un chico muy simpático, y hasta guapo; lástima que no lo vi muchas veces, aunque para mí era un poco pequeño porque sólo me llegaba por el hombro.

Luego, después de unas semanas de desaires, se le empezaron a ocurrir ideas. ¿Hacemos lo que hacía con mi novia la de Indianápolis? Lo que hacía con su novia la de Indianápolis era la comedia de que no se conocían, se citaban en lo oscuro, en la calle, en el parque, y él hacía como que ligaba con ella, ella también, se hacían los encontradizos, y la primera vez fue hasta divertido. Nos disfrazamos y lo pasamos muy bien, pero luego los acontecimientos se fueron torciendo, y se torcieron tanto que la tercera vez me partió un labio, el de arriba, y me lo partió de un guantazo que no vi venir y no pude parar. Él era sumamente bestia, y cuando andaba con juegos convenía estar prevenida.

Después de aquello, lo primero que se me ocurrió fue largarme, desaparecer, pero no me atreví porque no sabía adónde ir. Podría haberme ido al oeste haciendo auto stop, go west!, que decían los antiguos, pues por lo que pude oír California debía de ser algo parecido a la tierra prometida, pero no me atreví; a los catorce años no se tienen muchos recursos y yo era especialmente torpe. Si hubiera pasado hambre es casi seguro que algo habría hecho, claro, porque ya se dice que con el estómago no se puede discutir, pero como después de todo ―y si salvamos algunas de las aventuras que he narrado― no vivía mal, no hice nada; sólo que me puse a sisar dinero y a guardarlo, guardaba todo lo que podía y llegué a tener suficiente para coger el avión de vuelta a casa… Sin embargo, tampoco lo hice. Lo fui posponiendo, y no es que el lugar me atrajera ni me faltaran ganas de volver a ver a mi familia, pero a veces cuesta arrancar de determinadas situaciones y yo era especialmente acomodaticia, de forma que dejé que transcurriera el tiempo y los sucesos propios de la vida me arrastraran con su eterno girar…

lunes, 22 de diciembre de 2025

ENTREGA 71

  

LA NEGRA ATERRIZA EN EL PRIMER MUNDO

 

Yo no tenía ni idea de adónde íbamos, entonces no tenía ni idea de geografía, en el colegio no me había interesado nada, pero como lo vi desde lo alto pude hacerme una cierta idea. Fuimos a un lugar habitado que estaba en el extremo de una gran península. Esta gran península era la Tierra de la Pascua Florida de los españoles, lo que no deja de ser una forma sumamente barroca de referirse a aquel lugar porque casi todo el territorio está constituido por pantanos llenos de caimanes, y esto también podría aplicarse a algunas poblaciones.

Frankie, o Johnnie, o sea, el gringo, vivía en un apartamento que estaba en una de las calles principales. La playa distaba cinco minutos escasos, y para ir hasta ella sólo transitabas por sitios de superlujo. Las calles lucían muy limpias, y los canales no digamos, aquello parecía una ciudad acuática, eso sí me llamó mucho la atención los primeros días, al llegar, pero luego tuve tiempo de darme cuenta de que no todo era igual. Algunas veces íbamos a casa de uno que tenía una moto alargada y vendía polvos y otras cosas por el estilo, y en donde él vivía, el ambiente se parecía más a lo que yo conocía de mi vida anterior. El apartamento era pequeño pero tenía bañera, tenía hasta cortinas en las ventanas, y yo, al principio, me divertí explorándolo. Los primeros días, además, me llevó de compras y me compré toda la ropa del mundo, sobre todo biquinis y ropa interior como nunca había visto, aunque él la llamaba ropa interior… Yo siempre fui muy desconfiada, y cuando estaba allí, en la tienda, ya sabía que aquello iba a acabar mal; yo nunca he creído en milagros.

Al principio, durante las primeras semanas, hicimos una vida normal. Él se iba a trabajar por la mañana temprano, y yo, a veces, me quedaba en la cama escuchando los helicópteros, porque en aquella ciudad había muchísimos helicópteros; otras veces en la bañera, mirando a los azulejos de la pared y al cielo azul que se veía por la ventana, y otras, las más, me iba a una playa que estaba a diez minutos andando y me pasaba el día inmersa en sus olas. Las playas de aquel lugar eran muy grandes, muy largas y limpias, con paseos marítimos llenos de palmeras y muchos coches aparcados, coches muy buenos; debían de ser los coches de la mafia, porque aquel lugar tenía fama de vicio, o eso decían en la televisión. Como yo era alta y llevaba unos trajes de baño muy bonitos, los melenudos me decían toda clase de cosas y me invitaban a latas de refrescos y a montar en sus tablas. Uno de ellos me llevó un día a ver un acuario gigantesco. Era un tipo que me pareció muy mayor y llevaba el pelo larguísimo, pero se portó muy bien; estuvo todo el tiempo mirándome y dándome explicaciones sobre los nombres de los peces… Es curioso esto: sólo fueron ellos quienes se dirigieron a mí, los que llevaban el pelo largo y rizado y estaban el día entero trasegando objetos entre el mar y sus camionetas. A mí siempre me gustaron mucho más los componentes de la tribu de los pelos enmarañados que los pulcros, los que iban con unos calzoncillos ridículos y se daban cremas, también solían llevar gafitas y el pelo bien recortado, medio de punta; cuando se metían en el agua daban saltitos como si se quemaran, y luego se montaban en aquellos descapotables blancos y se iban haciendo rechinar los neumáticos. Johnnie, o Frankie, era más de estos últimos, aunque él no tenía tanto dinero como los de la mafia.

Cuando volvía a casa por la tarde, antes de que él lo hiciera, preparaba comidas alucinantes. Allí aprendí, leyendo las revistas, a hacer sopas como la rusa, que es de yogur, pepino y menta y está buenísima, o el gazpacho. (Esta palabra es difícil de pronunciar para un descendiente de anglosajones, casi más difícil que Valladolid.) Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta de que mis esfuerzos, por lo que a él se refería, eran vanos. Probó algunas de aquellas mezclas, y yo creo que incluso se esforzó un poco, pero en seguida volvió a sus antiguas costumbres, la comida de su madre, su madre sí que sabía cocinar, vamos, eso decía, de forma que pedía por teléfono alas de pollo o hamburguesas en torre con patatas metidas en una bolsa de papel. Yo intenté freír patatas en una freidora diminuta que había en la cocina, freírlas bien, como me habían enseñado, al principio despacio y luego deprisa, y bien cortadas. Freidoras había visto muchas en la cocina de mi primer hotel, claro, pero lo que no se me había ocurrido es que también las hubiera pequeñitas y una en cada casa. Yo, al principio, fui de sorpresa en sorpresa, pero como era muy pequeña y no había tenido tiempo de ver mundo, ello no es para extrañarse.

Bueno, pues aquello tampoco resultó porque él prefería las que se pedían por teléfono, supongo que para enojarme, porque entonces ya estaba de lo más antipático, y en realidad no las comía sino que las devoraba, y hasta con las manos. En nuestra casa había toda clase de utensilios para estas labores, para comer, pero se puede entender que no los utilizara porque para masticar plástico no son necesarios, sobre todo si es plástico bien embadurnado de la líquida salsa roja del Capitán América. Este era un individuo de nariz aguileña que lucía una chistera con la bandera de su nación y te señalaba con el dedo desde la etiqueta de la botella. La botella era de plástico y su contenido olía a vinagre, y a quien te dije le chorreaba por las comisuras de la boca mientras masticaba, porque como estaba muy molesto la tenía fruncida.

―¿Dónde estaréis ahora mismo, hermanos míos? ―me empecé a decir una mañana en que rarísimamente estaba nublado, y como tenía allí un teléfono, ideas antes insospechadas comenzaron a afluir a mi cabeza.

jueves, 18 de diciembre de 2025

ENTREGA 70

  

Cuando la nueva estación apareció en escena y por occidente comenzaron a aparecer los nubarrones que presagiaban el otoño, estación propicia para la acostumbrada migración a los mares del sur, llegó el temido momento de la separación ―me refiero a Proserpina―, porque las manadas de cachalotes se funden y pasan largas temporadas juntas, sí, pero ello no es eterno, y cuando de irrevocable manera se presenta el trance del alejamiento, se producen fenómenos de todo tipo. Algunas veces, por ejemplo, ocurren intercambios de miembros que se desplazan de un grupo a otro, lo que es frecuente y he presenciado en ocasiones… Mi idea ―seguro que más de uno lo ha imaginado― era que ella se quedara con nosotros, y así se lo propuse.

―Aquí estarás bien. Nuestra manada es pródiga en recursos y yo cuidaré de ti ―argumento que yo creí sería de su agrado―. La gran escuela de la vida pasa por la diversidad ―razonamiento que me pareció irrefutable…, pero no había contado con las ataduras que todos tenemos, las llamadas de la sangre, las cadenas del código genético.

―Pero ¿y mi madre y mis hermanos? ―dijo―. Me costará separarme de ti, pero, si permanezco aquí, ¿los volveré a ver? ¿Debería quedarme contigo a costa de perder a mi familia? ―y yo tuve que agachar la cabeza, apartar la vista y comenzar a admitir mi derrota, derrota que había de serlo en toda regla.

Mis argumentos finales, tan manoseados, se aferraron a lugares muy comunes. Yo titubeé antes de decirlo, aunque lo dije.

―¿Y Esquilina? ¿Y Severo? Ellos se irán con vosotros, lo he oído contar… ―y ella no respondió.

Se sumergió mansamente y me dejó allí, con la palabra en la boca, aturdido y confuso.

El día de la partida amaneció nublado y con un aspecto que presagiaba la llegada de las primeras tormentas; yo ya sabía lo que iba a suceder. Las despedidas comenzaron muy temprano porque los nuevos lazos de amistad habían sido muchos, profundos y duraderos, pero todo ello no me interesó nada. Sí, me despedí de varios de mis camaradas de aventuras, que enterados de mis cuitas lo hicieron apresuradamente y con cierto desconcierto mal disimulado ―actitud que agradecí―, y luego, mirando de reojo a mi alrededor y sin apresurarme, procuré colocarme en donde ella, atareada en los ritos que describo, me viera de manera indistinta, porque en todo momento me quedó la esperanza de un posible cambio de planes a última hora.

Su manada arrancó majestuosamente, con los exploradores, grupos de revoltosos solteros, al frente. Ante nosotros desfilaron cientos de enormes seres que nos saludaban por última vez, quién con sus zambullidas y quién haciendo alarde de la potencia de sus chorros. Ante nosotros vi transitar aquella mañana a mis amigos de los últimos meses, las madres, los jóvenes y algunos bebés, pues aunque no es en estos lugares en donde suelen tener lugar la mayoría de los alumbramientos, estos también pueden producirse, y aquel verano se habían dado varios casos, mientras, ¿no lo adivinan?, Proserpina remoloneaba nadando perezosamente alrededor de mí ―¿había decidido quedarse o quería que yo la acompañara?― , y luego, cuando la primera de las manadas se hubo alejado, nos tocó el turno a nosotros. Precedidos por los guías comenzó la lenta migración hacia las fosas oceánicas en las que invernábamos, y en donde nos esperarían, como todos los años, los machos, nuestros padres.

Yo me escabullí, dejé transitar una fila tras otra, me aparté, y con ella dando vueltas a mi alrededor salí de la corriente de mi propio grupo. Nadie dijo nada, nadie nos miró, sino que la lenta migración tomó su determinado rumbo hacia el horizonte. Pausadamente, durante la mañana, desfilaron todos mis conocidos en medio de mugidos sin cuento ni razón. Algunos postreros saltos y coletazos se alejaron hacia poniente, y al final, cuando cada manada se había encaminado en una dirección diferente y sólo se vislumbraban sus artificiales rastros químicos y menguados surtidores en la más lejana de las lejanías, allí seguíamos nosotros, solos en medio del enorme océano, mirándonos, nadando en círculo y sin atrevernos a dar el paso definitivo o determinarnos por una dirección u otra. La indecisión nos duró el resto de la mañana, hasta que al fin, angustiado, hube de forzarme y empujarla. Sí, a empujones la hice irse, suavemente al principio, aunque a cada momento con mayor empeño. Ella no se decidía, pero yo la obligué.

―Vete, vete con tu grupo, vete con los tuyos. Pese a que el océano es muy ancho la vida también es muy larga, y lo más probable es que volvamos a encontrarnos muchas veces sobre las crestas de las olas. Nada hacia el horizonte, ahora que estás a tiempo, y no me mires más.

Con gran esfuerzo adopté la mejor expresión que pude y ella lo entendió… ¿Lo entendió? Después de una última de aquellas sus miradas volvió la cabeza y al fin se sumergió, esfumándose entre la espuma. Antes de desaparecer definitivamente aún volvió la cara varias veces más, pero luego no la volví a ver, aunque permaneciera largo rato sondeando los alrededores.

Yo me quedé allí, bajo aquel cielo gris, en medio de la marina inmensidad, nadando y nadando en círculo, solo sobre las aguas y gimiendo hasta el infinito…

―Proserpina, ¿para qué viniste…?

Mis aullidos debieron de llegar hasta la cercana costa, y alguno de esos pescadores que las pueblan seguramente se dijo,

―Estos cachalotes, ¿tendrán ellos mal de amores…? Esos bramidos bien parecen indicarlo.

Los pescadores suelen ser jóvenes, que son los que padecen estos trances. No hay pescadores mayores, al menos encaramados en los riscos de las costas, y si los hubiera, es casi seguro que se reirían de las eternas querellas de los afectos.

Luego, por la tarde, triste y cansado y con la luz cambiante, retomé el rumbo que desde un principio debía haber elegido, y siguiendo sus huellas alcancé a la manada cuando el sol estaba a punto de ocultarse más allá del horizonte.

No sé, en realidad, de qué se sorprenden. Todo esto que he narrado es lo habitual entre los individuos jóvenes de las manadas de cachalotes, y tengo entendido que aproximadamente lo mismo sucede en muchas otras especies.

lunes, 15 de diciembre de 2025

ENTREGA 69

 

 

El encuentro y la mezcla de dos manadas diferentes es uno de los acontecimientos más aparatosos que imaginarse quepa. Primero tiene lugar el contacto entre las avanzadillas con enorme despilfarro de mugidos y chasquidos de alegría, avisos de lo que va a sobrevenir, y luego, durante horas, vas viendo desfilar a tu alrededor caras y más caras, unas conocidas aunque las más nuevas, personajes de fábula, amigos olvidados de remotos mares, compinches de pasadas fechorías, también compañeros de algún antiguo y submarino festín, grupos de precoces y curiosas hembras, la variedad es enorme, hasta que al fin la mezcla es total, un grupo penetra por completo dentro del otro y las múltiples salutaciones, los chapuzones, el guirigay y la turbulenta algarabía que se produce es lo más parecido que pueda pensarse al legendario galimatías músicum ―compleja figura donde las haya y que no quiero entrar a describir; cada uno sabrá hacerse su composición de lugar―, y como muchos nos conocemos de anteriores ocasiones, se han dado multitud de gratos reencuentros. Mi madre, mi tía y la jefa de la manada con la que nos encontramos, que es otra de mis tías, aunque, según tengo entendido, algo lejana, se saludaron entusiasmadas y dejaron transcurrir la tarde en amena conversación, dando saltos y más saltos y llenando el aire de prolongados bramidos y moduladas ululaciones… Todo esto que cuento sucedió en aguas más o menos cálidas y no demasiado profundas ni alejadas de la costa.

Hasta aquel momento todo había sido normal, pero hete aquí que en el tumulto del encuentro, entre los saltos, las cabriolas y piruetas que son de obligado cumplimiento en los saludos, sucede que me doy de bruces, me choco de frente con alguien a quien conocí antaño, sí, alguien que no me resultó del todo desconocido, ¡y cómo ha crecido! Yo la llamaba Proserpina, la hembra de piel suave y hondo mirar. Quizá este nombre no sea el más adecuado para una cachalota de doce años, quizá debería haberme esmerado más y haberle dicho Medea, o Desdémona ―Desdémona me gusta, nombre bonito y sonoro―, pero no me atreví porque no sé qué hubieran dicho mis innumerables primos, que siempre están sacando punta a cuanto se me ocurre, así que vamos a dejarlo en Proserpina, que también es lindo y ya lo conocen.

El encuentro fue de frente y casi nos dimos cabeza contra cabeza. Yo la vi venir de reojo. No miraba en su dirección, pero los ojos y la mente ven lo que quieren. Sólo la vi de reojo y durante una fracción de segundo en medio del alboroto, lo que no es mucho, aunque en aquella ocasión fuera suficiente. El cerebro me dijo, ¿qué has visto?, y sí, efectivamente, volví la cabeza y era ella, ante mí la tenía.

Estos inesperados encuentros son, ¿cómo les diría…? Pues son inquietantes, vivamente emotivos, harto emocionantes y perturbadores. Nos quedamos quietos, mirándonos, y luego, pasada la primera sorpresa, reanudamos los saltos y las acrobacias, sólo que acrecentados hasta el límite de nuestras fuerzas, y así estuvimos largo rato, ciegos y sordos al enorme alboroto que a nuestro alrededor tenía lugar, ciegos y sordos a todo lo que no fuéramos nosotros mismos…, porque cuando aparece una hembra de tu gusto, o sea, una individua del sexo incendiario, y te mira fugazmente entornando los ojos, el universo entero sufre un colapso en todos sus tejidos (esa estructura en la que nos movemos) y la mayor de las catástrofes amenaza con producirse; a veces, incluso se produce.

Luego transcurrieron los días, transcurrió buena parte del verano. La manada se había doblado en número, pero eso no supuso inconveniente alguno sino antes al contrario, porque la comida abundaba en aquellos parajes, aquellas aguas mansas y cálidas, y el grupo, ausentes los patriarcas, se comportó de la forma más juguetona posible, sobre todo si se piensa que los solteros éramos mayoría.

En una muchedumbre como la que describo se podrían distinguir tres clases de seres. Los jóvenes inmaduros, individuos de ambos sexos que forman pandillas mixtas y se dedican, sin alejarse mucho, a recorrer las inmediaciones de la base con gran estrépito y oleaje; los solteros ―entre los que me contaba―, grupos también de ambos sexos que no han alcanzado la posición social que les permita imponer sus criterios, e individuos maduros, en nuestro caso hembras en su totalidad, que son las que disponen, organizan y ordenan todo aquello que ha de hacerse. Los cachalotes somos reproductores desde los cinco o seis años, pero no es hasta los veinte o veinticinco que se nos permite hacerlo, previo paso de la formación de una nueva manada, en general desgajada de la que somos originarios. Mientras tanto, mientras llega el momento, pertenecemos a esta gran familia y, aunque tenemos vedada la función reproductora, formamos grupos cuyos miembros van tomando posiciones con vistas a futuros acontecimientos.

El verano que nos ocupa fue el mejor de mi vida juvenil, un agitado verano de alegres juegos, sí, de aventuras sin fin, y si bien al principio no me di mucha cuenta, conforme fueron pasando los días observé que ciertas oleadas de una desconocida emoción me recorrían desde la aleta caudal a la cabeza. ¿A qué podían deberse aquellos inesperados trastornos del apetito…? También podría decirlo de esta otra forma: yo tuve mi primera novia cuando era muy joven, y ¿qué quieren ustedes oír…? Aunque durante el tiempo que duró aquella relación sin precedentes, aquel verano entero que vivimos en aguas templadas, alcancé el grado de excitación y felicidad que son propios a las edades juveniles ―hasta hay quien dice que le duele el corazón―, al final lo pasé mal, sí, aquí no quiero engañar a nadie. Ella no fue la causa, claro es, pues, ¿qué otro camino podría haber tomado en sus circunstancias?, pero la separación fue un trance duro y doloroso, y no me pregunten el porqué de estos sentimientos. Los cachalotes no somos monógamos, de forma que esta poderosa tendencia hacia un único individuo he debido de heredarla de algún antepasado, probablemente muy lejano. Yo no sé cual fue la causa, pero es ley de vida que siempre que te sumerges debes volver a emerger.

ENTREGA 73

  Una de aquellas noches, la última vez que lo vi, ¡quién me iba a decir que aquella iba a ser la última vez que lo viera!, llegó a casa m...