INFANCIA EN LA SELVA
Mientras fui pequeña todos los días fueron iguales, nunca observé ninguna diferencia. En la latitud en que nací el cambio de estaciones es imperceptible, y durante el año días y noches se suceden sin tregua a razón de doce horas para cada uno de estos períodos, pero eso es compensado con creces por los desastres naturales, que allí son muy frecuentes. Mientras fui pequeña el mundo dio vueltas uniformemente, todos los días fueron iguales, lo sé muy bien, y casi nunca sucedió nada, si prescindimos de las catástrofes que he citado.
En la manigua, en la selva interior de aquella isla que me vio nacer, en nuestro pueblo de casas desvencijadas y cubiertas de techos de palmas, habitábamos una tribu de desheredados de todas las edades y colores, no se crea que éramos todos negros. Había gente con la piel amarilla, con la piel más o menos blanca, con la piel negra e incluso con la piel tirando a verde, y todas las mezclas posibles intermedias, y en cuanto a las edades, predominaban los niños y los viejos, porque los de edades intermedias solían desaparecer en cuanto tenían ocasión; todos se iban buscando su particular edén, aquel que estaba más allá de nuestro, por la selva, limitado horizonte.
Durante los primeros años en que tuve uso de razón hubo una escuela comedor manejada por varios blancos y blancas. Uno de ellos tenía la barba y el pelo rojos, y casi todos lo llevaban largo y usaban gafas. Eran gentes de países lejanos que de cuando en cuando aparecían y desaparecían. Se iban, y al cabo de los días regresaban con cajas repletas de objetos con los que nos obsequiaban, cajas que venían en camiones y que contenían otras cajas, las más de medicinas, pero a veces también de batidoras, ropa usada de colores desvaídos, libros viejos, paquetes de leche en polvo y latas de alimentos exóticos como alcachofas o grandes judías grasientas con salsa roja y extraño sabor a metal; lo de las batidoras tenía gracia porque no había mucho que batir, si acaso los mangos o las guanábanas, ni dónde enchufarlas. La única energía eléctrica provenía de un gran grupo electrógeno que había dentro de una de las naves, la que se usaba para los cánticos, pero este, el grupo, aquella máquina gigantesca y de ruido ronco, tampoco era de fiar porque periódicamente se averiaba, y entonces pasábamos los meses cantando en la nave gigante con velas de tabonuco ―a mí casi me gustaba más, lo de las velas siempre ha gustado mucho―, y los batidos los hacíamos a mano, mientras cantábamos, porque en aquel pueblo, el mío, cuando yo era pequeña cambiaron la tecnología, pusieron la luz eléctrica; eso lo vi yo hacer.
Una vez, cuando llegó uno de aquellos envíos, se armó gran revuelo en el pueblo porque se rumoreaba que un embajador de nuestro país había organizado una fiesta en las sínsoras para recaudar dinero ―dinero que nos enviaba― entre sus amigos los ricos, los ricos de jurutungo. Yo ni me figuraba cómo eran los ricos, me faltaban términos de comparación, aunque a veces pensaba que venían de Armenia, sí, ¿por qué no?, como aquellos legendarios Reyes de la canción que vinieron de Armenia… Los que salían en televisión no me parecían ricos, me parecían personas vulgares, por más que aparecieran disfrazados, y cuantos me rodeaban…, ¡no, desde luego que aquellos no eran de quienes se hablaba…!, así que, ¿qué podía ser aquello a lo que llamaban ricos?, y yo, que debía de tener cuatro o cinco años, pensaba y pensaba y veía a unos seres blancos, luminosos y casi transparentes, que vivían en bosques con el suelo de cristal y estaban rodeados por grupos de diminutos perros marrones y tusos que ladraban sin cesar pidiendo comida y daban saltos como si tuvieran muelles. El más rico de todos estaba en la cúspide de una colina lejana, verde, boscosa y coronada por nubes blancas, y llevaba pegado a sus espaldas a otro ser, este negro y gigantesco y vestido con una túnica de color de rosa, que sostenía una gran sombrilla futurista bajo la que se cobijaba el primero. ¡Aquel!, el que se cobijaba bajo la sombrilla, aquel sí que era un rico, pensaba yo, sobre todo por la cresta que lucía, una cresta de materia centelleante, y porque sus pies no tocaban el suelo, yo creo que levitaba, lo que tampoco debía de resultarle difícil porque bajo aquellos pies, que de blancos e inmaculados daban grima, había unas nubecillas hechas de estrellas y burbujas de jabón…
Lo que sucedió, en realidad, fue que tras mucho trajín al descargar los motetes, porque eran muy pesados, y alinearlos cuidadosamente en el pórtico de la nave grande, la de los cánticos, al abrirlos resultó que dentro sólo había piedras. Al principio nadie se lo creía y todos pensamos que era alguna clase de relajo, pero conforme iban saliendo más piedras la gente se empezó a encandilar, y la cara que se les quedó a los blancos que mandaban no es ni para describir, ni las expresiones que se oyeron entre ellos. El embajador de donde fuese quizás había hecho una fiesta para recaudar fondos, pero allí sólo vimos piedras. El desencanto fue generalizado y todos nos volvimos a casa con las manos en los bolsillos, eso los que los tenían. Luego, un día de aquellos, encontré una moneda en el suelo, entre el barro, una moneda reluciente y plateada, y la tuve guardada conmigo durante un año, aunque al final se me perdió. Yo a aquel año siempre lo llamé el año del dólar, fue uno de mis principales puntos de referencia, pero no sé si sería un dólar, seguramente no, porque, ¿qué iba a hacer allí un dólar?
En el pueblo en que nací vivía mucha gente. Vivían mis hermanos ―mis hermanitos―, mis amigos ―de los que tuve gran cantidad―, mi padre… Mi padre, nuestro padre, no era guajiro; era como un guajiro, sí, pero en negro. Sus pantalones eran de la tela casi blanca del saco de azúcar de caña. Los cortaba con unos patrones de papel mientras cantaba, pero como no sabía coser pegaba las costuras con supergén, se lo vi hacer muchas veces. En el culo le solía coincidir un letrero rojo y descolorido, aunque no sé qué ponía porque entonces no sabía leer, debían de ser códigos secretos de alguna marca comercial, y la camisa era por un estilo. A veces se ponía una prenda de color fucsia y aspecto brillante y luminoso, pero eso era ya en los días de mucho lujo y fiesta.