Cómo se me ocurrió escribir esto

 


 De lo que digo hace muchísimo, así que ni yo mismo lo sé. Quería escribir algo, algo más o menos largo, porque estaba harto de pergeñar cuentecitos, y pensé que una idea podría consistir en describir la situación y narrar los pensamientos de un astronauta que se ha quedado colgado en una órbita solar (es decir, dando vueltas al sol como un planeta más).

-Sí, pero entonces se muere. Lo primero de frío, luego de hambre, y por fin de aburrimiento.

-Da igual. Lo que importa es ponerse a teclear, que las cosas van surgiendo solas. ¿Cómo se podría llamar este señor...?

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UN TROZO DE ESTE LIBRO (Europa barroca o La aventura de las luces azules):

Me llamo Al Ceccato, Al es de Alfred, y estoy aquí arriba, entre las estrellas, y no las de Hollywood, no fuera malo. Hace muchos años, cuando era pequeño, vivía en una casa que tenía enfrente de la puerta dos magnolios monumentales, de esos que aparecen en las guías de botánica, y ahora estoy aquí arriba, entre las estrellas, y no las de Hollywood, precisamente…

Ahora voy a presentarme.

Yo, en realidad, aunque estoy aquí arriba representando a mi país, los Estados Unidos de América, no soy yanqui, ni un poco ni nada, y tampoco soy sureño; yo soy de origen semichino y semifrancés. Mi padre es chino. Nació en la China comunista del siglo pasado y vivió allí hasta bastante mayor, los cuarenta; no llegó a conocer la Gran Marcha, pero casi. El que sí la conoció fue mi abuelo, su padre. La conoció tanto que acabó sus días en un campo de concentración, acabó tísico pasado y nadie le curó, antes al contrario dejaron que se muriera, por rebelde. Esto de ser rebelde está bien, sobre todo de joven, pero hay que saber serlo. Si te va la vida en ello es mejor dejarse de fantasías y tragar con lo que haya, aunque sobre esto ya sé que hay opiniones encontradas porque en este planeta ha habido muchísimos mártires. Unos lo fueron por razones de principio, otros por cabezonería y otros por motivos sexuales; lo de mi abuelo creo que fue por cabezonería.

Mi padre, como era un químico muy bueno, logró que le fichara la Standard Oil y se vino a vivir a California, se fue de China por diez años y no ha vuelto; además, dice que no piensa volver. Ahora allí la situación se ha normalizado, ya no hay Grandes Marchas ni cosas por el estilo. Lo que hay es un montón de hamburgueserías, drugstores y gasolineras, y los desiertos de Mongolia parecen el Valle de la Muerte; hasta hay una carretera que se llama Route 69, aunque yo creo que ese nombre se lo pusieron de cachondeo; desde luego hay muchas casas de citas, pues para ello es el lugar ideal. Como es un sitio apartado nadie va allí a fisgar lo que está ocurriendo, o sea que los clientes se sienten seguros, algo fundamental en este negocio, en el que la discreción es todo.

Mi padre, además, cuando recaló en América se occidentalizó el apellido. Él se llamaba algo así como Chi Ka Tou. No se escribe de tal manera, claro está, sino con caracteres chinos, pero esto no lo puedo poner aquí, entre otros motivos porque yo no tengo ni idea de chino. No le quedó mal, la verdad, pero todo el mundo piensa que es italiano, o de ascendencia italiana. Es decir, lo piensan antes de verle, porque en cuanto le ven ya notan que es chino o japonés o algo de eso; se nota que es oriental.

Mi padre, como no le gustaba la comida de su país de adopción y en cuanto comía algo fuera de casa se le descomponía el sistema digestivo, hizo una recopilación de comidas regionales, eligió lo mejor de cada una y aprendió a hacerlas todas, a cocinarlas, y lo tenía todo apuntado. Sabía hacer cientos de platos distintos de todos los países, armenios, peruanos, lituanos, españoles; chinos también, por supuesto, y tanzanos ―su estofado de buey al curry era famoso en la vecindad entera, aunque yo creo que se parecía mucho al guiso de carne nigeriano que lleva caracoles y ñame―, lapones, brasileños como el rodicio, etc.; aquí no los voy a poner todos porque no acabaría nunca, y, además, el que quiera enterarse que se compre su libro, que en las librerías de la Tierra debe de haber muchos. Como sabía tantas cosas le publicaron un libro de cocina que se llamaba A la salud por el cosmopolitismo. El título era un poco largo pero se vendió bien; no había libros como aquel en el mercado, así que tuvo bastante éxito, más con esto de las versiones electrónicas.

El chino, mi padre, fue el que inventó un aparato mecánico para cortar las tortillas redondas ―como las españolas, por ejemplo― en la cantidad de trozos que uno desee. Es un aparato muy sencillo. Lleva un transportador circular y de su centro parte una cuchilla con una bisagra, una cuchilla que puede girar alrededor de ese centro. Una vez hecha la tortilla, y colocada en semejante artefacto, sólo hay que efectuar unos simples cálculos, o sea, dividir los trescientos sesenta grados sexagesimales que tiene una circunferencia entre los trozos que uno quiera conseguir, así sale el ángulo, aunque lo malo es que a veces hay que usar la calculadora porque no todo el mundo puede hacer estos cálculos de memoria. Por ejemplo, si hay que partirla en cinco trozos, el ángulo debe ser de setenta y dos grados, y si son tres o cuatro, o seis, los trozos, entonces es fácil, eso lo puede hacer cualquiera de memoria e incluso sin aparato. Lo malo es si son trece o diecisiete o veintitrés o cualquier otro número primo o complicado, entonces ya puede usted tirar de calculadora. Casi nunca se parte una de estas tortillas en diecisiete o veintitrés partes iguales, pero esto es lo de menos, así y todo quedaban muy bien cortadas y el chino, mi padre, estaba muy contento. Luego lo patentó, mandó fabricar mil, para empezar, y se dedicó a venderlos en las tiendas de los pueblos de Wisconsin. Se vendían bien, y eso que en los EEUU no hacen muchas tortillas redondas ―yo creo que los usan para las tartas―, pero bueno. Por qué le dio por Wisconsin, no lo sé; lo mismo podía haber sido en Massachusetts.

[y etc., etc., etc., porque la presente narración tiene la friolera de 800 páginas.]

 Otro día sigo, que hay mucho que contar.

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