lunes, 19 de mayo de 2025

ENTREGA 11

 

HISTORIAS ANTIGUAS

 

A mí, de pequeño, también me gustaban mucho los trenes de vapor, eso nos ocurría a casi todos en la familia. Mi padre hacía colección de maquetas de locomotoras y tenía en el despacho unas cuantas vitrinas, iluminadas por dentro y cerradas con llave, en donde las exponía, y mi hermano, el Cacho Madera, cuando era pequeño, pequeño de edad, me refiero, y de dignidad y gobierno, porque la verdad es que nunca fue mayor, iba a la estación a verlas echar humo, a las locomotoras, aunque no sé si habría que decir locomotrices. Mi padre y él hablaban en un lenguaje críptico. Hablaban de las Mikados, de las Confederación ―de las que tengo entendido que sólo se fabricaron nueve unidades―, de las Santafé ―que también se llamaban Montañas―, y dentro de estas, de una a la que llamaban la Bonita… Cuando íbamos en tren a Ánimas, que nos llevaba mi padre, en aquellos antiguos vagones con balcón, con jardinera ―porque aquel era un tren que tenía algo que ver con un museo―, yo iba agarrado a la barandilla, muy molesto por el traqueteo y el ruido generalizado, renegando y diciendo, ¡qué ruido…!, y mirando asombrado a todas partes. ¿Qué es esto?, decía mirando a todas partes… Yo llevaba unos pantalones grises ―cortos, naturalmente― y un jersey rojo ferrari; lo sé por las fotos. Mi madre, María la superbuena, era muy moderna para esto de los colores y yo era su preferido. A mí, en casa, me llamaban el hijo de oro, me lo llamaban las muchachas, y a continuación, claro está, mis hermanos, aunque ellos no sabían lo que decían pues todavía éramos muy pequeños para comprender tales sutilezas.

También debería hablar de mis sueños.

Por las noches, a veces, soñaba que desarmaba el armario que había en mi cuarto, un armario ropero de madera marrón oscura. Lo desarmaba en piezas, las baldas, los montantes, los hierros que se encajaban con una llave especial, las paredes…, y luego no podía volver a armarlo. Viendo tal cantidad de tablas me entraba la angustia, y ahora, ¿qué hago con esto?, ¿cómo se arma…?, y llegado a aquel punto me cogía el pánico y me echaba a llorar a grito pelado. Todo acababa cuando mi padre entraba en mi cuarto y me despertaba.

―¿Qué te pasa?

Mi padre estaba allí, en pijama, a mi lado, mirándome, y yo, cuando me despertaba, no entendía nada pero se me pasaba. Aquello sucedió varias veces, y resultaba tan vivo que todavía me acuerdo de algunos detalles.

El Cacho Madera no soñaba, pero de mayor quería estudiar para maestro chocolatero; yo, de mayor, voy a ser maestro chocolatero. En la familia, sobre todo los tíos, se reían. Chacho, ya que vas a ser algo, que sea algo gordo, como registrador, o cura, o piloto de combate, pero mira que chocolatero…, aunque la jefa le defendía, dejad al niño, que sea lo que quiera; además, ¡quién sabe…! Cuando el Cacho Madera era pequeño, pequeño de edad, y de dignidad y gobierno, porque a decir verdad, nunca fue mayor, iba a la estación a ver resoplar a las locomotoras, aunque a lo mejor había que decir locomotrices. Esto ya lo he escrito antes y no sé si tendrá algo que ver con lo del chocolate, o al revés.

Sí, a mí de pequeño me gustaban mucho los trenes de vapor, las locomotoras, las que quedaban, pero también me gustaban las películas antiguas de John Wayne ―las películas del oeste en las que salían los indios de las praderas, sioux y cheyennes―, los canutos de chocolate ―que eran unos pasteles que hacían en una confitería que había al lado de casa― y caminar rascándome las piernas, esas eran mis debilidades, y como a mí me gustaba mucho aquello del Lejano Oeste, ahora voy a contar a ustedes la aventura de uno de mis antepasados, que debe de ser cierta porque la tengo documentada. Les voy a referir una letanía, una retahíla, pero una auténtica, escrita por un sobano de mediados del XIX que tuvo una hija con una apache chiricahua mientras pistola en mano conducía caravanas de mulos cargados de mineral de estaño o de wolframio ―o algo de eso― de Acapulco a Veracruz. Ahora voy a hablar de un documento del siglo XIX en donde se cuenta la fabulosa historia de uno de mis antepasados, uno de mis tatarabuelos, de hecho el padre de la madre del padre de mi madre ―aunque dicho así no se entienda y haya que pensarlo―, que se fue a las Indias, anduvo por el mismísimo Far-West y tuvo una hija, una hija que luego se trajo a España, con una apache chiricahua. La niña, una de mis bisabuelas, era cetrina como una india, con los labios hacia afuera y los ojos rasgados, los de su padre. De mayor, a juzgar por las fotos que aún hay, era guapísima, pero es que ya se sabe que no hay nada como el mestizaje para mejorar las razas.

No es extraño que me llamen tanto la atención los indios porque yo lo soy en una dieciseisava parte, indio de verdad, de los de los montes Gila, y eso sin traer a colación lo que me toca de mi otra abuela, Tente. Negros, indios, extremeños…, yo qué sé, porque en Colombia sí que hubo mestizaje, hubo una época en la que ni siquiera se podía salir a la calle. En la antigüedad eran flechas envenenadas, y luego, más recientemente, balas explosivas; allí no se andaban con tonterías.

Esto lo decía la abuela:

―Aquí sois todos unos señoritos. Yo iba con dos guardaespaldas a todas partes. Un día se enfrentaron a tiros entre ellos, y como quedaron malheridos, me tuve que volver a casa sola. Mi padre, al enterarse, salió a buscarlos, y a uno lo remató; el otro ya estaba muerto. Luego me pusieron de la Guardia Nacional, que eran más serios, aunque tampoco mucho… ¡Para que veáis!

A la abuela Tente le encantaban las batallas, aunque seguramente eran verdad.

 

ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...