Mi tatarabuelo, el sobano, se escapó de su casa a mediados del siglo XIX. Tenía dieciséis años y en su pueblo no había más que hambre, frío, trabajos y miseria. Claro, era un pueblo perdido y eran aquellos tiempos, no los de ahora, en que todo el mundo, más o menos, come o se apaña; por lo menos en Occidente. Un amanecer se fue a segar y no volvió, aunque a su madre, antes de irse, sí le dio un beso. Había conseguido un billete para un barco que iba a Cuba, que por aquel entonces era el paraíso soñado, pero cuando llegó a puerto, cinco días después y la mayor parte del trayecto en el coche de San Fernando, resultó que el barco no existía, no había existido nunca. Aquellos timos estaban muy extendidos, pero él se las ingenió para sobrevivir unos meses sin que le echaran mano los guardias de la época, y cuando le estaba cogiendo gusto a lo de raquear, se coló de polizón en un tres palos que iba cargado de trigo a ultramar. El destino no lo supo hasta que llegó, y lo mismo podía haber aparecido en Filipinas, pero a los dieciséis años esos detalles no tienen importancia. Desembarcó en Nueva Orleans, o en un lugar cercano, y se mezcló en una caravana que partía hacia el oeste, hacia California, término que tardó dos años en alcanzar porque por el camino los asaltaron los indios y mataron a mucha gente, pero a mi tatarabuelo, como era pequeño y se hizo el tonto, no lo mataron sino que se lo llevaron a su tribu; por lo visto eran cheyennes, aunque mi tatarabuelo los llamaba de otra manera. Con ellos convivió un año entero, y luego, cuando llegó la siguiente primavera, se escapó vestido de indio y estuvo tres meses comiendo culebras y lagartijas ―lo de las lagartijas ya lo había hecho en su pueblo―, hasta que se topó con otra caravana que le condujo hasta el final de su viaje. Esto mismo, o parecido, lo he visto en alguna película del oeste.
En California permaneció poco, y eso que la mayoría hablaba castellano ―castellano se habló mucho por allí, no hay más que ver los nombres de sus ciudades, Sacramento, Monterrey, Los Ángeles, San Francisco, todas esas― y que era la época de la fiebre del oro. Sin embargo, por algún motivo que desconozco emigró hacia el sur, cruzó la frontera y se dirigió a México, aunque antes, por el camino, pasó por algún lugar de Arizona en donde había varias reservas de indios también con nombres castellanos: Aguaverde, San Carlos… De este lugar ya lo dice todo su nombre, árida zona. No es oro todo lo que reluce, y aunque las películas del oeste (yo las he visto casi todas) suelen tener muchos detalles homéricos, la realidad debió de ser bastante más terrible y miserable.
En una de aquellas reservas estuvo trabajando una temporada, conduciendo caravanas de mulos desde los almacenes a los poblados indios, y allí fue donde se familiarizó con las mulas y los indios y aprendió su idioma, eso lo he leído en los apuntes que dije, pero lo de casarse con una apache, con una india, con mi tatarabuela, no fue en aquella época sino más adelante, en México. En una foto, foto legendaria que siempre estuvo en el recibidor en un marco la mar de historiado, aparecía él de pie con sombrero y bigote. En aquella época debía de tener veintitantos años, pero en la foto parecía mayor, parecía que tenía cuarenta o cincuenta. Llevaba pistola y rifle, y al fondo había una de esas mesetas― allí las llaman mesas― que salen en las películas del oeste, y debajo, con unos números ya muy borrados, podía leerse, «1.88…»; el último número no se sabía cual era. Lo que había en casa, en realidad, era una reproducción en sepia que hizo alguien, porque el original lo tenía el tío Rodrigo. Era un virado al oro, y por eso se había conservado tan bien al cabo del tiempo.
Luego, por lo que se colige del escrito, hubo un gran robo en las reservas y apareció el ejército, esos que salen en las películas vestidos de azul, y pusieron tanto orden que la mayoría hubo de largarse cuanto antes. La horca estaba a la orden del día, y aunque en aquella zona no había muchos árboles, los pocos que había los utilizaban sin ningún recato, en ocasiones el mismo varias veces al día, circunstancia que precipitó su paso a Méjico, que era lo que más cerca le quedaba. Viajó con un grupo de conocidos y más de uno se ahogó en el río Grande. Debió de ser un viaje muy accidentado y allí perdieron a varios, y todo ello sin motivo, porque a lo mejor mi tatarabuelo era un mandado y no pudo robar nada; a saber.
Como en la época en que vivió en Arizona había llegado a familiarizarse con las mulas y los indios, al llegar a Méjico organizó una sociedad que se dedicaba al transporte de mineral desde la costa oeste a la este, desde Acapulco hasta Veracruz.
(Decir que organizó una sociedad, ahora que lo pienso, quizá sea decir mucho. La sociedad se debió de organizar sola, o dicho de otro modo, obligada por las circunstancias, porque en la colectividad de los humanos todo obedece a las leyes del mercado. Estas leyes del mercado son un calco de leyes más generales, las leyes de la termodinámica, pero eso lo sabe muy poca gente; la mayoría piensa que es alguna clase de ensalmo.)
En aquella sociedad, como iba diciendo, intervinieron sobre todo los indios y las mulas. Las mulas eran las que transportaban el mineral en las grandes albardas que cargaban sobre sus lomos, y los indios quienes conducían las caravanas. Mi tatarabuelo, por su parte, se limitaba a cuidar de que todo saliera bien, y lo hacía armado hasta los dientes. A juzgar por lo que se puede leer en su escrito aquello debía de estar lleno de bandidos, y durante el viaje, vigilados por los omnipresentes zopilotes, atravesaban densas selvas, sierras remotas y despobladas, desiertos de sal y llanuras sembradas de hierba amarilla y extraños cactus de mil y una formas y colores. En casi todos los viajes hubo tiros, pero el protagonista de esta historia, mi tatarabuelo, se mantuvo indemne ―si no, yo no estaría aquí escribiendo esto―, aunque no todo el mundo debió de salir tan bien parado, porque en una anotación al margen, escrita deprisa y corriendo con otra pluma y otra tinta, muy borrosamente dice, «la madre de Gerónimo, 200 ps. de pl. por entierro, 12 de octubre de 1896». No creo que Gerónimo fuera el legendario jefe indio del que sabemos tantas cosas por la historia, a lo mejor sólo era un primo lejano, pero eso escribió.