Con aquello, a juzgar por las notas que dejó, debió de estar varios años, bastantes años, diez o quince o quizá más, hasta que cogió en traspaso una ferretería que le ofrecieron en Ciudad de México que estaba en lo que era el centro de la ciudad y le cedió un conocido suyo que, por razones de quiebra, volvía a su tierra. Mi tatarabuelo debía de ser un negociante hábil porque el establecimiento prosperó en breve y fue ampliándose en años sucesivos con sucursales en lugares cercanos, y también debió de ser un buen escritor, porque el conjunto del cuaderno se lee mejor que otras muchas cosas que he leído. Sin embargo, no por eso dejó el negocio de los transportes de mineral, sino que lo conservó y lo hizo crecer, y al final, cuando ya estaba con ganas de volver a la península, compró uno más, un tercer negocio que no tenía nada que ver con los anteriores. Era una plantación de caña en una finca inmensa, y digo inmensa porque tenía un trenecito que la recorría, un tren como los de las minas, un tren en miniatura del que también hay fotos en algún álbum antiguo. Aquello de la plantación de caña fue el colofón a su carrera mexicana, porque mi tatarabuelo llegó a ser todo un personaje. Le nombraron presidente de un casino, de una empresa de transportes con ramificaciones por todo el territorio y de varias sociedades filantrópicas, una de las cuales tenía el curioso nombre de Sociedad para el desarrollo psicológico de Ultramar.
Fue en aquella última época de su estancia al otro lado del Atlántico cuando se casó con la india, mi tatarabuela, de la que lamento no poder dar mayores detalles porque por encima de semejante asunto pasa en su escrito de puntillas y como si no quisiera hablar de ello. Hace mención de los poblados indios y de algunas ceremonias a las que seguramente asistió, pero de lo que me hubiera gustado leer, quién fue mi tatarabuela, cómo se llamaba, qué edad tenía y otros detalles por el estilo, ni una palabra. A lo peor mi tatarabuelo era racista y le parecía muy irregular lo que había hecho, o a lo mejor todo esto no es sino una leyenda y mi tatarabuela fue sabe Dios quién, una cantante italiana de una compañía de comedias como la de La carroza de oro (ya la he visto) o una señorita de algún barrio chino… Estoy casi seguro de que esto no se descubrirá nunca, pero es que, además, carece de importancia porque yo no estoy descontento con mis antecesores, a mí no me ha ido mal. Puede que muchos de ellos fueran bandidos, saqueadores o delincuentes de cualquier tipo, pero eso, si se piensa, estadísticamente hablando nos ha debido de ocurrir a todos, de forma que el asunto tampoco tiene mayor alcance, máxime que esta no es una historia de indios y vaqueros sino una historia de mestizos. Todos somos mestizos, y sin la menor duda descendemos por línea directa ―mal que les pese a algunos― del mismo lugar, esos cuerpos celestes a los que llamamos estrellas.
Luego, cuando los indios y los revolucionarios empezaron a hacer de las suyas, porque por aquellos tiempos en Méjico había revoluciones todos los meses, liquidó sus posesiones, que debían de ser muchas, y se volvió a España justo a tiempo. A un hermano suyo, un hermano suyo al que había llevado como administrador, no le volvió a ver; un indito le segó el cuello en una esquina oscura.
Lo primero que mi tatarabuelo hizo al volver a España fue comprar un antiguo palacete medio en ruinas que había en la mejor calle de la capital del reino, reconstruirlo, plantar delante media docena de palmeras del género Phoenix dactylífera que hizo traer de Cuba, y luego, para estar más ancho, hacerse con la calle colindante para poder ampliar el parque. El palacete tenía una escalinata principal como la de Lo que el viento se llevó (la he visto, aunque no es de mis preferidas) y teléfono en todas las habitaciones. Los teléfonos eran negros y aparatosos y sólo servían para hablar de una habitación a otra, pero aquello, entonces, debía de ser muy moderno. También se compró todo lo que le quisieron vender en su pueblo natal, fincas, casas, todo, de donde había salido solo y mísero más de cuarenta años antes. Su hija, la medio apache, la abuela paterna de mi madre, pasó los inviernos de su juventud en los mejores colegios de Suiza y los veranos en el pueblo, adonde iban en tren, dos días de tren desde la capital del reino con parada y fonda en Alar del Rey. Luego otro día completo en diligencia hasta Ramales de la Victoria ―que no hacía mucho había sido república independiente―, en donde se pernoctaba, y por fin una última jornada a lomos de caballería hasta su destino, la antigua casa en el pueblo del valle, que por aquellos tiempos se había derribado y vuelto a construir a base de piedra de sillería y con un mirador de castaño que ocupaba la mayor parte de la fachada. Sin duda era la casa más importante del lugar, pero lo que mi tatarabuelo no hizo fue incrustarle un escudo de piedra, comprado en otra parte, en la fachada. Aunque se lo aconsejaron, no lo hizo; mi tatarabuelo no creía en esas cosas.
Todo esto lo leí de mayor en un manuscrito con el papel amarillo, muchos cercos y la letra redondilla y medio corrida en algunos sitios. Era un cuaderno, o varios cuadernos, con los renglones torcidos, todo hecho polvo y las páginas fuera de sus sitios. Sin embargo, yo me las ingenié para reconstruirlo y al final hasta se entendía, se podía leer de corrido. El tío Rodrigo se quedó con la foto pero desechó el manuscrito, nunca he comprendido el porqué. A lo mejor fue que lo sortearon y a él le tocó la foto.