jueves, 8 de mayo de 2025

ENTREGA 8

 

 

NIÑOS EN NOCHE DE REYES

En esta etapa de mi vida, como es lógico, lo que más me gustaba era la Navidad. En casa de la abuela Tente era sagrada y se celebraba a la antigua usanza, por lo que las semanas previas había una gran actividad en la cocina. La cocinera, que era de un pueblo de Jaén, ayudada por las otras muchachas hacía turrón, se pasaban una semana entera moliendo almendras y avellanas. Yo metía los dedos en los tarros de miel y me reñían y me mandaban al baño a lavarme las manos, aunque antes me las chupaba bien. Luego, los últimos días antes del veinticuatro, traían unos bichos, a los que llamaban pollos, que debían de pesar sobre cuatro o cinco kilos; traían varios porque allí comía y cenaba mucha gente. Eran unos animales monstruosos. Los traían vivos y andaban por la casa durante varios días. No los dejaban salir de la cocina, pero ellos se escapaban y entonces se armaba la de Dios es Cristo. Romo, que se llevaba bien con los gatos y las iguanas ―al quezalé ni lo miraba, le debía de haber dado algún susto de pequeño―, se dedicaba a perseguirlos por el pasillo y el salón, pero a perseguirlos a lo bestia. Romo nunca entendió que no se debían hacer cosas como aquellas; para él, un pollo siempre era un pollo, daba igual en dónde estuviera. Los pollos intentaban volar desesperadamente y se subían a los sofás, a las estanterías y a los cuadros, y se llenaba todo de plumas. Se armaba un guirigay generalizado, todos gritando, todos corriendo, la abuela, las criadas, hasta que conseguían echarles mano y restablecer la situación. A Romo lo encerraban en la carbonera y a los pollos los devolvían al office a escobonazos. Entonces Romo se dedicaba a aullar lastimeramente, y cuando le soltaban salía negro y hecho un asco.

Los pollos, que vivían unos cuantos días en casa de la abuela y les daban maíz en el planchero, eran degollados encima de una jofaina porque había que sacarles la sangre poco a poco, operación que llevaba a cabo la cocinera, pero otras veces los colocaban con el cuello sobre el asiento de una silla, ponían encima el palo de una escoba, apretaban con el pie… y sonaba un ruido como de algo que se ha roto, y una vez se escapó uno sin cabeza y consiguió llegar a la parte de delante; recorrió el pasillo entero y lo llenó todo de sangre, la iba perdiendo por el cuello. A nosotros no nos dejaban ver nada de esto, pero el Cacho y yo nos las ingeniamos para enterarnos.

En la cocina había un artefacto que nunca he vuelto a ver. Era una cocina de carbón, grande, maciza y forrada de azulejos, con muchas puertas negras y los picaportes relucientes. Las puertas eran la del horno y por donde se echaba el carbón, y también se podía sacar agua caliente por un grifo. Antes había una normal, una cocina normal, aunque muy grande, como las de los restaurantes, pero la abuela dijo que no le gustaba y mandó traer una antigua, una que encontró en un derruido palacio de provincias, en el campo, y no sé si aquello sería antiguo o pasado de moda, pero la comida siempre estaba buenísima. En la cocina también había una puerta que daba a un pozo, eso me decía el Cacho, pero era mentira porque era la del montacargas. En realidad eran dos puertas. La de dentro, la del lado de la cocina, que era de madera y se cerraba con un cerrojo, y la otra, la de fuera, que era de tijera, metálica y casi no se podía correr, había que ser mayor porque pesaba mucho. Las muchachas, además, no me dejaban tocarla porque decían que me podía pillar los dedos.

La cena de Nochebuena y la comida de Navidad eran las ocasiones en que todo se volvía del revés. A nosotros, los niños, nos disfrazaban como si hubiera una fiesta y comíamos en la mesa con todos, comía toda la familia reunida. La abuela se sentaba en la cabecera de la mesa ―bueno, la abuela siempre se sentaba en la cabecera― y el tío Aldy en el otro extremo. En los demás sitios estaban los jefes, el tío Eduardo, la tía Beatriz, el tío Juan y nosotros salteados; a los niños no nos dejaban sentarnos juntos para que no enredáramos, y ni siquiera podíamos darnos patadas por debajo de la mesa porque era muy ancha. En total éramos doce personas y Romo. A él le dejaban estar allí porque se portaba bien, se estaba quieto y no pedía comida, aunque miraba todo como si lo entendiera. Los demás animales eran, Quezalé, el tucán, que estaba en su percha, y el gato persa de la abuela, que no se levantaba del sofá. El gato persa era precioso, como para llevarlo a una exposición, pero era medio tonto, el pobre; nunca hacía nada, sino sólo dormir.

La cena de Nochebuena era todos los años la misma, la mejor cosa del mundo, huevos encapotados. Los huevos encapotados son huevos fritos envueltos en besamel, rebozados, empanados y vueltos a freír. El truco consiste en que el huevo, allí dentro, debe estar como un huevo frito, con la yema blanda. A nosotros sólo nos dejaban comer uno, pero el tío Aldy y el jefe se comían dos o tres, y una vez el tío Eduardo se comió cuatro y la tía Beatriz se enfadó muchísimo. Luego nos poníamos ciegos de toda clase de dulces, sobre todo de turrón, del turrón que se hacía con anterioridad en la cocina y del que ya hemos hablado, y acerca de él voy a decir algo.

Yo pensaba que turrón sólo había uno, el que conocía, pero cuando ibas a casa de alguien y te decían, niño, ¿quieres turrón?, venga, coge, y cogías, la mayor parte de las veces te llevabas una sorpresa. ¿Qué era aquello? ¿A aquello lo llamaban turrón…? Pero no decías nada, claro, sino que te lo tragabas y luego dabas las gracias, gracias, es que no me gustan mucho los dulces.

 

ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...