lunes, 12 de mayo de 2025

ENTREGA 9

 

 

Cuando se acababa la cena, la abuela se ponía al piano con el traje largo, traje de dar un concierto, y tocaba y cantaba unos villancicos rarísimos, aunque también sabía Noche de paz. Tocaba uno, todavía me acuerdo de él, que debía de ser colombiano, bueno, o peruano, y cuya letra decía algo así:

 

Cholito, tocá y retocá,

toca el tambó e la quená,

bebe pisco y masca cocá,

que esta noche e Nochegüená.

 

Con el piano imitaba las flautas andinas que daba el pego, porque la abuela tocaba de película, como los de verdad, ya digo que la había enseñado el abuelo, y sus hijos cantaban con ella; en cuanto empezaba a correr el champagne se ponían todos muy melancólicos.

Esa era la única noche del año en que nos dejaban quedarnos despiertos hasta muy tarde, aunque luego dormíamos allí, en un cuarto los hombres, Cacho y yo ―y Romo―, y en otro las mujeres, Claudia y las primas.

El día de Navidad, que era el día siguiente, había otro festín. Aquel día se comía pollo, pollo pollo. Yo aún conocí el pollo, cosa que poca gente puede decir hoy en día. El pollo es un volátil de buen porte, maneras erguidas y orgullosas a mitad de su truncado camino hacia el gallerío; todo parecido con lo que luego se ha llamado pollo es pura coincidencia. Visto en el plato ―en casa de la abuela lo ponían en pepitoria, de una forma que allí llamaban pepitoria, que es una clase de guiso― presenta un aspecto macizo de color marrón, tostado. La salsa es consistente. Dentro de la boca su trabazón es como la de la langosta, o como la del bogavante, algo tieso, no duro, y sabor entre merluza y buey, lo que no es raro si se piensa que las aves descienden de los saurios, puede que hasta de los dinosaurios. Al final tiene toques a fruta, a madera, a gusano, a hierba, a boñiga…, lo que tampoco es extraño porque es lo que comen los pollos que están buenos; si sabe a penicilina, o a medicina en general, a ese bicho le sucede algo. La comida, luego, se acababa con el consabido turrón, pero de él no digo nada porque ya he dicho muchas cosas.

Después de comer se organizaba una gran partida de cartas en la que participábamos casi todos los presentes, y se jugaba al continental, que es un juego complicado. Hay que saber hacerlo y sostener muchas cartas convenientemente ordenadas en la mano, pero a mí no me resultaba difícil; aunque era pequeño aprendí en seguida, y no gané nunca, pero tampoco era de los que perdían. La abuela tampoco ganaba nunca. Se reía mucho y gritaba y se impacientaba con las pausas de quienes no estaban suficientemente atentos, o sea, se lo tomaba muy en serio, pero al final casi siempre ganaban el tío Juan o Claudia, se conoce que eran muy desafortunados en amores, aunque de Claudia no creo que se pudiera decir nada semejante; bueno, y del tío Juan, que además era soltero, menos.

La Nochevieja, que era la que, saltándonos lo del día de los Inocentes, venía a continuación, también se celebraba, pero en casa, no en la de la abuela. Venían todos, la abuela, los tíos, las primas…, y la jefa, aquella noche, se tomaba la revancha y no dejaba cocinar a nadie, cocinaba ella sola y hacía los menús a su gusto, pescado y animales marinos de todo tipo, porque la jefa era más de mar que de tierra. Aquellas cenas constituían otro de los grandes acontecimientos anuales, pero yo estaba acostumbrado a lo del pescado, el pescado al horno, el pescado rebozado y frito, el pescado con mayonesa…, y todo ello no me llamaba tanto la atención como lo de los huevos gigantes, los huevos fritos y envueltos en besamel, o lo de los pollos mutantes. Lo que más me gustaba, en realidad, de aquellas cenas de fin de año, era que apagaban las luces y cenábamos con velas, muchas velas que daban al comedor un aspecto fantástico, y que nos dejaban beber champagne, no mucho, aunque algo sí. Sin embargo, aquella era una fiesta más para los mayores y a los niños nos hacían acostarnos en cuanto daban las campanadas de la medianoche, las que marcan el paso de un año a otro, y Beatriz, mi prima, inspirada por los efluvios del alcohol empezaba a desvariar con sus historias. Las Nocheviejas, aunque entonces no lo sabía, las iba a celebrar mucho más de mayor.

La noche de Reyes también dormíamos en casa de la abuela, pero los últimos años, Claudia, que era mayor, ya no iba. La abuela se las veía y deseaba para explicarnos a los demás por qué Claudia no iba, aunque se inventó algunas historias muy curiosas, y luego fue el Cacho el que dejó de ir.

La noche de Reyes era una noche mágica en la que había que hacer ciertos preparativos, para los que la abuela se daba mucha maña.

―En un caldero se deja agua, para que beban los camellos, y sobre una mesa, turrón, para los Reyes…

Antes de irnos a dormir teníamos que colocar los zapatos, cada uno el suyo, en lugares estratégicos del salón, el salón del piano, que era la habitación más grande de la casa, un cuarto forrado de raso de colores y espejos y que raramente se abría, sólo en las fiestas.

Mi prima Anita y yo, los pequeños, éramos ayudados en aquellos menesteres por la abuela, los tíos, los jefes y las muchachas, que eran quienes más disfrutaban con toda aquella historia, y nos hacían colocarlos en los mejores lugares.

―Ponlo aquí; esto está al lado del balcón y los Reyes entran por él; ya lo verás.


ENTREGA 38

    HÉRCULES EN LA ENCRUCIJADA   Aquella tarde nos tocó a nosotros, a mi primo y a mí. La primera jefa del rebaño, que es su madre ―...