lunes, 22 de diciembre de 2025

ENTREGA 71

  

LA NEGRA ATERRIZA EN EL PRIMER MUNDO

 

Yo no tenía ni idea de adónde íbamos, entonces no tenía ni idea de geografía, en el colegio no me había interesado nada, pero como lo vi desde lo alto pude hacerme una cierta idea. Fuimos a un lugar habitado que estaba en el extremo de una gran península. Esta gran península era la Tierra de la Pascua Florida de los españoles, lo que no deja de ser una forma sumamente barroca de referirse a aquel lugar porque casi todo el territorio está constituido por pantanos llenos de caimanes, y esto también podría aplicarse a algunas poblaciones.

Frankie, o Johnnie, o sea, el gringo, vivía en un apartamento que estaba en una de las calles principales. La playa distaba cinco minutos escasos, y para ir hasta ella sólo transitabas por sitios de superlujo. Las calles lucían muy limpias, y los canales no digamos, aquello parecía una ciudad acuática, eso sí me llamó mucho la atención los primeros días, al llegar, pero luego tuve tiempo de darme cuenta de que no todo era igual. Algunas veces íbamos a casa de uno que tenía una moto alargada y vendía polvos y otras cosas por el estilo, y en donde él vivía, el ambiente se parecía más a lo que yo conocía de mi vida anterior. El apartamento era pequeño pero tenía bañera, tenía hasta cortinas en las ventanas, y yo, al principio, me divertí explorándolo. Los primeros días, además, me llevó de compras y me compré toda la ropa del mundo, sobre todo biquinis y ropa interior como nunca había visto, aunque él la llamaba ropa interior… Yo siempre fui muy desconfiada, y cuando estaba allí, en la tienda, ya sabía que aquello iba a acabar mal; yo nunca he creído en milagros.

Al principio, durante las primeras semanas, hicimos una vida normal. Él se iba a trabajar por la mañana temprano, y yo, a veces, me quedaba en la cama escuchando los helicópteros, porque en aquella ciudad había muchísimos helicópteros; otras veces en la bañera, mirando a los azulejos de la pared y al cielo azul que se veía por la ventana, y otras, las más, me iba a una playa que estaba a diez minutos andando y me pasaba el día inmersa en sus olas. Las playas de aquel lugar eran muy grandes, muy largas y limpias, con paseos marítimos llenos de palmeras y muchos coches aparcados, coches muy buenos; debían de ser los coches de la mafia, porque aquel lugar tenía fama de vicio, o eso decían en la televisión. Como yo era alta y llevaba unos trajes de baño muy bonitos, los melenudos me decían toda clase de cosas y me invitaban a latas de refrescos y a montar en sus tablas. Uno de ellos me llevó un día a ver un acuario gigantesco. Era un tipo que me pareció muy mayor y llevaba el pelo larguísimo, pero se portó muy bien; estuvo todo el tiempo mirándome y dándome explicaciones sobre los nombres de los peces… Es curioso esto: sólo fueron ellos quienes se dirigieron a mí, los que llevaban el pelo largo y rizado y estaban el día entero trasegando objetos entre el mar y sus camionetas. A mí siempre me gustaron mucho más los componentes de la tribu de los pelos enmarañados que los pulcros, los que iban con unos calzoncillos ridículos y se daban cremas, también solían llevar gafitas y el pelo bien recortado, medio de punta; cuando se metían en el agua daban saltitos como si se quemaran, y luego se montaban en aquellos descapotables blancos y se iban haciendo rechinar los neumáticos. Johnnie, o Frankie, era más de estos últimos, aunque él no tenía tanto dinero como los de la mafia.

Cuando volvía a casa por la tarde, antes de que él lo hiciera, preparaba comidas alucinantes. Allí aprendí, leyendo las revistas, a hacer sopas como la rusa, que es de yogur, pepino y menta y está buenísima, o el gazpacho. (Esta palabra es difícil de pronunciar para un descendiente de anglosajones, casi más difícil que Valladolid.) Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta de que mis esfuerzos, por lo que a él se refería, eran vanos. Probó algunas de aquellas mezclas, y yo creo que incluso se esforzó un poco, pero en seguida volvió a sus antiguas costumbres, la comida de su madre, su madre sí que sabía cocinar, vamos, eso decía, de forma que pedía por teléfono alas de pollo o hamburguesas en torre con patatas metidas en una bolsa de papel. Yo intenté freír patatas en una freidora diminuta que había en la cocina, freírlas bien, como me habían enseñado, al principio despacio y luego deprisa, y bien cortadas. Freidoras había visto muchas en la cocina de mi primer hotel, claro, pero lo que no se me había ocurrido es que también las hubiera pequeñitas y una en cada casa. Yo, al principio, fui de sorpresa en sorpresa, pero como era muy pequeña y no había tenido tiempo de ver mundo, ello no es para extrañarse.

Bueno, pues aquello tampoco resultó porque él prefería las que se pedían por teléfono, supongo que para enojarme, porque entonces ya estaba de lo más antipático, y en realidad no las comía sino que las devoraba, y hasta con las manos. En nuestra casa había toda clase de utensilios para estas labores, para comer, pero se puede entender que no los utilizara porque para masticar plástico no son necesarios, sobre todo si es plástico bien embadurnado de la líquida salsa roja del Capitán América. Este era un individuo de nariz aguileña que lucía una chistera con la bandera de su nación y te señalaba con el dedo desde la etiqueta de la botella. La botella era de plástico y su contenido olía a vinagre, y a quien te dije le chorreaba por las comisuras de la boca mientras masticaba, porque como estaba muy molesto la tenía fruncida.

―¿Dónde estaréis ahora mismo, hermanos míos? ―me empecé a decir una mañana en que rarísimamente estaba nublado, y como tenía allí un teléfono, ideas antes insospechadas comenzaron a afluir a mi cabeza.

ENTREGA 71

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