lunes, 29 de septiembre de 2025

ENTREGA 49

 

 

Al colegio íbamos de uniforme. Nuestro uniforme, el de las pavitas, era azul oscuro y la falda tenía palas, era de vuelo. Debajo te colocabas una prenda a la que llamaban faltriquera y servía para llevar el dinero ―las que lo teníamos― y los bolígrafos. Nosotros entrábamos por una puerta que había en la calle de la izquierda, mientras que otras niñas, de las que casi todas eran catiras ―aunque alguna era china―, entraban por otra puerta. Aquella otra puerta era más grande y estaba en la calle de la derecha. Hasta ella se podía llegar en coche, tenía una rampa y algunas niñas iban en coche, aunque luego, en clase, ya estábamos todas juntas. Yo no comprendí esta historia hasta que fui mayor, ¿qué quieren ustedes que le haga?, una a veces es algo torpe, aunque lo del amor propio me costó menos.

Una noche nos reclutaron para una función a la que llamaban adoración nocturna ―el nombre me sobresaltó― y se hacía en la iglesia del colegio apagada, a oscuras; lo único que allí brillaba era la mariposa de cera en el altar. Las monjas, rigurosamente vestidas de negro, entraban por detrás con cirios encendidos y se tiraban en el suelo, se echaban en el suelo boca abajo como cuervos, como gavilanes, como zopilotes, como guacamayos no, como tucanes tampoco, quizá como murciélagos, ¿se podría decir como murciélagos…? A lo mejor, pues aquel rito me resultó espeluznante; aún no se me ha olvidado, y eso que han transcurrido muchos años. Las monjas estaban allí, tiradas durante horas en el duro suelo como cuervos, como gavilanes, como zopilotes, mientras que nosotras, las niñas que habíamos ido, cubiertas con velos mirábamos, cuchicheábamos, nos aburríamos y pensábamos. Nunca entendí para qué nos hicieron pensar tanto porque aquello iba en contra de todas las intenciones del sistema, de todos sus propósitos. A las demás no sé, pero a mí, aquel espectáculo tan antiguo, que en el futuro iba a desaparecer tragado por la vorágine de los tiempos, me produjo unas sensaciones harto lúgubres.

Luego, a eso de las dos o las tres de la madrugada, una de las monjas nos llevó a dormir a las iniciadas, las que habíamos estado allí aquella noche observando la ceremonia, a una especie de cuarto oscuro, un sitio abovedado y lleno de polvo y telarañas, un desván en donde había montón de camas de hierro con colchones de paja, suelos de baldosa y contraventanas de madera. Imagínese usted lo que es una boardilla en donde hay una cama para cada una de diez o doce niñas de diez años: los gritos se debían de oír en Caracas. Nosotras estábamos hablando de pavos, de niños, que decía Rebeca, que era medio gallega, cuando una que fisgaba por las paredes dijo, venid y ved, venid y ved, y nosotras fuimos y estuvimos viendo, bueno, o mirando ―allí sí que estuvimos calladas―, por los agujeros que había en la pared de madera, y entre ellos vimos a la monja, la monja que nos había llevado hasta allí, a las catacumbas, aunque aquello fuera un desván. La monja no era, ni mucho menos, como una se la imaginaba. La monja era un ser escuálido, macilento, esquelético, sin el menor ápice de grasa sobre su escaso cuerpo, una monja como de broma. La monja se había ido quitando camisones, o mejor, enaguas, combinaciones no se le podría llamar a aquello, las combinaciones son de nylon y aquello era tela, y más bien basta, o eso me pareció. Bueno, pues la monja se estuvo quitando camisones, o enaguas, durante un rato, pelándose como una cebolla, y al final no quedaba nada, y de lo que quedaba mejor ni hablar, ni nombrarlo; aquel esqueleto hubiera valido para una película de terror.

En el colegio yo copiaba todo lo que podía. Aprendí en seguida a hacer chuletas, chuletas de verdad, nada de altas tecnologías, chuletas de acordeón o simples hojas escritas que me pegaba a las palas del uniforme por dentro y en donde llevaba todo; Eva la maracucha, como era blanca, se lo pintaba con bolígrafo en los muslos. Un día la monja me cogió copiando, lo tenía todo escrito en una libreta entre las piernas. La monja sabía que estaba copiando y me hizo ponerme en pie. Yo me levanté, y no sucedió nada porque aguantaba el libro con las rodillas, pero de repente se me escurrió y se cayó al suelo…, y el que digo fue el día en que me llevé uno de los dos únicos sopapos que me administraron en aquel colegio por contravenir las reglas. El otro me lo dieron por bajar la escalera por el pasamanos, desde arriba hasta abajo, dos pisos; abajo estaba esperándome la veneno y, claro, ¡zas!, aunque nosotras hacíamos todo lo posible por molestarlas. Todas íbamos con uniforme pero llevábamos calcetines, no las medias horribles que había que llevar, las uñas pintadas de colores, una de cada color, y los ojos como el arco iris, porque nosotras éramos las pavitas, esas de las que se habla tanto, de las que hablaban con disgusto la veneno y las demás, las otras, y además tacones. Más de unos tacones, y más de una vez, se vieron por allí, como los que yo tenía, unos zapatos rojos con lunares blancos que me había regalado una vecina. Eran viejos, pero cuando los vi quise hacerme con ellos a toda costa, me enamoré, se los quise hasta comprar. Sin embargo, ella se rió, me dijo que no, se los quitó y me los regaló. Luego los usaba en cuanto podía, y eso que me quedaban grandísimos, y una vez que los llevé al colegio las monjas me riñeron.

―Niña, ¿su padre de usted no tiene dinero para comprarle unos zapatos?

Las demás se rieron, y yo aprendí que en esta vida una puede expresarse de muchas y muy variadas maneras, todo depende de cómo se digan las cosas. Teniendo en cuenta que yo iba al colegio a aprender, aquel no fue un día perdido.

ENTREGA 49

    Al colegio íbamos de uniforme. Nuestro uniforme, el de las pavitas, era azul oscuro y la falda tenía palas, era de vuelo. Debajo te ...