LA TIERRA GIRA Y GIRA
Muchas cosas han sucedido desde la última vez que nos vimos. Han transcurrido casi dos años y en dos años pueden acontecer tantas cosas como una quiera, a veces hasta las que nadie quisiera. Yo no hubiera querido que ocurriera lo que ocurrió pero hay sucesos que son inevitables, que no están en nuestras manos, y lo que ocurrió, después de nuestra edad de oro en el colegio de las monjas, fue que mi padre, nuestro padre, Coriandro, se murió, se murió o lo mataron, no lo sé. Jonás, que ya entonces empezaba a ser Charles, no nos lo dijo, y cuando Liria le preguntó no se lo quiso decir, se puso a gritar, como si se hubiera vuelto loco, que de aquello no quería hablar, y nosotros nos callamos muy asustados. Entonces ya no éramos pequeños, porque yo, que era la pequeña, tenía doce años, pero nos asustamos tanto al ver a Charles así que ni Liria ni Cati ni yo nos atrevimos a preguntarle más, nos callamos bien callados y así estuvimos un día entero y otro y otro, encerrados en casa y sin comer ni dormir más que a ratos. Al entierro no fuimos porque nadie nos avisó. Fue Jonás, pero no nos dijo nada porque no quería que viéramos algo; no sé qué, aunque lo imagino.
Nuestro padre se murió en una follisca, y a lo mejor antes de morir se llevó a alguien por delante, cualquiera sabe. Nuestro padre, Coriandro, era alto y fuerte, y no era gordo, era flaco; además no era malo, sino todo lo contrario. Si se metió en una pelea seguramente fue para defender a alguien, pero cuando se acabó había tres muertos en el suelo de la cantina en que aquello sucedió, y otros dos fueron llevados por las fuerzas del orden al hospital.
Todo esto nos lo contaron las vecinas el segundo día. Llamaron a la puerta, pero esta, aunque ellas no se habían dado cuenta, estaba abierta, y entraron atisbando hacia todas partes muy sobresaltadas. Yo estaba mirando al mar por la ventana con los brazos caídos hacia afuera y a punto de desmayarme; así llevaba dos días porque en la calle sólo había enemigos. Liria estaba en la cama y Cati en otro cuarto. No habíamos salido de allí ni probado bocado desde que Jonás se fue diciendo barbaridades, y en esos casos el tiempo se te escapa como agua entre las manos. Entonces las vecinas hicieron una colecta, porque en aquel barrio vivía muchísima gente, y cocinaron un puchero gigantesco que estaba lleno de garbanzos. Nosotros nunca los habíamos probado porque aquello no se estilaba en los lugares que habíamos conocido, allí casi todos los días se comía arroz con carne, mucho menos en la selva, en donde sólo había frutas tropicales, pero una de las vecinas era isleña y en su tierra se cocina de una manera especial. Los garbanzos estaban buenísimos, pero las vecinas tuvieron que refrenarnos porque decían que era malo comer muy deprisa cuando no se ha comido nada, a lo mejor era verdad, y luego nos volvimos a quedar dormidos. Cati se quedó sin habla y Liria se fue a dormir con él, y por la noche apareció Jonás y me despertó. Fue allí donde me dijo,
―No grites, no digas nada… Aquí os dejo el dinero que tengo. Yo ahora me voy a arreglar una cosa. Vuelvo mañana, y cuando vuelva ya pensaremos qué vamos a hacer, pero si mañana no estoy aquí, ya podéis empezar a pensar vosotros en algo nuevo. Me parece que lo del colegio se os ha acabado. Lo mejor será que no esperéis a que os echen, no volváis y arreglado; bueno, no sé, a lo mejor ellos pueden ayudaros… Liria y tú tenéis que cuidar a Cati, ya sabes que él… ―porque Jonás había crecido en aquellos días y le brillaba la mirada de una forma nueva, se hizo mayor de la noche a la mañana, y yo creo que los demás también; luego, la misma noche, se fue y no volvimos a verlo durante una temporada.
Yo no dormí. Me quedé por allí dando vueltas y mirando por la ventana, esperando a que volviera, pero no volvió. Al final, cuando ya había amanecido, me quedé dormida en una de las sillas de la cocina, y allí me encontró Liria, caída sobre la mesa. Me despertó y yo le di el dinero que me había dado Jonás. Liria lo guardó y dijo, algo podremos comprar. Se fue a la tienda y trajo leche, que era lo que más le gustaba a Cati, y desayunamos los tres juntos. Yo les conté lo que me había dicho Jonás unas horas antes, y observé que Cati comenzaba a balbucear, luego a hacer pucheros, y por fin se echó a llorar y se fue a su cuarto; entonces tenía catorce años. Liria lo siguió y los oí hablar. Los garbanzos seguían allí, fríos, en una cazuela, estaba llena de ellos, pero no teníamos hambre; como no estaba nuestro padre, ninguno sabía qué hacer. Me vestí como para ir al colegio, me puse el uniforme de todos los días, pero no conseguí salir de casa, estuve toda la mañana deambulando por el pasillo. Luego me quité la corbata; total, para lo que servía…
Los dos primeros días nos llegó el dinero. Nos aburrimos muchísimo pero yo no advertí ninguna sensación especial. Subía a la azotea y pasaba las horas muertas mirando al mar lejano, y también pensando en nuestro padre, claro, en Coriandro y su camisa blanca, que nunca iba a volver… Lloré un poco, no mucho, porque yo creo que soy fuerte, o insensible, eso nunca se sabe, pero a veces me cogía lo del nudo en la garganta y entonces me metía los puños por los ojos, me esforzaba por ver las olas del mar y los pájaros, entornaba los ojos y así los veía mejor. Sin embargo, al tercero o cuarto, o sea, cuando ya llevábamos una semana sin nuestro padre, sin Jonás también, y sin salir de casa, Liria dijo que se iba a buscar comida y tardó la mañana entera en regresar. A mí aquello me intrigó.
―¿Dónde has estado? ¿Por qué has tardado tanto?
Liria volvió con dos bolsas de plástico llenas de paquetes de galletas y de envases de leche en polvo.
―No preguntes ―me dijo―. De momento no hay problema; tú cuida de Cati.